Dos ciudades. Dos épocas. Dos personajes cuyos destinos se cruzan: un niño dispuesto a creer en todo y un anciano que ya no cree en nada. Una novela que hace pensar en Dickens por su extraordinaria habilidad para describir las extravagantes vicisitudes de los personajes.
Ciudad de México, 3 de febrero (SinEmbargo).- Las dos ciudades y las dos épocas son Praga en 1934 y Los Ángeles en 2007. El anciano que ya no cree en nada es el gran Zabbatini, un mago procedente de una familia de rabinos que, cuando era niño y se llamaba Moshe, quedó fascinado por un legendario ilusionista de circo que visitó la ciudad y acabó actuando ante Hitler y viviendo una intensa y dolorosa historia de amor y trágicas peripecias en la Europa ocupada por los nazis. El niño dispuesto a creer en todo es Max Cohn, tiene diez años, su abuela sobrevivió a los campos de concentración de pequeña y sus padres están a punto de divorciarse. Y cuando Max descubre entre trastos viejos un disco de conjuros y trucos del gran Zabbatini, se empeña en buscarlo para que le ayude a salvar el matrimonio de sus padres y lo localiza en una residencia de ancianos…
Fascinante, deliciosamente divertida y emotiva, esta novela atrapa al lector con una bellísima historia en la que confluyen dos mundos, emergen amores perdidos y olvidados gestos heroicos y surgen segundas oportunidades. Una fenomenal mezcla del humor melancólico de Isaac Bashevis Singer con la fantasía y los ecos de la mejor tradición popular; el truco de un debutante que se nos revela, con este su primer título, como un verdadero mago.
Fragmento de El truco, de Emmanuel Bergmann, con autorización de editorial Anagrama
1. EL MUNDO TAL COMO DEBERÍA HABER SIDO
A comienzos del siglo XX vivía en Praga un hombre llamado Laibl Goldenhirsch. Era una persona modesta, un rabino, un intérprete de la ley que se había propuesto entender los misterios que nos rodean. Una tarea a la que se consagraba en cuerpo y alma. Día tras día, hora tras hora, se devanaba los sesos cavilando sobre la Torá, el Talmud, el Tanaj y otras lecturas igual de fascinantes. Tras haber estudiado y enseñado durante años, tenía una idea aproximada de cómo era el mundo, pero sobre todo de cómo debería haber sido. Porque existían, al parecer, ciertas discrepancias entre el luminoso esplendor de la creación y la molesta y lluviosa rutina diaria que hemos de arrastrar los humanos. Sus discípulos le apreciaban, en cualquier caso los menos torpes. Sus palabras iluminaban las tinieblas de la existencia como la luz de una bujía.
Vivía con Rifka, su esposa, en una pobre casa de vecindad cerca del Moldava. La vivienda, que constaba de una única habitación, no contenía mucho más que una mesa de cocina, una estufa de leña, un fregadero y una cama que cada sabbat por la noche crujía rítmicamente, como era obligación y estaba escrito.
Entre los pisos había un prodigio de la modernidad, a saber, un retrete. Los Goldenhirsch habían de compartirlo, para su fastidio diario, con el vecino del piso de arriba, un cafre llamado Mosche, que era cerrajero de oficio y que se peleaba constantemente y a voz en grito con su mujer, una sargentona indecorosa.
El rabí Goldenhirsch vivía en una época de progreso técnico, que a él sin embargo le interesaba poco. Los relevantes cambios del nuevo siglo le concernían solo de un modo marginal. Así, unos años atrás, las lámparas de gas de las calles habían sido sustituidas por otras eléctricas, lo que muchas personas tenían por arte diabólico, y otras, en cambio, por socialismo. También habían tendido a orillas del río carriles de acero por los que circulaban tranvías soltando cantidad de chispas.
De modo que esa era la magia de la nueva época.
A Laibl Goldenhirsch todo aquello no le decía nada. Sí, había tranvías, pero la vida seguía siendo onerosa. Sobrio y tenaz, afrontaba la vida diaria como venían haciendo los judíos de Europa desde hacía siglos y como probablemente seguirían haciendo a lo largo de los siglos. El rabino pedía poco y, por consiguiente, también recibía poco.
Su rostro, sobre la negra barba, era delgado y pálido, los ojos oscuros y vivos observaban el ajetreo que le rodeaba con cierta dosis de desconfianza. Concluido el trabajo diario, el rabino ponía la cabeza sobre la almohada junto a su querida Rifka, una mujer fuerte y hermosa de manos ásperas, mirada suave y cabellos castaños. A veces, en los breves momentos antes de que lo venciera el sueño, creía ver a través del techo de la habitación el cielo nocturno. Entonces se dejaba llevar como una hoja al viento, se elevaba a las alturas y bajaba la mirada hasta el pequeño mundo. Por fatigosa que fuera la vida diaria, tras el delgado velo de lo cotidiano había un esplendor que cada vez le embelesaba.
«Ya solo estar aquí, ya solo vivir», solía decir Laibl, «es una oración.»
Pero en los últimos tiempos yacía más a menudo sin dormir y mirando al vacío. Le desazonaba que, al parecer, en la era de los milagros tecnológicos ya no tuvieran cabida los milagros auténticos. Porque el rabí Goldenhirsch estaba necesitado a ese respecto.
Faltaba algo en su vida: un hijo. Pasaba innumerables horas educando a los hijos de otros –idiotas, todos ellos–, y siempre que los miraba a la cara se imaginaba que un día podría contemplar el rostro de su propio hijo. Pero hasta ahora sus oraciones no habían sido escuchadas. El sol salía para otros, pero no para Laibl y Rifka. No pocas noches se afanaba sobre su mujer, pero era inútil. Así, con el tiempo, la cama chirriaba cada vez con menos frecuencia.
El nuevo siglo era todavía joven cuando estalló una guerra. Eso, en sí, no era insólito. Guerras había de vez en cuando, lo mismo que en ocasiones reaparecía con fuerza la gripe. Pero esta vez era distinto, aunque Laibl y Rifka no se percataron en un primer momento. Comenzaba la Gran Guerra, que pronto acabaría con la vida de millones de personas. No era la gripe sino la peste. Los alumnos del rabino Goldenhirsch empezaron a hacer preguntas y a pedirle una explicación, y él se vio confrontado por primera vez en su vida con algo para lo que no tenía respuesta. Hasta entonces siempre había podido recurrir en tales casos a los positivamente enigmáticos caminos del Señor, pero la guerra no era en absoluto de origen divino, sino obra de los hombres. El rabino estaba perplejo. De pie ante sus alumnos, con la boca abierta, tartamudeaba. Los hechos eran familiares para él, pero su sentido más hondo se le escapaba. Sabía por supuesto que el archiduque Francisco Fernando había sido asesinado alevosamente por una mano cobarde. Pero Sarajevo estaba en lo más recóndito de los Balcanes, muy lejos del centro del mundo: ¿qué le importaba a la sociedad civilizada quién mataba a quién allí? Los goyim disparaban constantemente en todas direcciones. ¿Qué más daba que caminara sobre la tierra un archiduque más o un archiduque menos? Para él, naturalmente, estaba claro que todas las vidas humanas eran de infinito valor, la muerte violenta de un ser humano, un sacrilegio ante Dios, etcétera, y sabía también que Su Majestad, el emperador de Austria y rey de Hungría, a quien el rabí Goldenhirsch y los habitantes de Praga debían fidelidad, estaba apesadumbrado, como era lógico. Pero, para ser sinceros, ¿eso qué nos importaba a la gente de nuestra condición?
Mucho, al parecer. En el curso de pocos meses, la excitación había tomado las calles de Praga. En los cafés, los viejos paseaban nerviosos, apretaban los puños y agitaban los periódicos estrujados. Cada cual trataba de entender y de interpretar el último estado de cosas en este o en aquel frente. En la Wenzelsplatz se arremolinaban las mujeres e intercambiaban informaciones sobre sus hijos y esposos, sobre sus hermanos y padres, que habían ido con fervor a la guerra. Muy pocas tenían claro que una gran parte de los hombres nunca volverían a casa. Quienes aún eran jóvenes para el combate leían las listas de los inválidos y de los caídos como si se tratara de los resultados de un campeonato de fútbol. ¿Cuántos de ellos? ¿Cuántos de los nuestros? Los jóvenes estaban deseosos de combatir y pronto tendrían ocasión de hacerlo. Porque la carnicería de la guerra duró muchos años y no hacía distingos: los devoraba a todos.
También a los judíos.
Y así fue como un soleado día Laibl Goldenhirsch se alistó en el ejército imperial y real del anciano Francisco José. Cuando Rifka volvió del mercado a casa y vio a su esposo, encorvado y con sus flacas piernas, embutido en un uniforme, vertió amargas lágrimas. Él estaba delante del único espejo y se contemplaba, a sí mismo y a su uniforme, con evidente perplejidad. Luego le presentó su bayoneta.
«¿Qué voy a hacer yo con esto?», le preguntó.
«Clavársela a un ruso», respondió Rifka, que luchaba inú- tilmente contra un nuevo golpe de lágrimas y que, dando media vuelta, escondió el rostro.
Así se puso en camino Laibl Goldenhirsch y marchó a una guerra que él seguía sin comprender.
Rifka tuvo que arreglárselas sin su esposo, lo que resultó extraordinariamente fácil. Comprobó con asombro que, en cuanto al gobierno de la casa, él había sido un perfecto inútil. Sin embargo, notaba su falta. Nunca había echado tan apasionadamente de menos algo tan inútil.
Rifka salía casi a diario de la ciudad y se dirigía a los bosques, muy lejos de Praga. Llevaba cubos llenos de carbón que cambiaba en las granjas de los campesinos por mantequilla y pan, pues prefería pasar frío a sentir cómo la consumía el hambre.
En verano, con los días más largos, su empresa resultó más difícil. Tenía que buscar otros objetos de canje y tenía que esconder la mantequilla debajo de su falda, pues por todas partes acechaban peligros. A menudo regresaba a casa con las manos vacías, sobre todo cuando había combates en la región y ella se escondía en el bosque hasta que todo había pasado. Entonces no quedaba sino un surco caliente de mantequilla derretida que le bajaba por los muslos.
Una tarde de septiembre llegó a casa y vio a Mosche, el cerrajero, sentado en la escalera. Llevaba un uniforme sucio de recluta y lloraba. Ofrecía un extraño aspecto, aquel gigante que lloriqueaba. Sus enormes hombros temblaban, y su cabeza se balanceaba hacia delante y hacia atrás. Hondos y dolorosos sollozos salían de su pesado cuerpo. Ella se le acercó y le preguntó qué le ocurría. Él le contó que había llegado con unos días de permiso y que, nada más entrar en la casa, su mujer le había declarado que le dejaba. Llevaba ya bastante tiempo sin saber de ella, añadió. Ni cartas ni nada, dijo sollozando. Rifka tuvo compasión de él, la mujer del cerrajero nunca le había sido muy simpática, y no la sorprendía que esa mujerzuela lo hubiera plantado así, sin más.
Lo rodeó con los brazos y lo consoló. Todavía tenía pegada en las piernas la mantequilla húmeda.
Un luminoso miércoles por la mañana Laibl Goldenhirsch volvió a casa. Cojeaba, pero por lo demás estaba de un humor excelente. Rifka estaba ocupada cosiendo una camisa cuando se abrió la puerta. Levantó la vista y lo vio de pie en el vano de la puerta. Había adelgazado mucho. Rifka dejó caer aguja e hilo y se lanzó a sus debilitados brazos. ¡Qué flaco estaba! Podía palpar cada uno de sus huesos. Él la sostuvo en sus brazos lo mejor que pudo. A Rifka le resbalaban lágrimas de alegría por el rostro.
«Buenas noticias», dijo él levantando su bayoneta. «El ruso me clavó primero la suya. He estado en el hospital militar.»
Afortunadamente la herida de Laibl no era de gravedad, él le enseñó a Rifka una cicatriz en el muslo. Su superior, le contó, había intercedido para que no volviera al frente y acabase de curar la pierna en un sanatorio de Karlovy Vary. Le había quedado la cojera, y Laibl era ahora oficialmente mutilado de guerra. Se sentó. Rifka le dio pan y le pidió que le hablara de la guerra. Entonces la sonrisa se le heló en los labios y pareció mirar a través de ella. Le tomó las manos en las suyas y le besó con ternura las puntas de los dedos. Ella le miró inquisitivamente a los ojos, pero solo encontró en ellos tinieblas. Él negó con la cabeza y así llegaron al acuerdo tácito de no hablar de eso.
Menos de tres semanas después, llegó por fin, al cabo de cuatro años, la paz. La guerra que debía haber acabado con todas las guerras había acabado. En las calles la gente lo celebraba. ¡Había llegado la paz, la paz! Pero sin la gloriosa victoria con la que habían soñado. Era como despertar de una pesadilla. Los supervivientes bebían y cantaban, aliviados, porque seguían vivos. Se cantaba a gritos, se bailaba, se rompieron algunas ventanas como suele ocurrir cuando hay faustos acontecimientos, pero sobre el país planeaba una suerte de vergonzoso agotamiento. Los pueblos de Europa estaban hartos de luchar y de matar y de morir, al menos de momento. En Alemania y en Rusia habían estallado revoluciones. Habían masacrado al zar y a su familia. El káiser estaba de vacaciones y decidió no volver. El reino de Bohemia se convirtió en la república de Checoslovaquia. En conjunto, eran buenas noticias, pero no tan buenas como la que tenía Rifka para Laibl Goldenhirsch:
«Estoy embarazada.»
El esposo de Rifka se quedó asombrado, apenas podía comprenderlo. ¿Cómo era posible? Bueno, la cama había chirriado mucho varias noches después de su regreso, pero ¿no era muy pronto para notar ya los síntomas de un embarazo? Sin embargo, bajo el vestido de Rifka el vientre empezaba a redondearse.
Laibl iba de un extremo a otro de la habitación, su caftán ondeaba como las alas de una paloma asustada. Y Rifka tuvo una idea, cuando miraba por la ventana. ¿Qué era eso en lo que creían los goyim? ¿Qué había dicho la pretendida virgen María a su esposo José?
«Es un milagro», exclamó Rifka.
«¿Un qué?», preguntó Laibl.
«Dios ha realizado un milagro para nosotros.»
Y al decir eso bajó la mirada esperando que su actitud resultara adecuadamente piadosa. Logró arrancar un temblor a sus labios y a sus manos, pues recordaba vagamente que los milagros van acompañados de cierta agitación.
«¿Un milagro?» Laibl estaba sorprendido y receloso. En su calidad de rabino se veía a sí mismo como una especie de experto en materia de milagros. Y este le resultaba sospechoso. «Oj, Gewalt», exclamó.
«Mira a tu alrededor», dijo Rifka en tono suplicante. «Todo lo que tenemos se lo debemos a Dios. ¡Todo! ¿Por qué no iba a realizar entonces un milagro para nosotros? Él sabía cuánto deseabas un hijo.»
Y que iba a ser un niño, eso creía notarlo. Se acercó a Laibl y le puso la mano en el hombro. Luego le susurró al oído, en un tono tan dulce como la miel: «Dios ha satisfecho tu deseo.»
El rabí Goldenhirsch seguía trastornado por el presunto milagro. Sentía también un desagradable ruido de tripas.
«Ha sido una concepción sin concurso de varón», declaró Rifka con tono de entendida.
«Absurdo», dijo el rabí. «En toda concepción interviene un hombre; y en esta me temo que las cosas no son distintas. ¿Quién es el padre?»
«El padre es Dios», insistió ella con terquedad. «Ha venido un ángel a verme.»
El rabí alzó las manos y reanudó los paseos por el cuarto. Cuando llegó la noche y él seguía sin adelantar un solo paso en la solución del misterio, decidió que se había ganado una tregua. Su ruido de tripas era ya un estruendo.
«Vuelvo enseguida», dijo. Descolgó del clavo la gran llave del retrete, salió disparado del piso y cerró de un portazo. Subió a toda prisa la escalera, donde entre los dos pisos le esperaba el milagro de la modernidad.
Estaba ocupado.
Tras varios minutos de espera más o menos paciente y de balanceo sobre las puntas de los pies, el intérprete de la ley ya no pudo reprimir su febril agitación y llamó a la puerta. Oyó una bronca voz que salía del interior. Algo crujía dentro. Finalmente, tras un siglo en la oscura y fría escalera, se abrió la puerta.
Salió su vecino de arriba, Mosche el cerrajero. Murmuró algo ininteligible que seguramente era un saludo. Desvió presuroso la mirada. Luego pasó furtivamente junto a Laibl en dirección a la escalera. El hombre era demasiado grande para su cuerpo. Tenía un aspecto andrajoso y movimientos desmañados, como sus pensamientos. Un hombre como un golem. El rabí le siguió con la mirada.
Entonces le vino una idea. «¡Oiga, vecino!», gritó.
«¿Sí?» El cerrajero clavó la vista en el rabí. Entre los dos hombres siempre había habido cierta animadversión mutua. El rabí tenía al cerrajero por un idiota, y este tenía al rabino por un mentecato y un engreído. Laibl miró a Mosche a los ojos y esperó descubrir algo en ellos, tal vez un amago de culpa.
«Quería preguntarle una cosa», empezó con prudencia el rabí.
Mosche seguía mirando fijamente al rabí. Comoquiera que sea, sentimientos de culpabilidad no se le veían.
«Bueno, la cosa es…» Laibl Goldenhirsch no siguió adelante. Sus palabras se perdieron como el agua en la arena.
«¿Sí?»
Laibl hizo un esfuerzo. «Se trata de una cerradura.»
«¿Qué pasa con ella?»
«No logro abrirla», dijo el rabí.
«Meto la llave y le doy la vuelta, pero…» Puso sus ideas en orden: «No ocurre nada.»
«Tiene que ser cosa de la llave», dijo Mosche con la superioridad de un diligente artesano que habla con un lego.
Laibl Goldenhirsch se quedó solo en la penumbra de la escalera.
De pronto oyó que Mosche le llamaba desde arriba: «¿Rabí? ¿Sigue usted ahí?»
«Sí», dijo.
Durante unos segundos reinó el silencio. Luego sonó de nuevo la voz de Mosche. Temblaba.
«Perdóneme», dijo el cerrajero, en voz tan baja que sus palabras casi se las había tragado la oscuridad.
«Pero ¿por qué?»
Otra pausa. Luego el rabí oyó un solo y desesperado sollozo que parecía venir de la nada.
«La echo tanto de menos», dijo Mosche. Luego subió a zancadas los últimos peldaños de madera, se refugió en su casa y cerró de un portazo.
El rabí estaba totalmente perplejo.
Miró por la ventana redonda de la escalera y vio brillar a la luz de la luna los tejados cubiertos de nieve. El espectáculo era tan hermoso que rayaba en el milagro. El rabí hubo de pensar que era solo la fe la que convertía en realidad los milagros.
Vio que una nube se ponía delante de la clara y pálida luna. El rabí reflexionó. Si la nube cubría por completo a la luna, él lo consideraría una señal de Dios. Entonces aceptaría el embarazo y lo vería como un milagro.
Tenso e inmóvil, miraba cómo la nube flotaba apaciblemente en el cielo nocturno.
Y luego cubrió a la luna. Por un breve instante, el rabí se encontró en una total oscuridad, como al principio del mundo.
Poco después la nube siguió avanzando y la luz lechosa de la luna le cayó a Laibl sobre el rostro. La tensión cesó. Así se quedó, temblando en el frío. Sus sentimientos le parecieron de pronto como un mar sin fondo. Olas de gratitud y de amor emergieron a la superficie e hicieron resbalar lágrimas saladas por sus mejillas.
Respiró hondo y abrió la puerta del retrete. Entró, cerró con llave la puerta, se desabrochó el pantalón, levantó el caftán y se sentó. Cada hijo es un regalo, pensó el rabí, y se decidió a aceptarlo. A caballo regalado no le mires el diente. Tendría un hijo.
2.EL FINAL DE TODO
Mucho tiempo después, a comienzos del siglo XXI, vivía en el Nuevo Mundo, en la ciudad de Los Ángeles, un niño llamado Max Cohn. Tres semanas escasas antes de su undécimo aniversario sus padres fueron con él a un restaurante japonés en Ventura Boulevard y le dijeron que iban a divorciarse. Por supuesto, no se lo soltaron enseguida. Pasaron la mayor parte de la tarde haciendo como si todo fuera igual que siempre. Pero Max barruntaba que algo pasaba. Simplemente, eran demasiado afables con él. Él había tenido una sospecha desde el principio. Su mejor amigo del colegio, Joey Shapiro, había pasado hacía unos meses por algo muy parecido, lo que le convirtió, en la clase, en una especie de héroe de tragedia, admirado y compadecido al mismo tiempo. Joey había probado el néctar agridulce de la tragedia y por eso estaba un paso más cerca de la edad adulta que el resto de la 4 A.
Joey le había dado entonces un sabio consejo a Max: «Irán a comer contigo y te preguntarán qué te apetece.» Se aproximó más a Max y susurró: «Yo dije: Pizza. Ese fue mi error.»
«Bueno, ¿y qué?», preguntó Max pensando para sí: ¿Cómo puede ser la pizza un error?
«Fuimos a Mickey’s Pizza Palace.»
Max conocía Mickey’s Pizza Palace. Una cadena de comida rápida para niños, en la que no solo había enormes pizzas sino también un pequeño espacio para bebés, videojuegos y mucho más. Allí quería celebrar Max su cumpleaños.
«Bueno, ¿y qué?»
«Yo pedí una pizza de tamaño mediano con salami y mucha mozzarella.»
«¡Sí, qué más!»
«Y entonces me dijeron que se divorciaban. Y yo allí sentado, con mi pizza…»
Entonces Joey hizo un ruido extraño, como una tos, y volvió la cabeza.
«Mientras viva», dijo, «no volveré a comer pizza.»
Max estaba conmocionado. Claro, hay padres que se divorcian, esas cosas pasan, pero él había creído que la pizza era una de las pocas cosas fiables de la vida. De las cosas a las que uno podía atenerse.
Max estaba convencido de que sus padres nunca harían algo así. Le querían, se querían los dos, querían seguramente también a Hugo, el conejo de casa, un gracioso animal de piel blanca y nariz rosada que solía limitarse a estar en la jaula mirando gentilmente al vacío. Y eso era todo. Pensaba él, al menos. Sin embargo pronto le pareció que había algo que se le escapaba a primera vista, pequeños indicios de una verdad oculta. Veía a mamá respirando con fuerza por la nariz y dándose unos toques con el pañuelo en los ojos, cuya sombra, que ella se aplicaba por lo general con tanto cuidado, estaba ligeramente corrida. Le llamaba la atención que papá ya no estaba tanto en casa. Se quedaba más tiempo en la oficina y durante los fines de semana también tenía «cosas que hacer». A veces dormía en el sofá del salón y dejaba puesto el televisor toda la noche, cosa que a Max jamás le habrían permitido. Las puertas que antes estaban abiertas ahora se cerraban por sistema. Algo pasaba, él lo percibía.
Y cuando un día llegó del colegio y, tras dejar tumbada despreocupadamente en el césped su bicicleta, entró corriendo en la casa, vio a sus padres que, sentados en el sofá rígidos como una vara, parecían estar esperándole. Le sonrieron de un modo artificial.
«¿Qué te parece si salimos a cenar?», dijo papá, y su voz era un poco demasiado alegre, demasiado alta.
En la cabeza de Max tocaban a rebato las campanas. «… a donde quieras», oyó aún decir a papá.
«¿Qué?», preguntó Max.
«¿Qué te apetece comer?»
Max reflexionó un momento, luego dijo: «¿Qué os parecería sushi?»
Sus padres le miraron estupefactos.
«¿Estás seguro, cariño?», preguntó mamá.
«Sí», dijo Max. Le daba completamente igual no volver a tomar nunca más pescado crudo.
Así pues, fueron a comer sushi. Max pidió atún, pez espada y huevas de erizo de mar, aunque papá opinaba que el erizo de mar no era kosher. Eran tan asquerosos que casi habría vomitado, y cuando sus padres se rozaron de pronto las manos y le dijeron que le querían mucho, muchísimo, y que para él no cambiaría nada en absoluto, enrojeció y tuvo que luchar contra las lágrimas. Empezó a temblar. Su boca estaba llena de esperma de pescado, o lo que fuera aquello, y se decía una y otra vez: Pizza, al menos me queda la pizza.
Hasta hacía poco, la vida de Max Cohn había transcurrido por plácidos caminos. Era un niño normal de diez años, desgarbado; tenía la piel pálida, el pelo hirsuto y rojizo. Llevaba unas gafas que mamá había reparado con cinta aislante cuando un día papá, por equivocación, se sentó encima. Max vivía con su familia en una casita de Atwater Village. Su papá era «abogado de licencias de música», lo que quiera que fuese aquello, y su madre tenía una pequeña tienda en Glendale Boulevard, donde vendía muebles de Asia y todo género de objetos de ornamentación. En su familia había también la usual amalgama de tías, tíos y primos. Los peores eran sin duda el tío Bernie y la tía Heidi, que se peleaban constantemente. Y luego estaba también la abuela, una mujer neurótica y agotadora que vivía al otro lado de los montes, en esos parajes intransitables del valle de San Fernando, en un lugar llamado Encino.
En el colegio, la noticia del inminente divorcio de los padres de Max se propagó con la rapidez del rayo, sobre todo en la 4A. Joey Saphiro hasta dio un abrazo a Max, y no pensaron que eso fuera gay. Hasta las chicas le miraban ahora de otra manera, y Miriam Hyung –con la que hasta ahora él no había tenido en realidad ninguna relación– se acercó a él en el recreo y dijo:
«Siento de verdad lo de tus padres.»
Memeces y nada más, pensó él. Pero era solo una chica y no tenía mucho juicio, él no quería rechazar sus pobres esfuerzos por mostrarse solidaria. Por eso aceptó generosamente sus condolencias y dijo: «Bueno, así son las cosas.»
Desde aquel día, era un hombre. El divorcio de tus padres, eso Max ya lo sabía, es tu verdadero bar mitzvá. Un rito de iniciación que convierte en hombres a los niños. Se daba cuenta de que muchos de sus compañeros de clase venían de «familias rotas», como solía decir la rabina Hannah «la lesbiana» Grossman.
Al principio fue estupendo tener una familia rota. De momento todo quedó igual, solo que mamá dormía ahora en el dormitorio principal y papá en el sofá del salón, lo que era un poco molesto porque en el salón estaba también el televisor y Max lo había considerado hasta ahora de su propiedad. Ahora papá veía constantemente emisiones deportivas. Pero también había ventajas. En cualquier caso, Max podía envolverse en la capa del mártir. Tenían atenciones con él y le regalaban tebeos en cantidades superiores a todo lo que él conocía. Su padre le compró el nuevo Spider-Man y de un golpe varios volúmenes de Batman. Antes, Max siempre había tenido que decidirse: tebeos de Marvel o de DC. Papá decía que en la vida había que tomar decisiones. Una perfecta estupidez, como se veía ahora. Uno podía tenerlo todo. Así que eso significaba llegar a la edad adulta. La separación de sus padres era sin duda lo mejor que había podido pasarle a su colección de tebeos.
Sin embargo, en lo más hondo, estaba preocupado. Llevaba consigo un secreto. Y es que sabía por qué se divorciaban sus padres: ¡él tenía la culpa! Mamá había dicho, eso sí, que el motivo del divorcio era «esa golfa de profesora de yoga», pero Max sabía la verdad.
Había ocurrido unas semanas antes de la fatídica cena del sushi. Max tenía que limpiar una vez más la jaula del conejo. Mamá le había recordado repetidas veces que al fin y al cabo era él quien había querido tener aquel condenado conejo. Max había pedido a papá que se encargara él en su lugar, solo esa vez, por favor, por favor, por favor, porque le gustaría tanto ir al cine con Joey Shapiro. Pero papá había dicho que no. Se enredaron en una discusión, a Max se le agotó la paciencia, se puso furioso con papá, y papá entonces se mantuvo aún más firme en su posición.
Así que Max, en lugar de engullir palomitas y bombón helado en el cine climatizado, tuvo que limpiar la porquería del conejo. ¡Qué injusticia tan grande! Cuando por fin –rezongando y protestando– sacó la bolsa de la basura, su padre estaba en la puerta y le miró con desaprobación. «¡Con ese tono, no, jovencito!», dijo. «Aquí no se hacen así las cosas. Si vuelves a armar otra escena semejante, nos deshacemos de Hugo.»
Max echó reglamentariamente la porquería del conejo en el contenedor, sintiendo cómo le crecía la rabia en su interior. Deshacerse de Hugo, ¡qué repugnante amenaza!
De pronto, Max vio en el suelo, junto al contenedor de la basura, un penique. Su abuela había dicho una vez que cuando uno encontraba un penique podía pedir un deseo. Solo había que cogerlo, cerrando los ojos, y el deseo se cumpliría. Pero no se podía revelar el deseo a nadie, añadió.
Así que cogió la moneda, cerró los ojos con todas sus fuerzas y deseó que papá desapareciera. Así, sin más. Cuando abrió la mano, el penique estaba, con toda inocencia aparentemente, en la palma de la mano. Max oyó el lejano retumbar de un trueno en los montes de San Gabriel. Enseguida empezaría a llover. De pronto se sintió culpable. Miró alrededor y se obligó a pensar enseguida en otra cosa, pero ya era tarde. Alguien –¿Dios quizá?– tenía que haber oído sus pensamientos.
Durante unas semanas no sucedió nada, y Max pensó que a lo mejor se libraba del castigo. Hasta la tarde del sushi, en el restaurante. Allí supo Max que había hecho caer una maldición sobre su familia. Menos el conejo; ese, al parecer, seguía estando bien.
Al principio, Max trataba de no cavilar mucho sobre su culpa en la tragedia. En su lugar saboreaba los frutos de la separación. Mamá también empezó a colmarle de regalos, probablemente porque quería superar a papá.
«Puedes pedir lo que quieras para tu cumpleaños», dijo mamá.
Un claro intento de comprar sus sentimientos. Pero cada persona tiene su precio, y el de Max no era demasiado alto.
«¿Lo que sea?»
Cada nuevo regalo, cada nuevo juguete que le daban sus padres era una prueba de cariño. Pero las pruebas pronto perdieron su fuerza probatoria. En su vida ya no había nada firme. Todo empezaba a cambiar, y a Max no le gustaban demasiado los cambios. No, no era tan cool vivir en una familia rota. Al contrario, veía con claridad que eso tenía consecuencias. Que estaba aprendiendo algo importante, una lección que sus modelos –Spider-Man y Joey Shapiro– también tuvieron que aprender, y además de manera bien dura.
Para Harry y Deborah Cohn fue muy difícil hablar a su hijo del divorcio. Harry en particular tenía miedo de ese fatídico momento. En la vida privada, él evitaba confrontaciones de todo género. Deborah tenía menos problemas en ese terreno. Aunque oficialmente profesaba el budismo, cuando había conflictos parecía hallarse en su elemento. Harry siempre la había llamado «budista furiosa». A ella eso no le parecía gracioso. En los últimos tiempos no le parecía gracioso nada de lo concerniente a su futuro exmarido. Su mera presencia la enfurecía. ¡Cómo arrastraba los pies por la casa! Peculiaridades que antes consideraba llenas de encanto la sumían en la desesperación. No veía el momento en que se marchara de casa.
Pero también estaba Max, claro. Hasta habían considerado seguir viviendo juntos por él. En rigor, era Harry quien había considerado esa posibilidad, Deborah no.
«Quiero que te marches», había dicho con voz firme. No quería castigarle, o por lo menos no solo. Su aventura la había herido en lo más hondo. Quería deshacerse de él, simplemente. Ni siquiera quería mirarlo. Era como un esparadrapo que tenía que arrancar. Cuanto antes, mejor.
«¿Pero qué pasa con Max?», decía Harry con voz llorosa.
«Max», replicaba Deborah, «estará mucho mejor sin ti.»
Y entonces todo volvía a empezar. Procuraban tener un trato civilizado, pero casi todas las conversaciones degeneraban en una discusión estridente.
«¿Y cómo se lo decimos?», preguntó Harry en algún momento.
«Deberíais informarle con mucho tiento», les aconsejó Mrs. Shapiro, que ya tenía experiencia en ese terreno. «Y otra cosa: id con él a un restaurante.»
Deborah inclinaba la cabeza en señal de aprobación y hasta anotó algo en su móvil.
Y así fue como, un día soleado por la mañana, Deborah Cohn enfiló la autopista en dirección a Woodland Hills. El bufete Gutierrez & Partners estaba en un acristalado inmueble de oficinas de tres pisos, un monumento al mal gusto. Por dentro no era mucho mejor. En la recepción colgaba un cuadro que mostraba unos perros jugando al póquer. ¿Quién se compra algo así?, pensó Deborah. Luego la llamaron al despacho de Mr. Gutierrez, el socio de más edad y especialista en divorcios.
Mr. Gutierrez era un hombre de una alegría poco natural para su oficio, un verdugo del amor, gordezuelo, siempre de buen humor y con un apretón de manos flojo.
«¿En qué puedo servirle?»
Ella le explicó la situación y él escuchó en silencio y asintiendo con la cabeza. Tras algunas vacilaciones Harry y Deborah se habían decidido por un procedimiento de divorcio de mutuo acuerdo, un concepto que Deborah había encontrado en internet y que significaba, hablando claro, que se avendrían por vía extrajudicial en lo concerniente al derecho de guarda y a la repartición de bienes. Mr. Gutierrez parecía un poco disgustado, porque se había alegrado pensando en el montón de horas que iba a poner en la cuenta.
Un divorcio de mutuo acuerdo era en el fondo muy sencillo, explicó. Deborah presentaría al tribunal los papeles, que luego pasarían a Harry. Si las partes estaban de acuerdo en las condiciones básicas, la demanda de divorcio se presentaba al Tribunal Supremo del condado de Los Ángeles, donde un juez se encargaba de la causa. Si todo era aceptable, las partes firmaban los papeles, y eso era todo.
Podían estar divorciados en pocas semanas y poner punto final a su vida en común.
La boda fue mucho más laboriosa, pensó Deborah.
Una cosa estaba clara para Harry y Deborah: no querían que Max lo pasara mal prolongando durante años las batallas judiciales. Tampoco querían que tuviera que elegir entre ellos dos. Habían acordado incluso cómo iban a organizarlo cuando Harry se marchara de casa, lo que de todos modos, en opinión de Deborah, estaba tardando demasiado. Deborah se ocuparía de su hijo durante la semana y Harry siempre de viernes a domingo. Él iría a buscarlo al colegio y el lunes volvería a llevarlo allí, para limitar el contacto con Deborah a un mínimo.
Eran tiempos difíciles para todos los implicados. Harry empezó a beber otra vez y Deborah a fumar. El trabajo también empezó a resentirse por culpa de sus problemas. Deborah dejaba escapar encuentros con mayoristas y clientes, aunque se lanzaba como una posesa a la comunicación digital, y Harry llegaba constantemente tarde y a menudo con resaca a la oficina. Sus compañeros se mostraron indulgentes durante un tiempo, Harry comprobó que le tenían lástima y que el elemento femenino de la oficina velaba cariñosamente por él. Pero no se concentraba en el trabajo y su rendimiento disminuyó de manera notable.
Ambos tenían la sensación de que la vida se les escapaba, como arena que les resbalase entre los dedos.
Emanuel Bergmann (Saarbrücken, 1972) estudió Cine y Periodismo en Los Ángeles. Ha trabajado para varios estudios cinematográficos, productoras y editoriales independientes en Alemania y Estados Unidos. Actualmente ejerce de profesor de alemán, traductor y articulista. El truco es su primera novela.