En su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, John Locke, filósofo inglés, escribió sobre los motivos que llevaban a la disolución de un Gobierno.
Refería, por un lado, un motivo externo (una invasión de un país extranjero) y varios internos, entre ellos la cooptación del poder legislativo por parte de un ejecutivo tirano que impone las leyes a su antojo o, por el contrario, un Ejecutivo que no ejecuta (por falta de autoridad o pereza) las leyes del Legislativo, todas ellas expresión de la voluntad social.
Locke argüía, pues, que cuando el Gobierno era usurpado por una fuerza que actuaba en beneficio de intereses particulares o de grupo y no de la voluntad general (que se había asociado en comunidad precisamente para mejorar su convivencia y asegurar su sobrevivencia) entonces era admisible la disolución de ese gobierno y la implantación de otro.
Esto es lo que se conoce como “Estado fallido” y como recientemente ha sido definido el nuestro por los especialistas, quienes en reciente estudio (La imagen de México en el mundo 2006-2015, coordinado por el doctor César Villanueva Rivas, investigador de la Universidad Iberoamericana) han demostrado el visible deterioro de nuestro Estado (incluidas sus instituciones) y la barbarie que la guerra contra las drogas ha desvelado en la sociedad.
La visible degeneración de nuestro sistema de partidos, la disfuncionalidad de nuestro Estado de derecho, la corrupción que permea los tres niveles de Gobierno, la desigualdad y pobreza social, la incapacidad del Estado para generar las condiciones mínimas de bienestar social para más de la mitad de la población del país, la ola de violencia que mantienen en vilo a la ciudadanía a lo largo y ancho del territorio nacional, todo esto imponen ya una urgente refundación del gobierno mexicano, pues de lo contrario terminaremos comiéndonos (como ya lo empezamos a hacer) entre nosotros mismos.
John Locke afirmó que cuando un gobierno dejaba de representar la voluntad de la sociedad que lo había puesto para defenderle su propiedad, libertad y su propia vida, entonces esta sociedad tenía el legítimo derecho de disolverlo e implementar otro, lo anterior incluso a través de medios violentos, tal como parece que nuestro caso ya -de sobra- lo amerita.