La mayoría de los miles de trabajadores que se emplean en la Central de Abasto de la Ciudad de México viven sin trabajo formal y sin seguro. Ni pensar en la jubilación. Son mujeres y hombres que día con día, y sin un descanso, se levantan temprano para llegar a sus locales para darle vida a las de decenas de pasillos de los 850 metros del principal mercado de la capital.
Por Martí Quintana
México, 2 may (EFE).- Decenas de miles de trabajadores se emplean en la Central de Abasto de Ciudad de México, la mayoría sin trabajo formal y sin seguro, amparándose en un solo lema: hay que «echarle ganas» para llegar a final de mes, o a final del día.
«Aquí no hay descanso. No tenemos seguro social, no tenemos vacaciones pagadas. Aquí es como vaya; vamos al día», explica a Efe Antonia, una vendedora de nopales de 52 años que lleva 25 en la central, considerada por la Unión Mundial de Mercados Mayoristas como el centro mayorista más grande del mundo.
Todos los días y a todas horas, este espacio es un hervidero de camiones, productos, vendedores y compradores, unos 300 mil diarios.
Una ciudad dentro de una ciudad en la que se puede encontrar todo tipo de comestibles y otros productos que luego se distribuyen por toda la zona metropolitana del Valle de México, donde habitan más de 20 millones de personas.
«¡Aguas! (cuidado)», grita un carretillero mientras recorre el pasillo I-J, que con sus 850 metros de largo parece no tener fin, esquivando paradas, vendedores ambulantes y miles de compradores.
Esta ciudad comercial cuenta con alrededor de 13 mil 800 «diableros», como conoce a los hombres, de todas las edades, que transportan paquetes gigantes por los pasillos en carretillas (diablos, por las manijas que asemejan cuernos).
Saúl y César tienen 23 y 34 años y llevan ya varios años en el oficio, uno de los más duros de la central, y de los peor considerados.
«Al diablero lo discriminan, pero hay muchos aquí que dependen de una carretilla. No tienen estudios, ni papales, ni certificado de secundaria para un trabajo formal», explica Saúl, que lleva dos años trabajando y en un almacén de carretillas, donde también aprendió a fabricarlas.
César, siendo todavía joven, ya se plantea cambiar de oficio. Lleva desde el año 2000 como carretillero en la central, donde empezó con 16 años.
En un buen día, comentan, pueden ganar unos 500 pesos, aunque habitualmente regresan a casa con unos 250 pesos, luego de una larga jornada.
Su trabajo, duro, cansado y mal pagado, ejemplifica el de miles de otros empleos en México, un país que cerró 2017 con una tasa de desempleo de 3.3 por ciento, pero cuenta con 30.2 millones de personas en la economía informal, el 57 por ciento del total.
A la informalidad se suma el salario mínimo, uno de los más bajos de América Latina, de 88.36 pesos al día.
Plácido tiene 71 años y es un productor de flores. A media mañana ya ha vendido buena parte de su mercancía, que trae del céntrico estado de Puebla, porque la venta empieza de noche.
Lleva toda la vida sembrando plantas, por lo que dice que el trabajo es «fácil», y lo hace con varios de sus hijos.
«¿Quién me va a pensionar a mí, si soy patrón?», se pregunta este hombre de campo, quien explica que a veces no venden «nada», y en fechas señaladas, sí se logra una venta «regular» que le permite subsistir.
En la Central de Abasto, que mueve 9 mil millones de dólares anuales, se ven hombres y mujeres de todas las edades trabajando, incluso adolescentes.
Alfredo tiene 30 años y empezó en la central a los 17. Hoy trabaja en una frutería de cocos, con 11 horas diarias de empleo y un día de descanso entre semana. Gana según el día y la venta y sonríe cuando se le pregunta qué le gusta de su «chamba» (labor).
«Pues el trabajo es siempre el trabajo. Se hace, la mayor parte, siempre por necesidad, no por gusto», dice algo resignado.
Andrés tiene 25 años y también empezó a trabajar de adolescente. Simpático, vende fresas y dice que le gusta el irrefrenable «movimiento» de la central, aunque le preocupa seguir sin contrato, trabajando informalmente, a largo plazo.
Tesón y empeño caracterizan a los miles de trabajadores de esta central que representa, en mayor o menor medida, una buena parte del México laboral, que este primero de mayo celebra el Día del Trabajo.
Y al nuevo presidente, que será elegido el 1 de julio, la mayoría de los trabajadores de la central coinciden en decirle en una cosa: «Que se ponga a trabajar», como dice Antonia.
«EL CHAVO», PADRE DEL CIENTOS DE CARRETILLEROS
Auvaldo López Reyes, «el Chavo», es toda una institución para cientos de carretilleros de la Central de Abasto de Ciudad de México, el centro mayorista más grande del mundo, que a menudo llegan de otros estados huyendo de la pobreza para asumir un trabajo hercúleo.
«Comencé a trabajar la tierra a los cuatro años en un pueblo de Hidalgo. Ahí araba, sembraba, pastoreaba borregos y caballos», dijo a Efe López Reyes, a quien llaman el Chavo, el jovencito, precisamente por eso, por la tierna edad en la que empezó a trabajar.
En uno de los centenares de pasillos que recorren la Central de Abastos, de 327 hectáreas, Auvaldo tiene su taller y almacén, del que hoy salen y entran algunos jóvenes «diableros» (carretilleros).
Fue de los primeros en instalarse en la Central de Abasto, inaugurada en noviembre del 1982, y hoy tiene unas 400 carretillas que alquila a hombres de todas las edades, a unos 20 pesos por día.
«Las rento para que ellos puedan llevar comida a la familia, pues cada familia depende de un carretillero. Y el carretillero viene, echa su carguita y la lleva donde se la pidan», cuenta este hombre, de 62 años, de ojos azules empequeñecidos por la edad.
Explica que muchos de los diableros -en la central se calcula que hay 13.800- llegan de distintos estados del país, a menudo con muy poco, o nada, en los bolsillos.
«El carretillero es normalmente pobre; aquí no llega con situación económica avanzada. Son los más amolados (desgraciados), los que sí quieren avanzar», apuntó.
Una vez, recuerda, incluso le llegó un muchacho de Oaxaca, un estado del sur del país de los más pobres, descalzo y «muerto de hambre». Tenía 17 años.
Antes, relató Auvaldo, sí se prestaban los diablos (carretillas, llamadas así por las manijas que asemejan cuernos) a niños y jóvenes, previo permiso familiar, pero ahora el control es mayor y, además, él mismo les empuja a estudiar.
Porque de raíces bajas y emprendedor desde siempre, el Chavo considera a los jóvenes casi como unos hijos.
En su almacén, contiguo a otros de carretillas, se respira el buen humor, mezclado con el olor a tabaco y a comida. Y eso que apenas le da la luz del sol. «Si hago un taco, primero le brindo a mis trabajadores», asegura.
Saúl y César corroboran esta fraternidad, y le agradecen a Auvaldo que, por ejemplo, les haya enseñado a soldar en el taller.
Pese a que la jubilación debería estar cerca, Auvaldo, un icono en este gran espacio, no piensa en retirarse. «Yo no puedo dejar a mi gente; si llega otra persona no los va a tratar igual. Muchos se agarran y se ven prepotentes cuando ven que tienen algo», explica.
Enviudó a los 42 años, y se congratula que a sus hijos les pudo dar carrera. Tiene tres, una abogada, una doctora y un psicólogo.
Aunque ama su oficio, y el acto de bondad que para él supone, el trabajo es duro y la recompensa, a menudo, menor.
Un carretillero, según relatan a Efe varios jóvenes en su almacén, gana en promedio unos 250 pesos al día, a cambio de mover kilos y kilos entre los pasillos de la central, esquivando miles de compradores y subiendo y bajando puentes.
En plena campaña electoral rumbo a los comicios del 1 de julio, es obligatoria la pregunta sobre por cuál candidato presidencial va a votar. Pero Auvaldo no se anda con rodeos; él no vota.
«Yo voto por mis trabajadores, no por el gobierno. Para que haya trabajo, para que mi gente tenga trabajo», concluye.