Cómprame por piedad, yo te lo pido

José Antonio Meade, aspirante a la candidatuta del PRI a la Presidencia de la República. Foto: Isaac Esquivel, Cuartoscuro

José Antonio Meade en estos momentos camina en los pasillos angostos de la liturgia priista que ha de llevarlo a la habilitación como candidato presidencial. Camina seguro de que el registro como precandidato es mero trámite, un acto acordado no por el PRI, ni por lo que queda de sus  sectores corporativos, sino por los factores reales de poder económico de dentro y fuera del país.

El destape del Presidente Peña Nieto, contra todo lo que se diga, estuvo destinado a poner orden, disciplinar, alinear y sentar las bases de un relato por difundir y conquistar conciencias, ofrecer esperanzas de que con este “hombre bueno” las cosas serán diferentes y por ello se activa en automático un concierto de voces interesadas que al unísono claman un ensordecedor, acrítico, desmemoriado: ¡Meade, Meade…!

Es el coro calculado destinado a generar una identificación, una sintonía, una euforia colectiva, una promesa de voto, un triunfo electoral para la continuación de un modelo económico que ha llevado a millones de mexicanos a la pobreza y otro tanto de jóvenes sin destino, ni esperanza.

Además el relato en ciernes busca espantar, si se puede, los riesgos de un personaje que es su negación y que ofrece su trayectoria política como garantía de un modelo económico distributivo.

Se trata con esa frase convertida en llamado a una conciencia desperdigada, ubicua, de humanizar la imagen del tecnócrata y en un acto de expiación transformar sus carencias en sólido carne y hueso.

Es bajarlo virtualmente del limbo burocrático y hacerlo asible para cualquier persona de la calle. Así hoy es el hombre que sonríe, el que está con los amigos y la familia, quien toma el Metro y camina sin corbata como cualquier otro por la calle y siente a su paso rumores y humores de la gente trabajadora.

Y Meade, el hoy ex Secretario de Hacienda, hace su contribución cuándo en el cenit de la liturgia presidencialista señala con énfasis su sueño a lo mejor de Obama: “Tengo la convicción de que el país cuenta con el talento y las condiciones para que, con el esfuerzo y en beneficio de todos, México sea una potencia: un país en donde las familias tengan siempre comida en la mesa, seguridad en las calles, techo, salud y educación de calidad”.

El objetivo de los propagandistas es viralizarlo para acercarlo a la gente porque seguramente encontraron que su gran debilidad, su mayor desafío es que la masa lo conozca en esta fase por sus querencias, su sonrisa y sencillez aparentemente tímida.

Y es que una trayectoria en las sombras burocráticas, no tiene pueblo, no tiene sinergia, no tiene el contacto indispensable para emprender la grandísima tarea de alcanzar la Presidencia de la República en unos comicios que vienen competidos.

Tampoco el ungido tiene el rostro de la mayoría de la gente, no habla su lenguaje, no usa su vestuario, no practica su religión, tampoco es guadalupano como los que se preparan para ir a rendir puntual homenaje.

Su mundo ha sido hasta ahora el de los grandes salones de la política económica, el de los foros internacionales de la OECD o el Banco Mundial, el de las mesas de negociación de las reformas estructurales, o en las antípodas, es su kippa y el talit, la serenidad de las sinagogas y las conversaciones en yiddish.

Es un yori en el sentido que le dan los antiguos mexicanos del noroeste que alimenta sospechas de que es uno de los culpables de la pobreza de muchos. Ya sus críticos han sacado a relucir su labor en el Fobaproa, la conversión de deuda privada en deuda pública, su responsabilidad en los llamados gasolinazos que tiene efectos directos sobre la economía de esas familias a las que quiere que no les falte comida en sus mesas o incluso los “perdones fiscales” que han favorecido a los grandes capitales y una mayor carga fiscal para los causantes cautivos y especialmente a la deteriorada clase media.

Por eso, su discurso parte del borrón y cuenta nueva, para montar un relato esperanzador cuando se sabe que no puede ser otro más que el existente.  Ofrece por eso nuevamente su sueño a la Obama: “un país justo en el que se cumpla la ley. Un país en el que los sueños y anhelos de cada mexicano encuentren las oportunidades para hacerlas realidad. Mi único anhelo es servir a mi país y mi gran privilegio ha sido trabajar por México”. ¿Dónde y cuántas veces hemos escuchado este discurso?

No hay una sola palabra de autocrítica para el presente que es futuro, menos de crítica para sus actores o su tolerancia a la corrupción en la esfera de la función pública, cómo lo destaca severamente Jorge Castañeda en un artículo  publicado esta semana donde lo califica de ser el “candidato de corrupción”.

Se trata entonces de construir un relato maniqueo y por eso estorba el recuerdo del pasado. Pero el pasado está aquí, con sus resortes y rechinidos, en esas mesas de las que habla Meade en su discurso de virtual habilitación como candidato del tricolor.

No es entonces sólo la rotura de la ortodoxia priista en la postulación de un candidato externo, sino la continuación de un modelo económico y la tolerancia con los que están detrás de su nominación que no es aquí, sino mucho más allá de Los Pinos.

Es el momento cuándo la política se pone al servicio de la economía y los privilegios, la tolerancia ante el abuso.

Antes se decía que cuándo los problemas eran políticos, lo recomendable era un candidato proveniente de la economía y viceversa, pero ese dogma no existe más, ahora lo que menos importa es la comida caliente sobre la mesa, como  el comportamiento de las variables macroeconómicas, los grandes negocios.

Pero, ya lo sabemos, este tipo de discurso esperanzador lo veremos crecer en las próximas semanas y meses, como también la labor insensata de los propagandistas a modo, de oportunidad, que buscan exaltar los atributos personales y profesionales que sin duda debe tener este hombre de la familia judía mexicana, pero en ese ejercicio de endulzar la píldora colectiva, se les olvida la máxima aquella de James Carville que soltó en la campaña de Clinton:  ¡Es la economía, estúpido!

Así es.

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