Benito Taibo
03/08/2014 - 12:00 am
El sueño de la razón…
Vivimos en tiempos banales y violentos a partes iguales. Tiempos de estremecimiento al encender el televisor o la radio y enterarnos de cosas aterradoras que ni siquiera, en nuestras peores pesadillas hubiéramos sospechado, y que sin embargo, como un método de autodefensa y de sanidad mental, olvidamos casi inmediatamente. Tan sólo para dejar paso a […]
Vivimos en tiempos banales y violentos a partes iguales.
Tiempos de estremecimiento al encender el televisor o la radio y enterarnos de cosas aterradoras que ni siquiera, en nuestras peores pesadillas hubiéramos sospechado, y que sin embargo, como un método de autodefensa y de sanidad mental, olvidamos casi inmediatamente. Tan sólo para dejar paso a la siguiente, y más espeluznante pesadilla.
Hoy, el genocida y bárbaro ataque del estado de Israel contra Gaza, en Palestina, buscando liquidar a sus enemigos de Hamas, está liquidando a niños, mujeres y hombres indefensos, y dejándonos a todos en el estupor que provoca la violencia desmedida.
Pero también supe, por ejemplo, la historia del «niño sicario» que comenzó a los diez años en su fructífera carrera y para los catorce, ya tenía cien muertos en su haber.
En un país y un mundo donde las cifras han dejado de ser escalofriantes testimonios del horror, para convertirse en meros números indicativos de una pequeña llaga en un pantano de podredumbre, muchos no disciernen en su justa dimensión la diferencia entre uno, cien, mil, cien mil.
La palabra «muerto» ha dejado de producir el asombro y la consternación que debería; hemos olvidado que se trata de personas.
Un número no contiene la carga simbólica, emotiva, cultural, antropológica, que nos refiere a «lo humano». No podrá ser nunca equivalente a vida, sueños o amor. Es sólo un monto frío que parecería haber perdido todos sus significados y sus significantes.
Todo el mundo sabe de los crímenes cometidos por uno de los más famosos asesinos seriales de todos los tiempos. Me refiero a «Jack el destripador», que en el Londres victoriano de finales del siglo XIX desplegó ríos de tinta y una de las cacerías policiales más intensivas de la historia. Su sobrenombre, sigue, hoy por hoy, causando estremecimiento y es un sinónimo del mal.
Y sin embargo, instalados en esta matemática del horror, uno descubre, no sin cierto desconcierto, que «tan sólo» mató a cinco mujeres. Noventa y cinco por ciento menos víctimas que las del «niño sicario», del cual, ya nadie habla; como si olvidándolo pudiéramos curar mágicamente las heridas. Él, está detenido en algún sitio, supongo que sometido a tratamientos psicológicos que puedan dar pistas certeras acerca de esa conducta que bien podría calificarse de sociópata, pero los instigadores, sus maestros en esos temas, los que lo obligaron a realizar esos aberrantes asesinatos, siguen libres, entrenando a otros.
Y yo, tiemblo de tan sólo pensarlo. No puedo, por más que lo intento, descifrar qué clase de demonios fueron introducidos en la cabeza del muchachito y cómo funcionan. Lo que sí me queda claro es que esto, sólo puede ser producto de una sociedad extraviada, y de valores trastocados, donde el dinero y el poder (tan sobrevaluados) causa y razón última de la locura, han perdido cualquier halo de dignidad que en algún momento hayan podido lucir.
Tengo la sensación de que en algún momento este niño pudo haber sido salvado, con grandes dosis de educación, cultura y cariño. Sí le hubiéramos mostrado eso que se llama otredad, y que no es más que verse reflejado en el espejo del otro, habría comprendido que era tan humano como los que asesinaba, que eran sus semejantes, que también, como él, estaban llenos de ese miedo que ha permeado hasta la última capa de nuestra sociedad y que nos impide abrir los ojos y ver que los demás, son sólo un «yo mismo» multiplicado miles, millones de veces. Pero eso, no es algo que nuestro tiempo pueda dar tan fácilmente.
Y además, con absoluto desconsuelo, sé, como todos, que él hubiera no existe.
Pero sí existe, o existirá el futuro, y al él debemos enfilar nuestros esfuerzos, para impedir que se repita, para impedir que desciendan sobre nosotros las tinieblas y lo cubran todo para siempre.
El inquietante grabado número 43 de la serie de «Los caprichos» de Francisco de Goya, se titula «El sueño de la razón produce monstruos». En él, se puede ver a un hombre, tendido sobre una mesa, aparentemente dormido, y a los monstruos que sobre su cabeza sobrevuelan, rapaces, esperando caer sobre su presa.
Hay muchas interpretaciones sobre lo que Goya quiso decir con su grabado. No pretendo entrar en el terreno de lo simbólico, tan sólo afirmar, de la manera más contundente posible, que hoy la aparente razón, pero sobre todo la codicia parecen ser hermanas gemelas, y que juntas producen atrocidades que no hay forma de imaginar sin sentirnos devastados.
No estoy seguro que exista eso llamado alma. Pero por si acaso, hay que impedir que se corrompa.
El sueño de la razón produce monstruos. Y cada vez se parecen más a nosotros, los que nos decimos humanos.
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