No eran más de quince personas reunidas en una pequeña sala de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería 2016. El motivo: el homenaje a Juan Hernández Luna (Puebla de Zaragoza, 1962 – Ciudad de México, 2010) en el marco de las II Jornadas de Novela Negra.
Entre los asistentes, algunos de los organizadores de las jornadas, una hermana y un sobrino del autor, un puñado de fanáticos de su obra y un comandante de la policía, aunque no estoy seguro de esto último. En la mesa, el doctor en letras Joserra Ortiz, amigo de Juan y profundo conocedor de su obra, y yo mero, que no soy doctor en nada y que no tuve la fortuna de conocerlo; un día me cayó fortuitamente en la manos (las novelas de Hernández Luna siempre caen fortuitamente en las manos del lector) Tabaco para el puma (1996) y me voló la cabeza. ¡Pum! ¿Quién es este tipo? ¿De dónde ha salido? ¿Existe o es un espejismo? Durante algunos años seguí leyendo su obra según me la encontraba en los lugares más inverosímiles: Quizá otros labios, Yodo, Cadáver de ciudad, Tijuana dream. Y confirmaba que Hernández Luna era un autor excepcional, auténtico rara avis de las letras mexicanas.
Luego conocí a algunos de sus amigos cercanos (Bef, Haghenbeck, el propio Joserra) y descubrí que, en efecto, no existía. No al menos en la jerigonza autocomplaciente de los palacios rococó ni en la lista de los menos y los más, ni en los macabros homenajes ni en los hospitalarios homenajes ni en las enciclopedias ni en los besamanos.
El flaco chilango con aspecto de inspector de policía fracasado y rictus algo cínico, cansado pero tierno, casi como un cliché de un personaje de Chandler, moría en 2010 con 47 años, y con él, enterraban los sepultureros algunos reconocimientos nacionales a su obra cuentística, dos premios Dashell Hammett de novela negra en ese Gijón que Taibo inventó para el mundo, pero sobre todo, una decena de novelas paradigmáticas, fundamentales para el género negro y para la literatura mexicana en general.
En estos seis años transcurridos después de su fallecimiento, el silencio que pesa sobre su obra ha sido interrumpido de forma esporádica por los amigos que dejó y por los admiradores de su trabajo, siempre como un gesto tímido, avergonzante; homenajes a los que acude un puñado de lectores incondicionales de Juan, los cuales se miran entre ellos con recelo: ¿de veras lo conocen? ¿De veras lo han leído?
Hace poco, en una charla sobre novela negra en la que participamos Eduardo Antonio Parra, Vicente Alfonso y yo mero, lo nombramos con admiración y cariño, por supuesto. Al terminar el evento, se acercó un joven retraído y me comentó incrédulo que era la primera vez que escuchaba que alguien hiciera referencia el extraordinario legado de Hernández Luna. Se trataba de un lector irredento. Me provocó una infinita ternura: todos los lectores de Juan tenemos esa sensación de orfandad, cierto, pero también de haber descubierto un tesoro que nadie más conoce, un sentimiento de soledad y regocijo egoístas.
En un país donde los canales oficiales rinden solemnes homenajes a ciertos escritores muertos, en donde las editoriales reeditan la obra de esos escritores en aniversarios natalicios y luctuosos para la venta del morbo (lo cual me parece estupendo), Juan Hernández Luna está disperso en un limbo en el que muchos otros autores mexicanos descansan: el de las librerías de viejo. La editorial que publicó sus últimos libros (Ediciones B) no los considera suficientemente comerciales como para reeditarlos, y los chamanes de la alta literatura no ven en su obra las suficientes cualidades como para catalogarla de literaria, sea lo que esto signifique.
Hace apenas quince años, algunos santones de nuestras letras decían pública y abiertamente que lo que hacían Taibo II o Élmer Mendoza (dos tipos duros y muy valientes, imprescindibles) no era literatura. A Juan Hernández Luna ni siquiera lo nombraban para despreciarlo.
Ahora las cosas han cambiado. Gracias a los lectores, sí, a ellos, los autores de género (sobre todo del Noir, hay que decirlo) se han abierto paso a codazos, a pesar de los programas nacionales de lectura y la rigidez del establishment, como dice Chimal. Ahora es cuando la obra de Juan Hernández Luna tendría una oportunidad real de trascender ese círculo de lectores sectarios, de sacudirse la etiqueta de marginal; es tiempo de decirle a más gente, a mucha gente: lean a este sujeto si quieren tener una experiencia perturbadora, inquietante, brutal, cautivadora.
Fue precisamente PIT II quien dijo de Juan que era el más duro y el mejor. No es poca cosa viniendo del patriarca del neopoliciaco latinoamericano.
Quien lee a Hernández Luna tiene la sensación de que un organismo vivo, amorfo y escurridizo palpita entre sus manos. Las oraciones saltan de la página como cuchillos circenses y se nos clavan a centímetros del oído, de la conciencia, del corazón. Poesía al servicio de una estética patológicamente bella, el lenguaje en Hernández Luna es una parafilia, la puerta para asomarnos al infierno de los otros y al propio sin redención posible. No se trata de una experiencia complaciente ni dosificada ni arquetípica. Juan Hernández Luna requiere de un lector capaz de vomitar, limpiarse la comisura de los labios con la manga y seguir leyendo con la única certidumbre de que los monstruos existen a la vuelta de la esquina, espejos lúdicos de una realidad brutalmente mágica.
La literatura de Juan Hernández Luna (sobre todo en Tabaco para el puma, Yodo y Cadáver de ciudad, pienso) es sutil, provocativa, atroz, de atmósferas inquietantes y personajes que nos acompañan por mucho tiempo; un hito en el Noir mexicano, así como en su momento lo fue El complot mongol, de Rafael Bernal, o la serie dedicada a Héctor Belascoarán Shayne, de Taibo II.
Como en el caso de la mayoría de los malabaristas de los horrores de nuestro tiempo, la biografía de Juan Hernández Luna contradice los excesos de su obra. Amable pero retraído, enemigo de protagonismos y escenarios, eterno enamorado, militante de la izquierda, tuvo ese punto quijotesco al abrazar la utópica idea de que la lectura puede hacer mejores a los hombres. Así, entre 2005 y 2009, coordinó el programa de fomento a la lectura con el sugestivo nombre de Literatura siempre alerta, dirigido a los policías de Ciudad Nezahualcoyotl, entre quienes repartió unos veintidós mil textos de autores que él consideraba imprescindibles.
Al morir en 2010 por un fallo cardiorrespiratorio, no fueron muchas las voces dolientes que ante su ataúd proclamaran la gran pérdida que sufrían las letras mexicanas. Durante estos siete años, sus lectores, como lobos solitarios, ante la menor provocación, no hemos dudado en afirmar que la obra de Juan Hernández Luna merece una revisión exhaustiva y libre de los prejuicios que durante tanto tiempo hemos arrastrado en el mundillo de las letras.
Ni tímidos ni huérfanos, pues.
Imanol Caneyada (San Sebastián, 1968). Es escritor y periodista. Ha publicado Las voces de la arena (Premio Nacional de Narrativa Gerardo Cornejo, 2008). La ciudad antes del alba (Premio Regional de Cuento 2009, Instituto Sudcaliforniano de Cultura) y La nariz roja de Stalin (Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández, 2011). Es uno de los autores de novela negra más destacados de México, por obras como Tardarás un rato en morir (Suma de letras, 2013), Espectáculo para avestruces, (Arlequín, 2012) y Las paredes desnudas (Suma de letras, 2014).
Fue distinguido con el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares, que otorga la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), por su más reciente novela, Hotel de Arraigo (Suma de letras, 2015). Está por aparecer, en el sello Tusquets editores, su novela La fiesta de los niños muertos.
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