En este refugio de la Ciudad de México duermen, comen y reciben ayuda psicológica unas 500 personas, pero su futuro es una gran interrogante.
Por Karla Casillas Bermudez
Ciudad de México, 1 de octubre (SinEmbargo/ViceMedia).– Un grupo de veinte niños, divididos en tres grupos, juega con varios perros. Es una terapia dirigida por especialistas que intenta sanar algo del estrés que los pequeños tienen acumulado desde que la tierra tembló y se quedaron sin casa. No sabemos si temporal o definitivamente.
Samanta, una niña de 8 años, colorea con crayolas un cuaderno para iluminar que alguien donó. Un sacerdote vestido de negro deambula por este gran gimnasio, ahora convertido en el hogar temporal a cerca de 500 personas. Él intenta llevar «consuelo» a todas esas familias, que no saben qué harán cuando ese recinto deje de funcionar. Su futuro es totalmente incierto, y nadie les ha ofrecido una solución a largo plazo.
Estamos en el albergue de la Delegación Benito Juárez en la Ciudad de México, una demarcación en la que ha habido 13 edificios derrumbados, 30 en riesgo inminente de caer y 21 que registran daños en su estructura, según ha informado el jefe delegacional, Christian von Roerich a medios nacionales recientemente.
Desde el 19 de septiembre decenas y decenas de personas con el miedo metido en su cuerpo, con sólo lo puesto y con sus hijos de la mano comenzaron a llegar. Este 21 de septiembre, dos días después del trágico sismo de magnitud 7.1, ya son 466 personas las que están registradas; y aún hay cupo para más. Ahí podrían llegar a alojarse hasta 800, según nos informan los encargados de la propia delegación.
«Es normal que te sientas agotada, pero es importante recordar que estamos con vida y que tenemos acceso a alimentos», dice una psicóloga de la brigada de la Universidad Autónoma de México (UNAM) a Mayra Aparicio Báez, una mujer de 29 años que fue desalojada porque la estancia de la azotea en la que vivía, tenía varios tinacos de agua Rotoplas y un gran tanque de gas que abastecía a los 20 departamentos del edifico, en el que su marido era el conserje.
«El edificio no se cayó, pero si es preocupante porque se agrietó el cuartito donde estamos, y encima de nosotros hay 16 Rotoplas y una cochinilla grande de gas. Por eso ya no nos dejan entrar. La parte de abajo del edificio está estrellado, y nos dicen las autoridades que no es conveniente estar ahí. No nos dejaron sacar nada, nos evacuaron inmediatamente», narra Mayra a VICE News.
«¿Que cómo veo mi futuro? La verdad no sabemos qué vamos a hacer, no tenemos dónde vivir, y nos tendremos que quedar aquí mucho tiempo», dice la mujer sin tener certeza de qué significa eso que ella refiere como «mucho tiempo».
En el gran refugio hay servicio de pernocta, alimentos, médicos, ayuda psicológica y comida para mascotas, pero no hay una solución definitiva para quienes se quedaron sin casa. Cada noche llegará más gente con crisis de angustia y problemas para concebir el sueño. Nuevas víctimas de maltrechos edificios que podrían estar en riesgo de colapso.
Cirilo, el marido de Mayra observa a su hija Samanta de 8 años, colorear su cuaderno, sobre una de las colchonetas azules que cubren el piso del deportivo. Su otro hijo, Alexi de 7 años, quien sufre un tipo de distrofia muscular muy agresiva llamada Duchene, está en el salón de juegos con una educadora. De hecho la enfermedad de su hijo fue lo que trajo a esta pareja a vivir a la Ciudad de México hace 9 meses. Ellos dejaron su hogar en la Sierra Norte del estado de Puebla para venir a buscar ayuda médica y la encontraron en el Instituto Nacional de Rehabilitación: «ahí lo están atendiendo bien. Como es una enfermedad degenerativa, sólo le pueden dar calidad de vida, y eso queremos», dice Mayra.
Cirilo llevaba unos meses trabajando como portero en ese edificio ubicado en la calle Víctor Hugo 215, en la colonia Portales; y Mayra había pedido un permiso a la Delegación Benito Juárez para poner un pequeño puesto de tamales y atole, pero se lo negaron. «Yo sólo pido eso. A mi me ayudaría si me dieran mi permiso para poner mi negocio y trabajar, para poder sostenernos».
Eso, cuando consigan un nuevo lugar donde vivir.
Mientras los voluntarios pasan repartiendo comida, y en los salones contiguos hay decenas de personas preparando bolsas de despensas, Gabriela Cordero de 36 años, mira su celular insistentemente.
Ella vivía en un edificio ubicado en la Calle Santa Cruz 15 en la Colonia San Simón. Una construcción que tiene más de 50 años, conformada por un centenar de departamentos. La forma de esta unidad habitacional es circular «como si fuera un estadio con un patio central», describe Gabriela, quien no ha vuelto a su departamento desde la tarde del 19 de septiembre, cuando su hijo de 14 años y ella salieron corriendo en cuanto sintieron el jalón que les dio la tierra.
«Estaba cocinando y de los nervios dejé la estufa encendida. Ya en la calle me acordé y cuando pasó el temblor subió mi hijo a apagarla. Bajó y desde ahí ya no hemos regresado».
Gabriela no quiere regresar a vivir ahí, un departamento en el que habita con sus tres niñas —de 5, 6 y 7 años—, y su hijo de 14.
«Desde el otro temblor de 8.1 (el pasado 7 de septiembre) la verdad yo no dormía en las noches, sino hasta las 3 de la mañana. Me quedaba despierta». Ella y sus niñas llegaron al albergue el mismo 19 de septiembre a la media noche, después de descartar la idea de quedarse a dormir en el carro. «Aquí estoy más tranquila… por el momento» dice, pero no tiene idea qué van a hacer en el futuro.
Está esperando a que Protección Civil acuda a hacer un diagnóstico de su edificio, pero ella tiene claro dos cosas: no quiere volver ahí y exige a los políticos que en lugar de gastar el dinero en campañas, en sueldos, en aguinaldos y en prestaciones, deberían de donarlo a la gente que se quedó sin casas.
«En México gastan dinerales en las elecciones y no nos ayudan a nosotros. Es más importante la vida de las personas y la seguridad, que las elecciones. La mayoría de los gobernantes viven muy bien, y nosotros pues mira a dónde estamos. Unos aquí (en el albergue) y otros fallecidos. Ese dinero que se destine a la emergencia. La gente ahora lo necesita», menciona Gabriela.
Tiene junto con su esposo, un local de ropa justo en la parte de abajo de su edificio; y si al final deciden demolerlo lo perderán absolutamente todo.
«Ahora todo va a estar muy difícil para toda la gente y los comerciantes. Vienen meses muy difíciles para salir adelante. Yo tengo un montón de deudas, porque uno pide prestado. Por eso no me he ido; por lo menos aquí hay qué comer», dice Gabriela una mujer de cabello negro, nariz afilada y ojos rasgados.
El ajetreo no cesa en este albergue. Hay voluntarios para casi todo. Actores que hacen pequeñas representaciones para que los niños se diviertan. Entrenadores de perros que juegan con los pequeños, médicos que atienden dolores, psicólogos que ofrecen terapias personales y grupales, una violinista que dona su música.
Por ahora los damnificados de este nuevo 19 de septiembre tienen un hogar temporal, pero no una salida definitiva. Estas historias seguramente se repiten en los más de 40 refugios que se han habilitado en la capital. Sus inquilinos saben que su futuro es un enorme signo de interrogación.