En tiempos de la FIL Guadalajara es irrenunciable no hablar de libros, ni de los autores, por supuesto, que los escriben.
Los hay sobre todos los ámbitos y para todos los gustos, pudiéndolos leer, como lo quería Vasconcelos, de pie o sentados, incluso acostados y de cabeza.
De entre toda esa muchedumbre, destaco, por ahora, uno: Narcocuentos (Ediciones B, 2014), un volumen que reúne nueve historias en torno a nuestra cultura narca trazadas por la pluma de los escritores Bernardo Fernández BeF, Antonio Ortuño, Daniel Espartaco, Alejandro Almazán, Ricardo Ravelo, Eduardo Antonio Parra, Julián Herbert, Juan José Rodríguez y el que esto escribe.
Dos aspectos destacan de esta colección: la variedad temática y, sobre todo, la pluralidad de perspectivas.
Lo anterior nos desvela (lamentablemente) dos dolorosas verdades: que la realidad del narcotráfico ha penetrado todas las nervaduras del tejido social mexicano y que, derivado de esto, la posibilidad de reconstruirlo se divisa improbable.
La reflexión que se impone luego de la lectura de Narcocuentos es que, más que fortalecer nuestro estado de Derecho, tenemos que erigir un sólido estado ético que vuelva a reactivar (si es que alguna vez la tuvimos activada) nuestra conciencia social, porque sin ésta no habrá leyes, por más fuertes que sean, que valgan.
La educación, no hay que dejar de insistirlo, es un factor clave para esta reconstrucción de nuestra civilidad.
A quienes han declarado prácticamente la muerte y la puerilidad de la literatura del narcotráfico habría que decirles, entonces, que hoy más que nunca se hace necesaria porque, como sucede en los historias de Nacocuentos, es gracias a ella que podemos ver nuestra realidad (política, social y cultural) con mayor claridad y menor indiferencia.
@rogelioguedea