Ha sido traducido a 15 lenguas y jamás agotó una edición. Ese es el récord para este escritor regiomontano que vuelve a la carga con Olegaroy (Alfaguara). Hay hombres de apariencia pequeña que se vuelven grandes ante la arbitrariedad de la historia. Olegaroy es uno de ellos.
Por Roberto Feregrino
¿Quién es David Toscana? La biografía del novelista está llena de lugares comunes que apelan a decir que dejó la ingeniería y tomó las letras, escribe semanalmente en “Laberinto”, del diario Milenio, ha sido ganador de premios como el José Fuentes Mares y un largo etcétera. Sin embargo, este autor, oriundo de Monterrey, nacido en 1961 y ahora ciudadano del mundo —que una temporada vive en Polonia, otra en Brasil, otra en el puerto de Cádiz—, tiene muy claro qué hacer literatura es pensar en el buen manejo del lenguaje para provocar que la imaginación del lector se engarce con las historias que relata. Sus gustos literarios son (primordialmente) rusos y españoles del Siglo de Oro. Sus inicios como novelista se remontan a 1992 con una novela de cuyo nombre prefiere no acordarse, intitulada Las bicicletas; después publicó Estación Tula (1995) y a partir de entonces comenzó a desarrollar un estilo que la crítica ha llamado “realismo desquiciado”, que no es otra cosa que la necesidad de contar algo que lleve al ser humano-lector a encontrarse a sí mismo para preguntarse por qué en sus novelas sucede lo que sucede.
Lontananza (1997), Santa María del Circo (1998), Duelo por Miguel Pruneda (2002), El último lector (2005), El ejército iluminado (2006), Los puentes de Königsberg (2009), La ciudad que el diablo se llevó (2012), Evangelia (2016) y ahora Olegaroy, su reciente novela (que da pie a que esta plática con él sea posible), son las alternativas que tenemos para acercarnos a la narrativa de Toscana: tercera llamada, tercera, comenzamos.
—David, los que leemos tus “toscanadas” en el suplemento “Laberinto” advertimos una preocupación tuya por los títulos. En una nota comentabas que los editores te sugerían titular tu nueva novela como Enciclopedia de la desgracia humana y finalmente decidiste que se llamaría Olegaroy, es decir, un nombre propio como Pedro Páramo, Lolita, Anna Karenina, aunque ya lo intentaste en Duelo por Miguel Pruneda ¿qué tanto el título de una novela determina su destino o el del autor? O en otras palabras, ¿qué diferencia hay en tomar la novela y leer a Olegaroy y no la Enciclopedia donde participa Olegaroy?
—Los títulos son parte de la obra, incluso parte del género. Si un libro se titula Asesinato en el parque Sinaloa sabremos que es un policial; si se titula Contigo en la distancia, sabremos que es una novela rosa. Porque parece mentira la verdad nunca se sabe o La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada son títulos ingeniosos, pero da pereza pronunciarlos dos veces. Los editores dicen que los títulos venden, pero tal cosa no está demostrada. Yo no soy el autor de la Enciclopedia de la desgracia humana; el autor es Olegaroy, y estaría mal que yo anduviera confiscando títulos.
—Considero que Olegaroy es un artificio mucho más ambicioso en cuestión filosófica, si bien es cierto que planteas la idea de sociedad en decadencia en Santa María del Circo o la crítica a la lectura en un pueblo inhóspito de Monterrey llamado Icamole en El último lector, ahora entramas una serie de reflexiones en torno al discurso filosófico-científico de Kant, Spinoza, Kierkegaard, Tales de Mileto, Leibniz, Newton, entre otros, por medio de un discurso que podría rayar en lo absurdo con preguntas como: “¿El tempo se detiene cuando viajas a la velocidad de la luz?”, “¿mí se parece a yo?, ¿mí me parezco a yo?”, ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?” ¿Pretendes aplicar la filosofía en el mundo cotidiano para demostrar algo?
—La novela siempre ha sido un acercamiento a la filosofía. Los escritores debemos ser filósofos. La propuesta en Olegaroy está en integrar en el narrador a una especie de crítico literario, filósofo, historiador e imaginador que le dé vueltas de tuerca a las ocurrencias e ideas de los personajes, así se le encuentra un fondo aun a lo que parece superficial.
—En tus novelas es evidente la influencia de Don Quijote, esta ocasión nos presentas a un hombre que se llama Olegaroy y cuenta con la edad de 53 años, cuya biografía no comienza “con su nacimiento, pues los grandes hombres salen animales del vientre materno y se dan a la luz sólo en el instante en que adviene una epifanía”, y no podemos evitar pensar en la descripción de Don Quijote que “Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años”, edad con la que inicia el relato y el caballero andante sale de la realidad para vivir la epifanía que le ofrecen los libros de caballería que lee y le quitan el sueño en una suerte de ficción, ¿pasa algo similar con Olegaroy cuando el 8 de abril de 1949 descubre en el periódico El Porvenir el asesinato de Antonia Crespo y con ello descubre que “está para grandes cosas”?
—Igual que don Quijote, Olegaroy se transforma con una lectura. El periódico le hace pensar que casi todo lo que sabemos nos llega en forma de palabras, y las palabras, ya se sabe, sirven para hacer enunciados verdaderos y falsos. Esto pone a pensar al sabio regiomontano, y sus ideas redefinen lo que entendemos por realidad y ficción.
—A David Toscana, muy quijotescamente, le gusta entreverar la realidad con la ficción, y muestra de ello son los autores, novelas, personajes que inventa; el nombre de Olegaroy es de lo más raro que existe, si buscamos en la red nos dice que “probablemente quisimos decir Olegario”. Curiosamente en Santa María del Circo aparece un libro que se llama El perfecto mago y el autor es un tal Francisco Olegaroy, ¿existe en el nombre una coincidencia o buscaste que eso ocurriera deliberadamente?
—Hace muchos años un compañero de la universidad confundió mi nombre y me preguntó: ¿Tú eres Olegaroy? Yo le respondí que sí, y durante un tiempo ése fue mi apodo. Lo usé en SMC sin tener idea de que un día ocuparía el tal nombre para un personaje principal.
—En Evangelia partes de la suposición de que María y José hubiesen tenido una hija y no un hijo, lo que te da, según has comentado en diversas entrevistas, la posibilidad de hablar de la Biblia porque te parece un libro que debería leerse. En Olegaroy hablas de la ciencia y la religión, dos temas que parecerían antagónicos, sin embargo, cuestionas ambos y pareciera que en esa pugna de explicar a Dios por parte de los religiosos y la de negarlo por parte de los no religiosos hubiera ciertas carencias, ¿crees que ciencia y religión tengan puntos en común? O, en otras palaras, ¿crees que alguna vez lleguemos a conocer a Dios o a dejar de tener descubrimientos científicos, existe un final en el pozo de la ciencia y la religión?
—Ciencia y religión se pelean más de lo que deberían. Yo me vuelvo más creyente cuando leo sobre las minucias de las células o las grandezas del universo. Si fuera religioso, preferiría un dios científico y no un mago. Los físicos teóricos hacen mayores revelaciones sobre la divinidad que los profetas. En cambio la fe es la manifestación más primitiva de la conciencia. Las religiones son de naturaleza conservadora, suponen que todo se dijo hace miles o cientos de años y acaso queda reinterpretar los textos para los nuevos tiempos; en cambio la ciencia siempre avanza y sabe que le queda muchísimo terreno virgen por explorar.
—David Toscana no piensa en cine, lo sabemos porque lo ha manifestado en más de una ocasión, de hecho hasta has bromeado con que escribes a prueba de directores de cine. Lo que has dicho es que relacionas la escritura con la música, ¿qué música baila Olegaroy, que escuchabas mientras escribías la novela?
—Una novela ha de tener muchos ritmos pero nunca arritmia o monotonía; siempre es más larga que una sinfonía y las propias sinfonías tienen cuatro movimientos y aún variantes dentro de cada movimiento. Es fácil leer la buena prosa en voz alta; en cambio la mala prosa nos hace trastabillar, pues está llena de baches.
—Olegaroy está compuesto por siete libros, a la usanza bíblica: Insomnio, El fugitivo, El futbol, El cadáver, La enciclopedia, Los conejos y Epílogo. Es de llamar la atención que en el libro tercero discurres en una serie de pensamientos en torno al futbol a partir del accidente aéreo del Torino donde 31 personas perdieron la vida. ¿Por qué plantear una suerte de pensamiento primigenio del futbol en la novela? ¿Acaso tiene que ver con una especie de ironía religiosa que en la estructura se incluya el futbol como algo que debe ser recordado?
—Al igual que don Quijote, los jugadores del Torino pudieron decir “con la iglesia hemos topado”. Pero lo cierto es que la primera idea que tuve de esta novela, de la idea de la desgracia humana, vino hace años cuando visité la ciudad de Turín. Tengo cierta fascinación por los accidentes aéreos, y ya en otra novela me había ocupado de aquél en que mueren Madrazo y el Pelón Osuna. Lo del Torino me dio pie para tratar un tema demasiado importante en el mundo contemporáneo: el futbol.
—“¿Quién mató a Babette?”, pregunta uno al terminar de leer El último lector y nunca nadie nos resuelve ese misterio, lo miso acontece con la muerte de Antonia Crespo en Olegaroy y pareciera que a Toscana no le interesara llevarnos a saber quién es el asesino, ¿por qué te vales de la muerte que aparentemente es el primer plano y termina siendo algo incidental?
—La muerte sigue en el primer plano, lo que se vuelve irrelevante es la trama policiaca. Si quisiera justificarme como escritor realista, diría que los crímenes suelen quedarse en el limbo, pero no lo hago por eso sino porque me interesan los mundos sin certezas. Al igual que en la filosofía, muchas son las dudas y pocas las repuestas.
—Tus novelas generalmente cuentan con un grupo de personajes —o dualidad como Don Quijote y Sancho— que sostienen el discurso de la narración, pienso en El ejército iluminado, este grupo de pequeños niños que salen dispuestos a tomar el Álamo bajo las órdenes del profesor Matus; en tu nueva novela haces algo muy similar con una prostituta con la que, por cierto, Olegaroy se casa dos veces y se llama Salomé; un padre de nombre Fabián, un matemático que es poeta y una madre que lleva a lo enfermo la relación con su hijo de funeral en funeral recolectando canapés, ¿en qué momento sabes que tienes el grupo de personajes preciso para decir lo que quieres decir en cada novela, en este caso Olegaroy?
—Eso nunca lo sé, es mera intuición, o se debe a los límites de la imaginación. Si se me hubiese ocurrido meter a otro personaje, digamos, un embalsamador de la funeraria, la novela hubiese sido otra, no sé si mejor o peor. Este asunto lo consideré sobre todo en Santa María del Circo, cuando elegí los cirqueros que llegarían al pueblo. ¿Cómo habría sido la novela si tomo al payaso en vez del hombre bala? ¿O el domador de leones en vez del mago? Una novela siempre podría ser infinidad de otras novelas, pero al final es lo que es.
—David, sabemos que desde hace unos años no vives en México y tus novelas se han traducido al alemán, eslovaco, griego, serbio, sueco, polaco y al portugués, entre otros, ¿cómo percibes que el público ha recibido tu obra y qué ocurre con el fenómeno de traducción que siempre te ha preocupado?
—Aquí, allá y acullá me ha recibido bien una cantidad pequeña de lectores y críticos. Por eso soy escritor para editoriales pequeñas e independientes. Ésas con editores que sí leen los libros y no me exigen que sea un bestseller. Alguna vez bromeé con mi supuesto récord de Guiness: el único escritor traducido a quince lenguas sin jamás haber agotado una primera edición.