¿Cómo fue que un personaje tan limitado acaparó tanto poder en los sexenios de Fox y Calderón? El periodista Francisco Cruz presenta la historia de «un manipulador que no tuvo reparo en sacrificar a quien le estorbara». La historia del «súper policía», como le gustaba que lo llamaran, que le vendió México al narco.
Ciudad de México, 1 de octubre (SinEmbargo).- ¿Cómo fue que un personaje tan limitado acaparó tanto poder en los sexenios de Fox y Calderón? Esta es la historia de un manipulador que no tuvo reparo en sacrificar a quien le estorbara. La historia del «súper policía», como le gustaba que lo llamaran, que le vendió México al narco.
Durante años mantuvo una imagen pública de funcionario honesto, sin embargo, hay pruebas de que desde 2006 ya estaba asociado a los capos, y de que su guerra personal contra los cabecillas más peligrosos del crimen organizado —el Barbas, los Beltrán Leyva y la Barbie— era una estrategia para cimentar el poder del Cártel de Sinaloa, que en dos ocasiones le entregó maletines con hasta 5 millones de dólares, como detalla la orden de captura en su contra.
El Topo, como lo apodaba el Chapo, vio en la publicidad, en la calumnia y en la desaparición de documentos su mejor arma para encumbrarse y aniquilar a sus enemigos; colocó en áreas clave a su gente de confianza, que hoy todavía opera en células durmientes a la espera de instrucciones.
Esta es la historia del exsecretario de Seguridad Pública que rendía cuentas a los narcos mientras les mentía a todos los mexicanos. Un personaje que supo esconder una meteórica y corrupta carrera: de soplón de la policía a espía de Carlos Salinas de Gortari, de funcionario estrella de Fox a titiritero de la guerra de Calderón.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de García Luna, El señor de la muerte, del periodista Francisco Cruz Jiménez. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
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EL DÍA QUE EL PODER SE QUEBRÓ
La oficina asemejaba a un velorio. Las manos de Genaro García Luna recorrían las avemarías de un rosario invisible. Luis Cárdenas Palomino, su secretario particular, intentaba leerle las líneas de la frente. Las cejas en derrumbe, las cuencas del rostro fruncido y las dos entradas en su cabellera no decían mucho, y a la vez parecían anunciar un alarido furibundo. Las encuestas y el Cisen predijeron el resultado; sin tapujos declararon lo impensable, lo que bien podría ser sacrilegio en la política mexicana: el candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional (PRI), Francisco Buenaventura Labastida Ochoa, no sería el triunfador de ese domingo 2 de julio de 2000.
El cabello engominado a la perfección, producto de un aseo minucioso diario y declaratoria superficial de la personalidad impecable de Palomino, se desordenó entre las manos que parecían buscar una respuesta a la realidad que se imponía. Tras 71 años, el PRI perdía por primera vez las elecciones presidenciales. Y, como en muchas casas, restaurantes y bares del país, en esa oficina de la Policía Federal Preventiva (PFP) imperaba el desconcierto. Los equipos de inteligencia y espionaje, a cargo de aquellos dos y comandados por el vicealmirante Wilfrido Robledo Madrid, se habían negado a ese escenario.
El rosario invisible se rompió entre los dedos de García Luna, quien se puso en pie y recorrió la oficina con paso apresurado, como si lo esperara otra realidad: una lejana a aquella que ahora parecía tan surrealista. ¿Cómo era posible que el ranchero loco se convirtiera en presidente? Vicente Fox Quesada, el candidato del Partido Acción Nacional (PAN), con sus botas vaqueras y sombrero, ostentando la banda presidencial. Era el derrumbe de un imperio, el fin de lo que bien pudo ser Roma; era el apocalipsis, solo que el jinete de la muerte llegaba de Guanajuato y vestía como vaquero.
Wilfrido Robledo Madrid observaba a ambos desde la oscuridad, en un rincón de la oficina. Las paredes se le venían encima. El mundo era esa oficina grande que se hizo, de pronto, un cuartucho con tres hombres desamparados, entre oscuridades, con miles y miles de documentos, producto de la inteligencia policial y el espionaje ilegal, que ahora se veían inútiles y representaban un peligro. El andar de García Luna bajó de intensidad, por fin llegaba algo parecido a la resignación. Eran enjaulados del zoológico de la incertidumbre.
—Deja tú el país, ¿nosotros qué? —preguntó.
Genaro, como espía mayor o coordinador general de Inteligencia para la Prevención, Luis, como su secretario particular, y Wilfrido, como maestro y vicealmirante, temían por su futuro. El despido sería lo de menos. Le habían apostado todo al PRI, lo habían apoyado en la clandestinidad de los secretos, y…
—Tan bien que íbamos… y ya valió madres esto —renegó Luis, y sus palabras resonaron en la mente de los otros dos, como si fuera un eco de sus pensamientos.
García Luna había estado avanzando escaleras arriba desde sus tiempos en el Cisen, donde asumió cargos de mando o jefatura, para luego ascender otro peldaño hacia la Procuraduría General de la República (pgr) y, de allí, a la Agencia Federal de Investigaciones (afi), siempre utilizando las mismas herramientas —la propagación de rumores, chismes y versiones extraoficiales—; finalmente, había llegado hasta la PFP, con su tejido de agentes de inteligencia, analistas y espías. Era, como como lo calificaban los mismos agentes federales bajo su mando, un nido de víboras. Sin embargo, ahora el escalón siguiente se disolvía. Ya solo quedaba el suelo, el descenso en caída libre sin una red de chismes que pudiera cacharlo, un sitio para aterrizar en blandito.
A pesar de lo oscuro del panorama, se tragarían todo el fracaso y ninguno de los tres presentaría su renuncia. Se trataba de un acto de orgullo; después de todo, habían realizado las predicciones erradas, entramando un sistema de respuesta para los posibles enfrentamientos postelectorales por la victoria presidencial del PRI, misma que nunca llegó. El domingo les había jugado chueco: en la mañana las cosas parecían marchar bien, pero, 12 horas después, la derrota era una ola inmensa, furiosa y veloz que los ahogaba por completo. Así finalizaban meses de arduo trabajo para los tres, lo que duró la campaña presidencial de Labastida, en los que el personal cercano juró que no dormían ni descansaban.
Habían montado una operación de espionaje ilegal e investigación política exhaustiva, impecable, capaz de derrumbar a cualquier candidato. Pero Fox, el vaquero loco, no era cualquier candidato. El botudo aprovechó la coyuntura del enfado de los electores y de la esperanza de un cambio; su figura de demócrata moralizador de extrema derecha encajó perfecto dentro del desencanto popular. Entregaron a la prensa documentos con la historia oscura del panista: sus alianzas empresariales, complicidades políticas, propiedades, patrimonio, financiamientos de campaña, detalles de su vida íntima, secretos de alcoba, supuestos problemas sexuales y psicológicos, e incluso la creación de una red ilegal de espías, coordinada por Ramón Martín Huerta (gobernador del estado de Guanajuato tras la salida de Fox para buscar la presidencia). Ese coctel molotov no hizo mella en el opositor, ni los pelitos del bigote le quemó. Meses más tarde, se le atribuiría la filtración de los documentos al secretario de Gobernación, Diódoro Carrasco Altamirano, a quien se le conocían las técnicas de secuestro y tortura como principal método de investigación.
Ahora, deslucido y triste, cuando más necesitaba de una mano salvadora, la Providencia parecía abandonar a García Luna. La devoción que reflejaría desde su primer día en las oficinas de la afi, cuando llegó a construir un altar personal dedicado al Ángel de la Santa Muerte —mismo ritual que repetiría al llegar a la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) en 2006—, le venía en falta ese 2 de julio de 2000. Cárdenas Palomino describiría después el rostro de su jefe comido por la angustia a causa de la hazaña imposible de Fox, la cual posteriormente bautizaría como «la revolución de la esperanza».
Nada le funcionó a la inteligencia del PRI, ni siquiera asociar a Fox con magnates como Lorenzo Servitje Sendra, fundador de Bimbo; Ricardo Salinas Pliego, dueño de Grupo Azteca, que incluía los canales de televisión 7, 13 y 40, Banco Azteca y Elektra; Roberto González Barrera, propietario de Grupo Maseca; el minero Alberto Baillères González, principal accionista de Grupo Peñoles, El Palacio de Hierro y gnp Seguros, y el banquero Alfredo Harp Helú. El PRI poseía carpetas y carpetas de información recolectada ilegalmente por la PFP a partir de interferir comunicaciones, grabar llamadas personales, filmar reuniones confidenciales y robar documentos oficiales.
En marzo de 2003 el semanario Proceso confirmaría los rumores en torno a la operación contra Fox:
[…] Carrasco Altamirano fue el encargado de hacer llegar al entonces diputado sinaloense —cercano a […] Labastida— Enrique Jackson [Ramírez] una carpeta del Cisen [que estaba sembrado de personajes cercanos a Robledo Madrid y García Luna] con información confidencial sobre la campaña […] de Fox.
Con las copias de unos cheques que daban cuenta del turbio financiamiento foxista, el actual coordinador de los senadores del PRI [Jackson] subió a la tribuna de la Comisión Permanente y exhibió las presuntas contribuciones ilegales recibidas por el comité de campaña […] de Fox […] detonando así el escándalo de los Amigos de Fox, cuyo cerebro financiero fue el empresario Lino Korrodi.
La mirada perdida de García Luna rondaba por las sillas vacías, las mesas repletas de papeles, de archivo que estaba muriendo frente a sus ojos. Su carrera se desmoronaba tras haber alcanzado todas las posiciones posibles dentro del Cisen gracias a la ayuda de Wilfrido Robledo: desde la subdirección de Protección, pasando por el puesto de secretario técnico del Subcomité para la Prevención del Tráfico de Armas, Explosivos y Municiones, hasta convertirse finalmente en el coordinador de la Unidad de Investigación de Terrorismo y de allí a la inteligencia de la PFP. Todo ese esfuerzo para que un botudo lo tumbara. Sin embargo, no estaba solo; la mayoría de los funcionarios de alto rango, priistas, se encontraban igual, paralizados por el miedo a un futuro incierto, inconcebible hasta hacía unas horas.
No tardaría en llegar la orden para desmantelar y desmontar las oficinas de seguridad que sirvieron para espiar ilegalmente a políticos, empresarios y a otros personajes, todo bajo los mandos superiores de la PFP. La escena sería recordada y vivida de nueva cuenta, con las caras desveladas por la prisa, un día de mayo de 2020, en un Vips de la Ciudad de México, por Tomás Borges, seudónimo que se dio a un exagente de inteligencia del Cisen y de la PFP, quien en 2013 publicó Diario de un agente encubierto: la verdad sobre los errores y abusos de los responsables de la seguridad nacional en México.
Me enviaron con carácter de emergencia a base Chalco, una casa de seguridad, como tantas que había regadas por todo el país para espionaje ilegal y a las que fueron comisionados otros agentes, enclavada en la calle de Mirador, colonia Villa Quietud, casi esquina con Calzada del Hueso (el sur de la Ciudad de México). Esta, a simple vista, parecía una fábrica de madera. Al tocar el timbre se activa automáticamente una grabación de sierras funcionando para que en caso de que entreguen correspondencia, desde la recepción se escuche el bullicio propio de una maderera: voces de obreros trabajando con frenesí; no debía levantar sospechas entre los vecinos del lugar.
Llegué acompañado por Miguel Villanueva y Luis Cárdenas Palomino, conocido por el Pollo, quienes me instruyeron para que destruyera todas las evidencias que había en el lugar. A mi arribo, sin embargo, vi a personal operativo rompiendo fotografías y documentos de archivos, así como deshilvanando audios y videos. La orden era clara: que no quedara nada que pudiera ser comprometedor […] era una romería de imágenes. Unas atroces de destrucción […] parecía más un mercado popular que una oficina de investigación y espionaje. Debían eliminarse todas las posibles evidencias […] para que cuando llegara el gobierno de transición no encontrara nada anormal. Había urgencia por destruir las evidencias del espionaje ilegal y dejar, tanto como fue evidente, solo aquellas relacionadas con la investigación de la seguridad nacional.
García Luna, por cuestiones de rango y seguridad, se encargaría de desmontar y destruir los expedientes peligrosos, estratégicos o informes de alta clasificación —para consumo exclusivo de unos cuantos funcionarios y guardados con claves de secrecía— archivados en los sistemas informáticos de las oficinas centrales. Desde su llegada a la PFP, García Luna comenzó a espiar a todos los mexicanos desde casas de seguridad que sembró por todo el país; el énfasis fueron las ciudades más pobladas, las fronterizas con Estados Unidos y la Ciudad de México.
La orden era clara: eliminar todo rastro de los archivos y las carpetas que se entregaban a la pgr, a la Secretaría de Gobernación y, desde luego, a la Presidencia de la República. García Luna cumplió cabalmente y fue por ello que sobrevivió al cataclismo y ascendió hasta volverse uno de los hombres más poderosos del país. Pero esta es tan solo una versión. También existe otra en la cual se sospecha que García Luna sustrajo y guardó ese archivo; posteriormente lo utilizaría para recuperar su carrera, para hacer doblar las manos de políticos como Manlio Fabio Beltrones Rivera, quien abiertamente movía los hilos del PRI en la Cámara Baja del Congreso de la Unión.
Beltrones tuvo un encuentro con García Luna, que bien pudo ser semisecreto o confidencial de alto nivel. Se llegó a acuerdos. La bancada del PRI en la Cámara de Diputados, que en un momento de la presidencia de Calderón había representado su mayor obstáculo, dio un giro interesante. Beltrones se convirtió en una especie de vicepresidente del régimen panista y a partir de entonces Calderón convirtió a García Luna, su secretario de Seguridad, en su mismísima sombra.
El altar del Ángel de la Santa Muerte, ubicado en las oficinas de la SSP, demostraba el esplendor del poder de García Luna. Fue entonces cuando se hizo público que, en la casa de espionaje de Naucalpan, municipio del Estado de México conurbado con la Ciudad de México, había conversaciones grabadas de Fabio Beltrones, así como de los políticos opositores Andrés Manuel López Obrador, Marcelo Ebrard Casaubón y Ricardo Monreal Ávila, además de los panistas Santiago Creel Miranda y Juan Camilo Mouriño Terrazo, el hombre más cercano a Calderón.
En 2012 la política panista Josefina Vázquez Mota envió, a través de su aparato de comunicación y redes sociales, saludos «para Genaro García Luna, quien nos graba en lugar de grabar al Chapo; un saludo muy amoroso a Alejandra Sota que filtra todas nuestras llamadas telefónicas, ¡pinche Sota!». Alejandra Sota Mirafuentes era operadora de medios del entonces presidente Felipe Calderón.
El poder del espionaje sobrepasaba la fuerza militar. El general secretario de la Defensa Nacional, Guillermo Galván Galván, y el almirante de la Armada de México y secretario de Marina, Mariano Francisco Saynez Mendoza, callaron, se sometieron y aceptaron las políticas que seguiría García Luna. En los hechos, se ubicó por encima de su cargo, y sin ser militar se convirtió en una especie de ministro de Guerra apoyado a ciegas por el presidente Calderón: la frente en alto, la mirada marcial, el pecho salido, como quien sabe que no debe temer a nadie. La figura de García Luna se alejaría completamente de aquella otra de andar nervioso, de animal enjaulado, que ese 2 de julio del año 2000 desgajó un rosario invisible ante la mirada preocupada de Cárdenas Palomino y las marcadas cejas de Wilfrido Robledo Madrid.
Los años develarían otros secretos del poder inmenso de García Luna: el primero de diciembre de 2006 tomó el mando absoluto de un operativo especial para tomar por asalto el Congreso de la Unión, que sesionaba aquel día en la Cámara de Diputados, para que Calderón se impusiera la banda presidencial y se juramentara él mismo como sucesor de Vicente Fox.
Como nunca había pasado en la historia del país, aquel día el Estado Mayor Presidencial (emp) cedió su mando a la Marina Armada de México para que coordinara la toma de posesión de Calderón; a su vez, el almirantazgo delegó todo el poder en un civil que se había comprometido a doblegar, incluso por la fuerza, a los legisladores, diputados y senadores de oposición que desaprobaban la juramentación de su jefe Calderón.
Con cierta brusquedad, pero dócil y obediente, el almirantazgo ocultó su vergüenza y cedió a García Luna el mando efectivo de 2 mil 985 soldados de los cuerpos de élite de la Marina Armada para que rompieran el protocolo y tomaran por la fuerza de las armas el Palacio Legislativo de San Lázaro. Después de ese día, Calderón no regresaría jamás al Congreso de la Unión. Llegó por la puerta de atrás y se fue con las manos manchadas de sangre.
Con la derrota del PRI y Labastida en 2000, los tres —Robledo Madrid, García Luna y Cárdenas Palomino— parecían presas fáciles de los futuros secretarios de Estado, quienes llegarían a tomar control de todas las instituciones y probablemente tendrían la tentación de poner en marcha una cacería de brujas. Temían sobre todo al titular de la Secretaría de Seguridad Pública. Había evidencia suficiente de que líderes panistas y otros dirigentes de oposición al PRI habían sido blanco no solo de la policía política que era el Cisen, sino también del espionaje ilegal de la PFP. Alejandro Gertz Manero, nuevo titular de la SSP y, por lo tanto, mandamás de la PFP, no congeniaría con el recién ascendido en la Marina Armada, Robledo Madrid, ni con García Luna.
Gertz tenía sus razones para desconfiar de ellos. Robledo Madrid envió, por su parte, señales directas inmediatas de que no se sometería a su nuevo jefe, ni le guardaría ninguna consideración. Sería un choque de trenes, si bien los choques internos debido a la entrada de un gobierno panista y la salida de uno priista no formaban parte de la agenda pública. Era la noche de un domingo memorable para la historia política del país, y aquella oficina parecía a punto de derrumbarse sobre ellos. Ninguno imaginaría que la caída, ese golpe de hocico contra el concreto de la política mexicana, era en realidad una oportunidad para remontar el vuelo por altos cielos.
—Esto ya valió pa’ puras chingadas y ya nos cargó la chingada —remarcó Luis Cárdenas Palomino, lo que provocó el suspiro de asentimiento de Genaro García Luna y Wilfrido Robledo Madrid.
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Estar ante un juez es estar ante un espejo sin misericordia. Narciso perdió la vida al enamorarse de su reflejo, pero García Luna no se le asemeja del todo. Se trata de un individuo paradójico en cuanto a su imagen. En su entorno era reconocido por su elegante y costoso traje sastre azul de corte inglés, camisa blanca de algodón con hilo fino de dos cabos, ojales cosidos a mano, botones de nácar, puños entretelados y la corbata de seda. Impecable en su vestir. Pero hasta ahí llegaba el reflejo que deseaba exponer, pues de su vida personal no se sabía nada. Sin embargo, los jueces no se engañan fácilmente, no se quedan con la fachada que se muestra.
Nuestro Narciso paradójico se encontraba desequilibrado. Tras su nueva caída, que tuvo como escenario Nueva York en 2020, García Luna vestía un pantalón caqui, sudadera gris y tenis sin agujetas —para que no se fuera a suicidar—, ya que ahora debía ajustarse a las reglas de la prisión neoyorquina en la que fue recluido. Sus manos parecían archivar documentos invisibles, como si buscaran deshacerse de la historia sucia que estaba a punto de emerger; debía quemar las pruebas, eliminar todo rastro que pudiese responder las preguntas que llenaban la mente de la jueza Peggy Kuo.
¿Cuántas caídas puede sufrir un hombre? La que padeció la noche del 2 de julio del año 2000 no se comparaba con su presencia ante la jueza en una corte estadounidense. Frente al mundo surgían las preguntas: ¿quién es García Luna? y ¿quién fue García Luna? Ambas cuestiones eran determinantes para el futuro del ahora detenido. Nunca en la historia se había encarcelado en Estados Unidos a un secretario de Estado mexicano. Los grandes diarios impresos, la televisión, la radio, las mayores agencias de noticias del mundo y los sitios web hicieron que comenzara a distinguirse con claridad ese lado oscuro de García Luna y la verdadera cara de Calderón, quien intentó de inmediato eludir su responsabilidad afirmando que «no sabía».
El hombre sin pasado, aquel de las dos caídas, el que cambió los zapatos bien lustrados por tenis sin agujetas, el que con sus manos inquietas parecía eliminar archivos invisibles e infinitos, estaba desnudándose ante el mundo.
Libros y trabajos especiales de periodistas o escritores como Carlos Galindo, Ricardo Ravelo, José Reveles, Anabel Hernández, Peniley Ramírez, Jorge Carrasco Araizaga, Jenaro Villamil, José Gil Olmos o el exagente de inteligencia Tomás Borges desnudaron otra parte de la vida oscura de Genaro García Luna y de aquel emporio de corrupción. La mirada estaba puesta sobre aquel fracaso como funcionario en la fallida guerra contra el narcotráfico, los nexos con el crimen organizado, empresas fantasma, triangulación de recursos públicos para beneficio personal o de grupo, sobornos, negociaciones secretas con capos de los cárteles de la droga y la iniciación en el esoterismo. Toda esta penumbra mostraba por lo menos una claridad: García Luna es un personaje oscuro que aún tiene secretos escondidos.
Genaro y sus allegados, a cuya cabeza se encontraba el Pollo Cárdenas Palomino, habían tenido tiempo —cinco meses entre los comicios presidenciales de 2012 y la asunción de Enrique Peña Nieto, y posteriormente los seis años que duró el mandato de este oscuro y conspicuo personaje, quien llegaría a gobernar con lo peor del PRI— para destruir pruebas, documentos confidenciales, lavar o esconder su fortuna y refugiarse en Estados Unidos. La situación se asemejaba a la derrota del PRI en el año 2000: una limpia desesperada de archivos; la historia se repetía.