Alma Delia Murillo
03/09/2016 - 12:05 am
El camello que llora o la orfandad
No he dejado de pensar en el impacto que tiene la herida de la orfandad y en cómo hay quienes hacen de esa carencia la fuente de su abundancia creativa o de su vitalidad y cómo hay quienes la llevan a cuestas como la maldición de una sequía, incluso sin darse cuenta.
En un desierto al sur de Mongolia una camella color marrón tiene un parto difícil; la cría, un pequeño camello blanco, le provoca rechazo y no quiere amamantarlo. El recién nacido está débil y hambriento, con un llanto imparable se empeña para que la madre le permita acercarse pero es inútil: ella no lo quiere.
Recién ocurrida la muerte de Juan Gabriel y luego de que la efervescencia cuando no dolorosa, al menos agridulce, nos empujara a hablar de él y a revisar la historia de su vida, recuperé algunas imágenes del extraordinario documental al que me referí en el primer párrafo: El camello que llora (Byambasuren Davaa y Luigi Falorni, 2003), una pieza para no perderse, de una belleza animal y humana que se unen a partir de las pulsiones vitales.
No he dejado de pensar en el impacto que tiene la herida del abandono y de la orfandad y en cómo hay quienes hacen de esa carencia la fuente de su abundancia creativa o de su vitalidad y cómo hay quienes la llevan a cuestas como la maldición de una sequía, incluso sin darse cuenta.
Juan Rulfo, José Alfredo Jiménez, Juan Gabriel o Roman Polanski, Marguerite Yourcenar y Fiodor Dostoievski para ampliar las miras más allá de lo nacional, son algunos de los huérfanos (de madre o padre o de ambas figuras) que alimentaron de esa herida su talento.
He reflexionado también sobre cómo la falta de padre es el gran tema de la fundación de los hogares mexicanos. En el año 2010 el INEGI publicaba un número lapidario: en el 41% de las familias en nuestro país, el padre está ausente.
Lo que intuyo porque no alcanzo a descifrarlo del todo, es que nuestra identidad colectiva tiene que estar profundamente sesgada por ese hecho: la ausencia del padre.
Somos seres simbólicos, si miramos desde el símbolo —y no desde el fuego cruzado del feminismo y el machismo— es fácil comprender que el padre es el arquetipo de la posesión, del dominio; el valor cultural del padre en los mitos originarios ya sean de grupo o individuales, es indiscutible.
Su representación pasa por toda figura de autoridad: el patrón, el maestro, el jefe, dios, el presidente de un país. Y a la mejor es que yo —hija de padre ausente— tengo las antenas especialmente sensibles al tema pero creo que esta semana que termina trajo la orfandad a flor de piel de los mexicanos y nos pusimos locos, frenéticos, desorientados y desilusionados porque volvimos a constatar que no hay figura paterna en nuestro mito identitario.
La profunda indignación que muchos experimentamos ante las descalificaciones a Juan Gabriel fue apenas comparable con la indignación de ver al presidente Peña recibiendo a la figura pública que más ha insultado, agredido y despreciado a los mexicanos en los últimos tiempos: me refiero a Donald Trump.
Quizá por eso las reacciones viscerales ante el caso de Nicolás Alvarado que no ameritaba tales consecuencias, siempre he creído que cuando reaccionamos desproporcionalmente a un hecho no es el hecho el que hay que revisar, sino el tamaño de los fantasmas y demonios ocultos que remueve. Nicolás descalificó no al hijo del pueblo sino al huérfano del pueblo, al huérfano que muchos llevamos dentro. Por eso la respuesta fue tan impensada como implacable. Eso creo yo pero pueden ignorarme si encuentran demasiado extrañas mis conclusiones.
Lo otro sí fue el colmo de la sumisión porque muchos esperábamos que Peña Nieto, al menos en esto, se comportara digno, protector, en una palabra: líder. Pero no. El fenómeno naranja vino, saturó con su presencia en México los medios internacionales y volvió a decir lo mismo: que nosotros pagaremos el muro que impedirá que los migrantes crucen hacia su país. Trump descalificó al país entero.
Y esta pobre representación de padre —me refiero al presidente— no hizo sino empequeñecerse, mutilarse, hacer el ridículo. Ponerle cara a la imagen de la insuficiencia, de la incapacidad, de la humillación.
Sé que muchos pensarán que lo que digo no es más que un desvarío y es muy probable que tengan razón. Pero qué terrible sensación dejaron estos días en el ánimo de muchos mexicanos, parafraseando a Dostoievski: huérfanos y ofendidos.
Claro que la vida siempre se impone.
Al final —perdón por el spoiler— luego de un ritual sorprendente, la camella acepta amamantar a la cría.
Al final, la indiscutible fertilidad creativa de Juan Gabriel lo convirtió en su propia madre; por eso el hecho de que millones cantemos sus canciones es un acto reparador y un triunfo de la vida. ¿Y qué más? Ah sí, que buenos días, señor Sol.
@AlmaDeliaMC
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