El escritor argentino presenta una nueva colección de relatos para reivindicar la complejidad del cuento contemporáneo. Pron opina que debería abrirse el debate sobre el abuso sexual en la literatura, pero a la vez está en contra de castigar una obra por la moralidad de su autor. «Es deseable hacer abstracción de la vida privada de los autores durante la lectura. No deberíamos exigir ejemplaridad a un artista».
Ciudad de México, 3 de febrero (SinEmbargo/eldiario.es).-Patricio Pron (Rosario, 1975) habla despacio, bajito y, según él, cambia de opinión en cuanto cambia de sitio. De la silla al sofá. Sentado o de pie. Lo avisa porque el arte de ofrecer entrevistas es peliagudo, y él lo sabe bien. Por eso escribe de ello en su nueva antología de relatos Lo que está y no se usa nos fulminará (Editorial Random House), que toma el título de un estribillo de Luis Alberto Spinetta.
Además del oficio de escritor, de las agotadoras promociones y de la imagen difusa que recibe el lector a través de un texto, Pron trata temas universales como la nostalgia, la pérdida del amor y las segundas oportunidades. En la entrevista no vacila al abordar un asunto que entronca precisamente con todo lo que él escribe: ¿debemos separar al autor de su obra? En el caso del argentino, desde luego, es imposible.
–Incluye cuentos en forma de formularios de inmigración, listas con números desordenados, personajes de distintos países y edades y diferentes estilos de escritura. Sin embargo, hay un hilo invisible que los conecta. ¿Qué es y cómo lo encontró?
–No escribo libros de cuentos con una intención programática. Sin embargo, es evidente que hay temas que conectan los relatos que acaban en un libro, y en esta ocasión son las segundas oportunidades, una relación conflictiva o nula con la paternidad, o personajes que se ven asaltados por dobles o figuras que no constituyen más que un reflejo de lo que ellos son. Todos ellos habitan una especie de territorio que, como dicen mis editores, no sabías que existía y del cual no deseas regresar. Esa república invisible, usando el término de Greil Marcus, es posiblemente el mayor hilo conductor de los relatos y de la vida de los personajes.
–Algunos consideran el cuento como un género menor frente a otros como la novela. Siendo conocedor de ambos, ¿qué respondería a los prejuiciosos?
–Mis novelas presentan la dificultad de que son extensas y de que a menudo abordan asuntos que requieren una documentación extensiva por mi parte. Al tiempo que los relatos suponen el compromiso de concebir once comienzos, once nudos y once desenlaces: si lo vemos en términos de esfuerzo, uno podría decir que el relato le gana once a uno a la novela. Ahora en serio: no creo que los cuentos sean menos dificultosos que las novelas porque requieren un esfuerzo de síntesis que no se presenta necesariamente en las primeras. En cuanto a la concepción de que son un género menor, de hecho, en este libro hay un esfuerzo muy deliberado por mi parte por poner de manifiesto que el cuento puede ser también un ámbito muy exigente. Y que el cuento contemporáneo español no es todo lo que se nos ha dicho que es.
–Dedica muchos de ellos a la profesión del autor y a la relación, a veces complicada, que se establece con los lectores. En concreto el primer relato, Salon des refusés, recuerda al caso de Elena Ferrante. ¿Se ha convertido en obligación para una figura pública dar a conocer los detalles de su vida?
–Debido a la presencia de los escritores en las redes sociales, Y no sólo por ello, en la actualidad resulta casi imposible aproximarse a un libro sin saber algo de la vida de su autor. En el hipotético caso de que llegásemos a ese libro como un lector ingenuo, por otra parte, el libro tendrá una solapa llena de datos, una contraportada, eventualmente una fotografía del autor, que condicionarán completamente nuestra lectura. Además, y de eso va el cuento que mencionas, lo que denominamos «el autor» es, a menudo, una serie de prejuicios que tenemos sobre la obra de ese autor y que se adhieren a su figura como una sombra. Algunos tenemos enormes dificultades al desprender nuestra obra de lo que somos, pero incluso así procuramos que sean las obras las que nos representen, las que sean lo único que interese de nosotros. Me sentí identificado con el caso de Elena Ferrante porque, si bien yo soy una persona medianamente pública y cometí el error de no escoger un seudónimo al comienzo de mi carrera (lo que me habría resuelto muchos problemas), comparto su deseo de privacidad.
–Ese deseo aparece en el relato Este es el futuro que tanto temías en el pasado. En él, Patricio Pron contrata a un actor para hacer de Patricio Pron en las promociones. Pero, igual que Ferrante optó por el seudónimo, ¿no podría haber usted optado, como Thomas Pynchon, por no hacer la gira editorial?
–Sería una coquetería. Lo que un gesto así provocaría es que, idealmente al menos, me quedase congelado en una especie de juventud en la que todavía era fotografiado o daba entrevistas. Además, sería improcedente hacerlo por todas aquellas personas que tan generosamente vienen a conversar conmigo en circunstancias como esta, del mismo modo que yo me quedaría sin la posibilidad de tener conversaciones enriquecedoras con los periodistas, que por lo general son los primeros lectores de mis libros. Las entrevistas ofrecen al autor la oportunidad de que éste pueda pensar en voz alta sobre su trabajo, cosa que yo evito hacer excepto en circunstancias como esta porque se requiere cierto grado de desconocimiento acerca de lo que uno hace para poder hacerlo. Ese desconocimiento se va reduciendo en la medida en que explicas tu trabajo en las entrevistas, pero ese proceso es parte de la existencia social del libro y de la imagen que tenemos de él.
Lo otro es una coquetería, cosas con las que uno fantasea a menudo: “¡No voy a dar más entrevistas, me tienen harto!” Pero en realidad no me planteo hacerlo. Lo que sí creo es que hay que mantener la privacidad de cosas que carecen de total relevancia: qué he comido hoy, dónde veraneo o si he llevado ayer al veterinario a mis gatos. Todas esas cosas (que a veces constituyen la parte más importante de la existencia pública de algunos escritores) no interesan a los fines de leer mis libros y, por lo tanto, creo que no deberían interesar a nadie, excepto tal vez a mí mismo.
–En otro de sus cuentos, La bondad de los extraños, habla de la cara B del «gran poeta chileno», de un ser despiadado, salvaje y borracho. Esto entronca con un debate muy actual: ¿debemos separar al autor de su obra?
–La discusión es magnífica. Debemos agradecer a aquellas mujeres que reconocieron haber sido víctimas de agresión sexual la posibilidad de discutir las estructuras sociales que legitiman los abusos, los que ellas sufrieron y las que otras personas, hombres y mujeres, padecen a diario. Contribuir a esa discusión con los medios a mi alcance es algo que me gusta y me parece importante.
A su vez, sin embargo, es evidente que un posible riesgo de esa discusión es el surgimiento de un cierto moralismo que no se extiende solo a la forma en que se juzga la vida de los creadores, sino también a su producción. Desde luego es deseable (y es la forma en la que yo leo) hacer abstracción de la vida privada de los autores, aunque no siempre es posible. Y sin embargo, si despreciásemos a Céline o si acusásemos a Nabokov de pederasta (ignorando además que el narrador es una figura dentro del relato y que a menudo no refleja las opiniones reales del autor) amparándonos en el hecho de que fueron antisemitas o promovieron la pedofilia, nos perderíamos magníficos textos. Nuestra vida de lectores, la literatura del siglo XX, sería menos rica con ese rechazo. De allí que valga la pena recordar algo: no leemos autores, sino textos.
–Pero, ¿no está una obra de arte impregnada de la subjetividad y la ideología de su autor?
–A veces sí y en ocasiones no. Por otra parte, el reclamo de ejemplaridad en el ámbito de la vida privada de los autores constituye una novedad respecto a discursos excluyentes del pasado, que se centraban en la moralidad de la obra. Y sin embargo, como digo, aunque como novedad sea interesante, deberíamos tratar de establecer acuerdos en torno a qué leemos, cómo lo hacemos, qué grado de intimidad deseamos tener con un creador, qué instituciones facilitan unas prácticas repudiables, y que todo eso preserve a su vez nuestra capacidad de apreciar su obra. Por mi parte no tengo ningún interés en compartir una discusión sobre mujeres con Woody Allen, aunque pocos creadores del siglo XX han sabido narrarlas como él en su cine. Esa aparente contradicción puede no serlo tanto cuando hablamos de un sujeto tan complejo como ése, pero posiblemente sea extensiva a todos nosotros. Si uno se dedica a hurgar en los textos, literarios o del cine, a menudo encuentra elementos contrarios a la ideología del autor. En la obra de Woody Allen, por ejemplo, abundan las mujeres fuertes, mujeres empoderadas de una forma sofisticada y retorcida que posiblemente él ni comprenda ni comparta pero que están allí y son parte fundamental de lo que su obra “es”. También es eso, al margen de lo que él piense y/o haga.
Volviendo al tema de la literatura, no deberíamos exigir ejemplaridad a los escritores. Por una parte porque, si la exigimos, es muy posible que nos quedemos sin literatura; y por la otra, porque, en ese caso, también deberemos someternos nosotros mismos a unos estándares morales que quizás no podamos alcanzar.
–¿A qué se refiere?
–A que es posible que todas las prácticas de seducción y de ligue de aquellos que tenemos más de cuarenta años caigan en un momento u otro del lado de lo políticamente incorrecto. Si bien yo no recuerdo haber provocado la incomodidad de nadie ni haberla padecido (es decir, no recuerdo ninguna situación en la que yo me haya sentido violentado o haya violentado a nadie), sí he sido testigo de situaciones bastante desagradables propiciadas por colegas de la literatura y el negocio editorial. Pese a lo cual, creo que la denuncia de esas prácticas (que posiblemente sea necesaria, en particular en los casos más extremos) importa un poco menos que el cuestionamiento de las relaciones de poder que (en este caso, entre escritores o en la relación editor-autor, o autor-prensa) hacen posibles los abusos y los legitiman. Al margen de lo cual, me pregunto cuántas de las personas que señalan las conductas indecentes e inapropiadas de, por ejemplo, Kevin Spacey pueden decir públicamente, y sin que los contradigan, que ellos mismos no incurrieron en ese tipo de prácticas o en actos semejantes. Deberían hacerse públicas algunas reputaciones en el ámbito de la literatura, pero también ir al meollo de la cuestión, que es la preeminencia en ese ámbito de unas relaciones de poder específicas.
–Eso es muy interesante, porque muchos sectores están reivindicando que solo se hace eco de la situación del cine. ¿Qué tipo de reputaciones?
–No son pocos los escritores priápicos que van cual perrillos en todas las fiestas y ferias. Como decía antes, he sido testigo de situaciones muy incómodas propiciadas por colegas míos. Y, aunque desde luego han supuesto para mí una necesidad de tomar distancia (y en algunos casos hacen que me resulte muy difícil leerlos, por más ejercicio de abstracción que intente hacer), de momento no han suscitado un debate en el ámbito que nos movemos. Muchas de estas prácticas se asocian en este ambiente a rasgos de carácter, incluso a cierta gracia que supuestamente tiene el autor que acosa o que maltrata a su contraparte, que generalmente es femenina: muchas veces la juventud sirve como excusa. Pero no creo que esos comportamientos se deban excusar; cuando se lo hace, todos nos convertimos en cómplices.
–Pero esto, respecto a lo que decía de la ejemplaridad, ¿cree de verdad que no afectaría al trabajo del autor en los tiempos que corren?
–Me parece imprescindible no hacer daño. Si tú adhieres esta convicción, que no es una convicción muy específica, ni requiere mucho esfuerzo por tu parte, estás ya del lado del que tienes que estar. Todos sabemos más o menos cómo actuar, ni siquiera creo que deba existir un estándar de prácticas, ni en el ámbito editorial ni en ningún otro.
Se discute mucho en la literatura la escasa presencia de las mujeres en el negocio editorial y en los catálogos editoriales. Es un problema que nos debe preocupar, y que todos deberíamos contribuir a solucionar de alguna manera. Pero quizás lo está haciendo en exceso comparado con otros, como la imposibilidad de las mujeres de clase baja de marcharse de su hogar y llevarse a sus hijos o el hecho de que miles de ellas son asesinadas año tras año en los países hispanohablantes, también en España, donde en ese sentido también hay mucho por hacer.
–Pero no son luchas excluyentes, ¿no cree?
–Son independientes, claro. Pero en la escena cultural en la que nos movemos es más frecuente escuchar hablar de la disparidad en los catálogos editoriales que de las otras cuestiones. En ese sentido, en mi opinión, el feminismo no puede separarse de una visión de clases, sino a condición de que se convierta, precisamente, en un esfuerzo por librar una batalla que tan solo concierne a unos pocos.
–Sin embargo, acaba de apostar por abrir el melón en el ámbito de la literatura. ¿Cómo aportaría usted a ese debate pendiente?
–Al margen de mis balbuceos y contradicciones al tratar de responder a esta pregunta tan dificultosa, está claro que tenemos un debate pendiente en el ámbito de la literatura respecto a los abusos y las desigualdades. No para establecer un estándar de prácticas, sino más bien para pensar en qué instituciones están constriñendo nuestro margen de acción. Yo, por ejemplo, no sé cuáles son las elecciones de género de las autoras que leo. Solo sé que, haciendo números para mí mismo, leo a más mujeres que a hombres. Esto, en mi opinión, debería ocupar una posición menos relevante en la discusión. Lo que deberíamos cuestionar no son las cuotas, que incluso podrían devaluar la producción literaria de mujeres de las que algún lector podría considerar que sólo forman parte de un catálogo editorial para cumplir con la cuota, sino un dispositivo llamado heteropatriarcado en el que confluyen una serie de ideas y de circunstancias que constriñen a la sociedad, tanto a mujeres como a aquellos hombres que no lo deseamos ni para nosotros ni para los demás. Y, eso, aunque no se hable, también ocurre en el mundo editorial, que es una reproducción a escala reducida pero bastante veraz del mundo en que vivimos.
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