Tercera Jornada. Santa María la Ribera 2020

02/06/2020 - 12:00 am

…hoy no me llevas, muerte, calavera,
no me voy, no quiero ir.
Eduardo Langagne.

Has regresado al barrio donde creciste, después de sesenta años vuelves a la casa de la niñez, la única que sigue como era, intacta frente a la alameda. Más de tres meses duró el acondicionamiento y llevas dos habitándola y escribiendo. Y, ahora, debes guarecerte por la pandemia en esta sala de paredes salitrosas, en el comedor de techo artesonado, en las tres recámaras con rosetones, en el pasillo que lleva al patio donde crecen las aralias.

Tienes todo lo necesario: comida suficiente, férrea convicción agnóstica y la certeza de que no vas a morir ni hoy, ni mañana, ni pasado, después será. Pero no esta vez, piensas cuando te rasuras frente al espejo. Yo no me muero, dices al mirar la vejez en las arrugas, en el escaso pelo blanco, en las cejas sin recortar, en los párpados cansados, en las ojeras. ¿Y si la muerte no fuera la que acecha, sino nosotros quienes la convocamos con el mismo miedo del nacimiento? Recortas los pelos de la nariz y de las orejas. Los difuntos poseen una jerarquía superior a la de los vivos y quizá representan más una aspiración que un rechazo.

Al carajo con tanta tontería en la cabeza, aseguras al empezar a vestirte con lentitud de rico. Lo único que importa es mantener la vida, así sea esta que tienes. Eres hipertenso, diabético, neuropático, malhumorado, flaco como un tallo. Tu existencia se dobla como rama en el ciclón. Pero, aún así, hoy no me llevas, muerte, repites en voz alta mientras caminas por la casa como si pasearas. Hoy no, pinche calavera, tengo algo por terminar.

Sentado en el sillón de la sala, te convences de que no podrá contigo, aunque empiezas a imaginar con pesadumbre a quienes sí se llevará. Serán cientos, miles en los suburbios y en los barrios centrales, en las ciudades perdidas, en los zonas residenciales, en las covachas y en los rascacielos. Se llevará a rastras a muchos habitantes de esta urbe que guarda cien ciudades, una abajo de otra como muñeca rusa. Algunos no tendrán tumba, ni crucifijo, ni horno crematorio, tampoco urna o nicho. Muchos perecerán solos en esta metrópoli enmascarada, más asombrosa que nunca, castigada al sur, por donde se parte a las selvas, y al norte por el camino hacia los desiertos. Ciudad donde el porvenir importa menos que la moneda del volado. En las mansiones, en los colmeneros, en las casonas, en los cuchitriles morirán ancianos sin jubilación, camilleros exhaustos, obreros despedidos, payasos ebrios. Caerán dos ejecutivos de Santa Fé, los hermanos incestuosos de la oficina central, el director de transporte, la hija del actor que volvió de Milán, el actor mismo, su esposa y el amante de ella, profesor de italiano que daba clases de ese idioma al propio artista. Un círculo de muerte, un morirse tanto. Expirarán también el homicida de la calle Sabino, el coleccionista de acetatos de culto y dos peluqueros de la San Rafael, la curandera en lo más profundo de Tacuba y cuatro chinos de la calle de Dolores. Morirá el velador de la iglesia protestante de San Pablo y los traperos viejos del mercado de la Dalia, el hojalatero de la calle de Carpio, la niña santa de la Cerrada de Pino y la enfermera que amamanta a un anciano del asilo. Caerán los que no se asustan, los desafiantes que niegan la existencia del bicho, los suicidas, los convencidos de una conjura y quienes piensan que todo acabará cuando Marte entre en conjunción con Venus. Pero también sucumbirán los que lavan y desinfectan, quienes rezan y piensan en los demás antes que en ellos mismos. Fallecerán los de las accesorias junto al Panteón de San Fernando donde van y vienen, en movimiento pendular, las prostitutas sin clientes, ignorantes quizá del sepulcro de Juárez. Morirán taimados y echadores, boleros de cantina, sabios de academia, exóticas olvidadas y, en solitario, los melancólicos que deambulan cerca del quiosco morisco.

Todos ellos, pero tú no, repites al sentarte a la mesa del comedor después de descorchar el vino. Yo no me muero, carajo. Y comienzas a cenar escuchando a Leonard Cohen, capaz de provocar la más triste de las alegrías. Mientras comes el queso y las lonchas de serrano, miras por el ventanal al hombre que va y viene por la acera. El tipo recorre la calle de ida y vuelta sin perro, sin suéter, sin tapabocas, sin miedo. Mañana partirá hacia el mar oaxaqueño con los del Nuevo Sol. Descreídos del Dios católico, viajarán apegados al credo de la naturaleza como deidad única. Alcanzarán las playas de oleaje bravo, ahí acamparán con esperanza injustificada pues, dos días después del arribo, el virus devastará a la mitad de clan en menos de dos semanas. Mientras tanto, tú seguirás aquí tan vivo como ahora al empezar a beber la tercera copa cuando el paseante ha desaparecido de la escena callejera y entonces te congratulas por tener este refugio, baluarte de grabados antiguos en las paredes y platos despostillados en la alacena. Aquí no se escucharán los pasos de la muerte, dices, no se sentirán sus dedos en la nuca, no vomitarás a causa de su aliento. A esta casa no entrará y entonces apagas la música para oír el silencio, superior a las sirenas de ambulancia. Es el mutismo amasado por todos los que aguardan en el encierro, el de tu habitación en penumbra, el del insomnio de tantas noches, el que nada revela, solo existe y es silencio y nada más, el mismo que te abraza al acostarte en la cama y te recuerda que naciste frente a un convento misionero. Mentira, fue en una clínica pobre por cuya calle pasaba el tranvía amarillo. O quizá ocurrió en esta mismísima ciudad, frente a la alameda del quiosco famoso. Naciste en tres lugares en una noche partida en una tercia de porciones cortadas por una madre y un padre buenos para los caminos. De ellos aprendiste a observar las siluetas que bailaban con un oso a ritmo de pandero en la esquina de Ciprés y San Cosme. En la ciudad de entonces, lo dulce de lo amargo giraba del norte obrero al sur estudiantil, de las barrancas al Peñón, del Parque de la China a la imprenta de cuadratines donde trabajabas. En aquel tiempo, empezabas a disfrutar la emoción del escritor que comienza a publicar. Vivías en un apartamento modesto de la primera cuadra de Naranjo con Adriana, tu esposa, y con Gabriel, tu hijo, Y no ha pasado un solo día que dejes de pensar en ambos. Con frecuencia ves al niño a tu lado en la ambulancia y todavía padeces un convulso estremecimiento al recordar su cabeza y el rostro ensangrentados, al oír su llanto convertido en alarido, al rememorar los gestos resignados de los rescatistas. Cuando llegaron al hospital, Gabriel estaba muerto, Adriana había quedado bajo los escombros y a ti debieron operarte de emergencia. El terremoto del 85 se llevó a tu familia. Durante el entierro, les prometiste escribir sobre la existencia luminosa compartida por los tres durante aquellos ocho años. Sin embargo, no pudiste cumplir la promesa, durante más de tres décadas te fue imposible redactar aunque fuera un par de líneas. Pero ahora, desde que llegaste a esta casa, como si hubieras frotado la lámpara, las palabras han fluido amorosamente como un río seco que recupera su cause con un torrente de montaña. Ya solo te falta un capítulo para concluir ese libro tanto tiempo postergado. Contiene todo el dolor de la pérdida, pero también la evidencia escrita de la felicidad que los tres vivieron en aquella ciudad de jacarandas y aguaceros. Por esa única razón, tú no vas a morir hoy, ni mañana, ni pasado. Tienes algunos talismanes: el vaivén del trolebús y las soledades bruñidas del último vagón.

Los viejos no vivimos de muchos recuerdos, en todo caso, piensas, de uno solo convertido en obsesión. El tuyo refiere aquel tiempo de lectura y música tan distinto al de esta cama repelente al sueño. Los solitarios más conspicuos, incapacitados para dormir esta noche, debieron tener todos un Renault canario con un retrovisor de sombras. Y habrían tendido, como tú, el cordón de la existencia con la voz rasposa de aquel Dylan venerado. Escuchar música era un principio renovador. La alegría consistía en avivar los sentidos con la aventura musical diaria, con la lectura de La Peste a media noche, con el viaje al puerto para que Gabriel conociera el mar. A ese pasado te encomiendas, pero hoy también preguntas al vacío qué toca hacer contigo si el amanecer te escupe miedo porque empieza a dolerte la garganta y comienzas a toser. Al tomar la temperatura varias veces, sabes que el bicho está en ti. Quizá sea cauteloso al principio, pero se volverá arrogante y altanero conforme avancen las horas. La alimaña prepara el asalto.

Permaneces expectante en la cama sin que mengüe tu convicción de que serán otros los muertos. Por ahora, tú no te sumarás al ingeniero de caminos de la calle de Lirio, al ejecutivo de cuenta, a dos tianguistas del Chopo, a las reposteras de Hortencia. Morirá el sacristán de la Parroquia de los Josefinos, el librero de viejo, la viuda de la calle Ancona y la soprano de la compañía de ópera. Empezarán tosiendo seco como lo haces tú con la temperatura arriba de 38. Sentirán el bicho avanzando como un comando que obstruye el aire y alborota la memoria. Oirán entonces los balazos de la noche de Tlatelolco y los del Jueves de Corpus, por ejemplo. Escucharán la voz modulada del profesor Andrade de la secundaria cuatro, la de Arqueles Vela, la del filósofo asesinado por su hija frente a Mascarones. Y se sentirán tristes con el susurro de despedida de los jóvenes que se dirigían a los trenes de Buenavista.

Ahora abres los ojos a una mañana de Paracetamol, de dolor en la caja torácica, de escalofríos y punzada en las sienes. Los abres porque tú no morirás. Y entonces, con gran esfuerzo, vas a la computadora y empiezas a escribir buscando la juventud a lo largo de Cedro, por Alzate hasta Consulado y luego a la Ribera para llegar largo a Insurgentes y entonces doblar a la izquierda y vuelta de nuevo hasta desembocar en el edificio de Naranjo. Apenas has escrito la primera cuartilla del último episodio cuando la tos maligna, acompañada por un agotamiento aplastante, te impide seguir y debes volver a la cama donde al fin duermes, aunque caes en la pesadilla de la ciudad arcaica, catástrofe de adoratorios abandonados y de guerreros caídos a causa de aquel victimario con granos rojos en vez de espada. El mundo de Huitzilopochtli convertido en un lodazal de muerte. Los cadáveres flotan en el lago o yacen en las escalinatas de los templos. Se hunde entera la gloria de Tenochtitlan.

Al despertar, descubres una calma inusitada en la habitación. Es el ojo del huracán que solo dura unos minutos durante los cuales piensas que la muerte elige los más extraños disfraces, carnavalesca va esta vez con atuendo de microscópicos reyes y verdugos, dueños de una corona mortífera con cuyos picos punzantes obligan a las células a replicarlos por millones. Es una muerte invisible que cruza los océanos y salta entre los continentes, atraviesa los dos volcanes y llega al corazón de la metrópoli, se hinca con la enfermera que ya la hospeda frente al retablo de Los Reyes en la Catedral. Es una muerte trapecista sobre los edificios de Reforma, funambulesca en los espejismos del pensamiento dislocado, en el tornasol de las palomas de Coyoacán, equilibrista en los cables enmarañados de los callejones de La Merced. Una muerte que a ti no te vencerá, menos ahora que te imaginas caminando con Gabriel por la calle del Olmo, exactamente un día antes del temblor, ahora que has logrado describir en el papel el sufrimiento derivado de la tragedia, ahora que ya podrías, gracias a la escritura misma, hablar por primera vez de lo sucedido, ahora que serías capaz de contar, a quien quisiera escucharte, la amargura de haber perdido a tu mujer y a tu hijo aplastados por la barda del edificio de Naranjo. Y agregarías que la cicatriz de silencio se ha abierto al final de los años y hoy es una herida con cuya sangre concluyes tu libro, el único que hoy te importa de todos los que has escrito. Al terminarlo, podrás largarte tranquilo de este huerto como uno más de los contagiados. Pero, mientras no acabes, tampoco te mueres, aunque el dolor cuerpo regresa rabioso y el mareo te retiene en la cama y estás solo y tiemblas por la fiebre tan alta y por el temor. Ha vuelto la tormenta con toda su intensidad y apenas puedes respirar. Tu olfato ya no detecta el olor a encierro y a humedad de tu habitación, tampoco podría capturar los aromas y las pestilencia del mundo que no cambiará cuando esto acabe. Nadie será más bueno que antes y tampoco menos hijo de la chingada que en la víspera. Todo volverá a rodar de igual manera. El asesino no dejará de jalar el gatillo, piensas como si entraras en un delirio, el secuestrador no será redimido por ninguna luz celestial. El planeta girará sobre el mismo eje y esta ciudad continuará fiel al caos del que nació. Seguirá creciendo como si en ese empeño encontrara su razón. Se levantarán edificios inteligentes sobre la historia de quienes murieron a causa de la gripe española, más letal que las carabinas. Nuevas casuchas se amontonarán en las hondonadas, en los lechos de ríos alguna vez caudalosos, cerca de los centros comerciales volados sobre los despeñaderos. La ciudad seguirá expandiéndose como el universo y en su interior crecerán también las ciudades arbitrarias tal como lo hace la noche rigurosa hasta llegar a la madrugada mientras el virus ya acaricia y muerde y penetra tus células vencidas.

Como puedes, empiezas a hacer las llamadas, nada logras hasta la tarde del día siguiente. Al fin, has conseguido una ambulancia y un lugar en la clínica ubicada en Sor Juana Inés. Entran por ti los camilleros portando sus trágicos atuendos. Subes por segunda vez en la vida a una ambulancia, ahora embalado en un aislante capullo translúcido. Ya en la clínica, te dejan en un cuartito donde esperas varias horas, incómodo en una cama tan angosta. Al cabo, llega un médico cubierto de pies a cabeza, te ausculta y vuelves a quedar solo en este lugar que parece un cubículo del área de mantenimiento. Una enfermera pasa a verte a cada tantos. En la madrugada, te da dos pastillas más y te vuelves a quedar solo quién sabe por cuánto tiempo. Ya no aguantas el dolor de cuerpo y los oídos te truenan. Sientes que empeoras y es un suplicio el amanecer en este cuarto hasta que, ya a media mañana, te llevan a una sala donde se encuentran otros infectados, divididos por cortinas de color azul. Aquí se acaba el silencio, lo sustituye un zumbido de avispas, intenso y áspero. Tal sonido prevalece por encima de los quejidos. Pero tú logras mantenerte firme todavía. Ellos morirán, yo no, insistes y tratas de jalar aire de donde sea. No me voy, no quiero. Sin dejar de toser, imaginas a Gabriel en la puerta del edificio de Naranjo y entonces, desde esta pocilga de moribundos le pides perdón por haber acumulado tanto silencio, por no escribir antes el libro y por tu imposibilidad de ayudarlo en aquella ambulancia donde murió. Lo miras jugando en el quiosco con otros niños, lo tomas de la mano para ir la matinée del cine Majestic cuando ya te trasladan a otra sala donde seguramente te espera el respirador. Ves a tu hijo atento al álbum de estampas mientras te inyectan y te preparan. Sientes que tus pulmones están por estallar y piensas que eres un pez enorme que boquea agonizante fuera del agua. Y entonces empiezas a llorar con un dolor de más de tres décadas, lloras como si el virus se hubiera convertido en lágrimas, lloras al afirmar que solo falta el último capítulo para poder cerrar por fuera la puerta de Naranjo. Suplicas que te regresen a la casa de la alameda, pero en vez de volver a la casona, ya entras a un silencio nuevo, el de la soledad verdadera, tan inasible como todo lo que no tiene nombre. No me voy, no quiero, pretendes gritar, pero ya no tienes voz. En ese horizonte imaginado el cielo y la tierra se juntan y entonces escuchas las palabras de los médicos como un hilo de agua distante. Oyes un murmullo indescifrable y lejano. Imposible mover las manos, las piernas, los labios. Pero tu mente insiste: no será esta noche, ni mañana, ni pasado. Antes caminarás con tu hijo y con tu esposa por la calle de Fresno, la de Nogal y la de Mirto. Y si ese no fuera motivo suficiente para sobrevivir por unas semanas más, que sea solo por poder teclear el punto final, hoy no me llevas, muerte, calavera.

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