Sé bien que ésta es una columna que se ocupa de comida pero permítaseme por una vez comenzar por hablar de música, amparado bajo el pretexto falaz de que la reflexión que pretendo compartir me sobrevino durante una cena. El anfitrión de aquel convite es músico –compositor y musicólogo, para mayores señas–, uno de los invitados es músico –director de orquesta– y todos los demás éramos melómanos y, como ellos, cinéfilos. No deberá sorprender entonces que, en algún momento de la velada, la conversación haya pasado por la música de cine –que es una de mis grandes aficiones y una que siempre celebro tener con quien compartir ya que la comparto con pocos– y, ya instalados en el tema, que haya terminado por desembocar en un panegírico a varias voces –acaso una Storm Cloud Cantata– sobre las bondades de Bernard Herrmann, compositor estadounidense cuya obra sinfónica ha sido acaso injustamente olvidada pero cuya carrera cinematográfica, iniciada de la mano de Orson Welles con la partitura para El ciudadano Kane, le ha merecido un estatuto legendario, tanto como para gozar de una larga y prolífica filmografía que no se agota sino 35 años después, con la Obsesión de Brian de Palma y la Taxi Driver de Martin Scorsese, estrenadas meses después de su muerte en 1975. Ninguna de esas colaboraciones legendarias, sin embargo, ha de ser más celebrada que el vínculo profesional que sostuviera Herrmann a lo largo de 12 años –1954 a 1966– con Alfred Hitchcock, que lo llevaría a ser responsable de la que acaso sea la lista de partituras más mítica de la historia del cine, que incluye soundtracks clásicos como El hombre que sabía demasiado, Vértigo, North by Northwest, Psicosis y Marnie, amén de la banda sonora integrada exclusivamente por efectos sonoros –los más ominosos graznidos registrados– para Los pájaros.
Hablar de Herrmann nos entusiasmó tanto esa noche que la cosa terminó con la mejor tornafiesta posible: un par de meses después, la Orquesta de Cámara de Bellas Artes estrenaba un programa de homenaje a Herrmann y a Nino Rota –el músico de cabecera de Fellini–, dirigido por José Luis Castillo –era él, en efecto, el director de orquesta presente esa noche en casa de Mario Lavista y Sandra Pani– y narrado por mí. Pese a la afición generalizada de aquellos comensales que fuimos por la música de Herrmann, sin embargo, sólo uno de nosotros hubo de identificarlo esa noche como su compositor favorito, acaso por resultar el más afín a su temperamento personal: yo. Y eso, me temo, no es una buena noticia.
Cuestionado por mis compañeros de mesa sobre las razones de mi identificación con su música atiné a balbucir que se debe a su mezcla –ineluctable, dirá todo buen lector de Las tribulaciones del joven Werther– de romanticismo y ansiedad, mejor expresada que en ningún otro momento en esa Scène d’amour de la partitura de Vértigo que no sólo ilustra a la perfección la dolorosa y desesperanzada pasión que viven James Stewart y Kim Novak sino que habría incluso de ser anacrónica pero pertinentemente retomada por el francés Michel Hazanavicius en su película El artista para una secuencia de talante emocional muy parecido, de amor (perro) y (casi) de muerte. (No puedo resistirme a ofrecer aquí al lector, valiéndome del carácter digital de este medio, ambas secuencias, aun si siguen sin tener absolutamente nada que ver con comida; válganseme entonces como un par de amuse-gueules: )
Me acerco (ahora sí) a la comida sin dejar la ansiedad –empiezo a pensar que me acompaña siempre– y otra vez por vía del cine. He dicho ya que Herrmann, en su estilo característico, habría de escribir la partitura para la North by Northwest hitchcockiana. Cierto. Y, sin embargo, regresar a la única secuencia que involucra comida en la cinta nos depara una sorpresa:
Si la música de fondo no suena a Herrmann es porque no es de Herrmann. Se trata de una pieza titulada “Fashion Show”, compuesta originalmente por André Previn para el soundtrack de la Designing Woman de Vincente Minnelli estrenada dos años antes (en 1957) y tomada en préstamo por Hitchcock para la secuencia por una razón que se antoja más que comprensible: Herrmann habría resultado incapaz de escribir música pertinente para una escena de seducción amable ambientada en el vagón comedor de un tren de lujo ya sólo porque lo suyo es comunicar ansiedad. Y he aquí que la ansiedad es la peor salsa imaginable para la comida.
“Lo que te falta es paciencia” solía decirme mi mujer al inicio de nuestra relación, época en la que, sin experiencia pero con devoción, me esforzaba yo por seducirla preparándole platos más o menos ambiciosos sólo para fracasar de manera más o menos sistemática: a mis preparados –que ni siquiera citaré para que la ingenuidad de mis elevados propósitos culinarios no mueva a escarnio– algunas veces les sobraba algo pero las más de las veces les faltaba, y lo que solía faltarles no era un ingrediente sino un proceso. Amasar. Batir. Macerar. Hornear. Tenía yo tantas ganas de agradar –y de agradar mucho, y de agradar pronto– y tanto miedo de no conseguirlo que me desesperaba y olvidaba por tanto el elemento sine qua non al que debe recurrir todo cocinero: el tiempo. (Escribo esto y recuerdo una dedicatoria que me escribiera mi padre en la primera página de una agenda que me regalara con motivo de algún cumpleaños, y que entonces me amargara el día ,en lo que no pude interpretar sino como hierático hermetismo, pero que hoy considero acaso su mejor lección, y una que por más que sigo esforzándome no termino de aprender: “El tiempo es también un ingrediente. Úsalo.” Y eso que no fue testigo de (demasiados de) mis experimentos culinarios.)
Cocinar, comer son asuntos sensuales, prácticas que contemplan relacionarse con otro u otros cuerpos –unos inanimados, que son los ingredientes; otros animados, que son los de las personas con quien uno cocina, para quien uno cocina, que cocinan para uno o con las que come– e incidir sobre ellos para provocar, a la postre (o a los postres), placer. Y si bien el frenesí puede redundar excepcionalmente en chispazos memorables de deliquio compartido (hay rapidines culinarios), lo cierto es que, en la cama como en la mesa, las mujeres (y los hombres y los niños y los ancianos y hasta los perros y los gatos ante su platito de croquetas con pollo deshebrado) prefieren a guy what takes his time, como agramatical pero pertinentemente lo pondría una Mae West golosa:
He podido constatarlo a últimas fechas, ahora que las presiones y las angustias y las tristezas me rondan y he comenzado a incurrir en una práctica que hasta ahora me había sido del todo ajena y que confieso aquí a la manera de los adictos, para comprometerme públicamente a no recaer (sólo por hoy): comer por ansiedad.
No me gustan los estados alterados de conciencia –soy un control freak– por lo que no se antoja plausible que desarrolle una adicción al alcohol (que consumo con moderación y diré que hasta con elegancia) o a las drogas ilegales (cuya cultura me repugna); así, en vez de refinarme una botella de whisky lo que he hecho en las últimas semanas ha sido practicar ese lugar común que es el asalto nocturno y solitario al refrigerador, ritual autohumillante que quiere el lugar común que se practique de pie. Las primeras veces mi excusa eran un Brie, un Grana Padano, un Mimolette, un Manchego, un Comté y un Morbier que había comprado poco antes, y cuya evocación resultaba irresistible en mis noches de ansiedad, tentación a la que podía yo ceder con sólo bajar la escalera que separa mi estudio de la cocina. Mi consumo fue furtivo, y redundó en la recuperación de tres de los 28 kilos que he logrado perder, pero siquiera me digo que lo hacía, si no por una buena causa (y menos por un buen efecto), sí por buenos quesos. Para evitarme peligros, dejé de comprarlos. Pero no dejé de repetir el ritual, sólo que con alimentos mucho menos encomiables. Queso Ranchero (el único que quedaba, y que compra mi mujer para las quesadillas). Barras de granola. Tortillas de harina (frías). Galletas integrales (con mermelada). ¿Qué placer puedo derivar de tales consumos? A decir verdad, poco. No es placentero comer lo que sea. No es placentero comer de pie. Y no hay, insisto, peor salsa que la ansiedad.
Me entrego entonces a otros remedios. El psicoanálisis al que me someto dos veces a la semana. Las caminatas con mi perro, Ralston, cuya solidaridad se antoja equiparable a la del Uggie de El artista. El Atacand, medicamento que me ha sido prescrito para lidiar con una hipertensión que –¡ay!– ya no es metafórica. Y, aun a sabiendas de que sus efectos no son los mejores para quien tiene, como yo, la presión arterial alta, el café. No me repruebo por ello. Desatornillo la Bialetti. Lleno de agua el compartimento inferior. Lo coloco sobre la hornilla, a fuego muy bajo (lento), Mientras aguardo a que suelte el hervor, vierto a cucharadas el café en grano en el molino (de aspas, no de muelas). Selecciono el grosor del molido. Vierto el producto en el compartimento destinado a tal efecto. Soltado el hervor, apago la hornilla. Coloco el compartimento de en medio dentro del inferior. Enrosco el compartimento superior. Vuelvo a encender la hornilla. Me siento a esperar, y la espera vale la pena. Mi paciencia habrá de verse recompensada –cuando menos en la cocina siempre lo es– con una extraordinaria taza de café.
Aspiro. Respiro.