La rutilante autora argentina ingresa al mercado mexicano con su aclamado libro de cuentos El desapego es una manera de querernos, editado por Literatura Random House
Ciudad de México, 1 de octubre (SinEmbargo).- Ahora la madre y el hijo están muertos y el padre viudo. No sabe que ya no tiene hijo. Sabe que es viudo o lo supo, mejor dicho, un rato después de que sus hijas, vivas, se lo dijeran.
—Mamá está muerta.
Después, al otro día o a la hora siguiente, se le olvidó.
Alguna tarde pregunta por ella. Se sienta en el fondo de la casa donde antes tenía una huerta y ahora sólo hay yuyos y algunas gallinas que esconden los huevos en el pasto. Se sienta en un banco pequeño, de madera, que siempre usa, que lleva de un lado para el otro, adonde se le antoje sentarse, mira hacia el fondo de su casa y al fondo de la casa que está del otro lado y conecta con el suyo, mira hacia allí que es como mirar nada, a lo sumo las sábanas que cuelgan del tendedero de la vecina y se mecen con el viento si hay viento, si no están quietas, duras por el sol que les dio todo el día y el almidón casero que la vecina les aplica cuando las lava. Apisona el tabaco de su pipa con un pulgar, la cabeza ladeada porque ve de un solo ojo. Tuvo un accidente hace más de veinte años y quedó medio tuerto al principio; ahora, de viejo, del todo.
Pregunta.
—¿Dónde está mamá?
Si alguna de las hijas o de los nietos acierta a pasar por su lado cuando hace la pregunta, le responde con fastidio.
—Pero otra vez con eso. Si ya te dijimos. Ya sabés. No te hagás el tonto.
No quieren tener que decirlo de nuevo. ¿Y si esta vez no se lo tomara con tanta calma? ¿Si se le diera por no resignarse? Bastantes problemas tienen ya.
La que vive con él, la menor, está hasta acá deproblemas. Ahora con la madre muerta uno menos, pero casi no se nota. El hijo mellizo, el varón, enfermo.
Siempre fue un chico de mal carácter y ahora se pone peor. Dos por tres le arroja la comida de la dieta por la cara. No se cuida. No sigue el tratamiento. No se hace los análisis. La fístula del brazo empieza a tomar color feo. Roba puñaditos de sal de la alacena y se esconde en el baño a comerlos como si fuesen golosina. Ella se acuerda patente de lo que pasó con la Normi, la hermana de sus amigas, que era muy amiga de su hermana mayor. Los últimos meses de la Normi fueron espantosos. Estaba flaca como una piola y verdosa. Lamía los vasos vacíos tratando de sacarles una gota olvidada. No quiere verlo a su hijo así. Pero qué puede hacer. No es una criatura, tiene
veinte años. Y todavía falta lo peor. El médico le ha hablado de las largas listas de espera para el trasplante.
Le ha dicho que mientras esperan el órgano tendrán que enchufarlo a una máquina, dos o tres veces por semana, una máquina que tiene una manguera que entra por el brazo, ahí donde le pusieron la fístula, y lava la sangre. No termina de entender cómo
funciona eso. El doctor le dijo que se llama diálisis.
Diálisis. Fístula. Dos palabras difíciles. También le ha dicho el especialista que el cuerpo puede rechazar el órgano, que es algo que ocurre con bastante frecuencia,
y hay que empezar todo de cero. Y que aun si el trasplante es exitoso, su hijo nunca tendrá una vida normal. También le dijeron, no el médico, es algo que oyó por ahí, así que no sabe si creerlo, que a los trasplantados les salen pelos negros por todo el cuerpo.
A veces el padre se pone insistente, no se conforma con las evasivas.
Repite.
—Pero ¿dónde está mamá? Decís que ya me dijiste, que ya sé. Pero yo no me acuerdo. Hablá más fuerte no ves que no oigo bien. ¿Dónde está?
Entonces le mienten que sigue en el geriátrico donde pasó poco más de un mes antes de morirse.
—Está del Alejandro. En el asilo. No te acordás que la llevamos.
—Condenada mujer, venir a dejarme a esta altura —dice rabioso.
Otras veces, acaricia el lomo de su perro que lo sigue a todos lados.
Dice.
—No te me vas a morir vos también, Negrito.
Como que sabe o se acuerda de a ratos.
La hija mayor no es que tenga problemas, pero se desentiende. Ella enterró un marido y ahora tiene otro que se llama igual que el difunto. Esas casualidades. Está ocupada llevando adelante su nueva vida conyugal. Se da una vuelta todos los días, pero más
para vigilar a la hermana que para ver al padre. Después de todo, dice, ellos están viviendo bajo el mismo techo, lo menos que pueden hacer es ocuparse.
—¿Comió? ¿Lo bañaste? ¿Tomó los remedios? ¿Preguntó por ella?
—Hoy sí preguntó.
—¿Y qué le dijiste?
—Nada. Que está en el asilo.
—Ni se te ocurra decirle lo otro. No sea que le agarre un ataque y haya que salir de rompe y raje al hospital. Para qué lo vamos a preocupar si total enseguida se olvida.
A la mayor le gusta esconder los muertos bajo la alfombra. Ya lo escondió al hermano, el que se voló la tapa de los sesos hace unos años, lo escondió tan bien que la madre se murió sin enterarse.
—¿No lo ves triste al Negrito vos?
—Por ahí la extraña a mamá.
—No creo. Si ese perro nunca la quiso.
Cuando la vecina recoge la ropa del tendedero, le libera el panorama. Si mueve su banquito hasta un extremo del patio, puede ver la puesta de sol, el día cayendo sobre los terrenos baldíos. En esa parte del pueblo, casi en las afueras para el lado de Villaguay, todavía quedan muchos sitios sin lotear. Eso que se ha construido mucho desde que ellos vendieron el campo y compraron acá.
Por suerte empieza el verano. Le gusta el verano. Estar sentado afuera todo el día, mirando con el único ojo que todavía le sirve. Con un solo ojo le alcanza, no hay tanto para ver: algunos niños que salen a cazar bichitos a la noche; algún auto moderno, de
gente de afuera que viene por las termas y pasa por la calle de tierra porque se perdió o por conocer; alguna forma escurridiza que no distingue y que mueve los yuyos del fondo a su paso y el Negrito ladra enfurecido, una víbora o un cuis, vaya a saber.
Menos mal que empieza el verano. El invierno es triste, acá como en el campo.
¿Quién es Selva Almada? (Entre Ríos, 1973) ya había publicado algunos libros pero fue con El viento que arrasa, breve y contundente novela de comienzos del 2012, que terminó de llamar la atención de los lectores y la crítica especializada.
¿Quién es Selva Almada? Es autora también de los libros de relatos Una chica de provincia (Gárgola, 2007) y Niños (Edulp, 2005); y los poemas Mal de muñecas (Carne Argentina, 2003). Sus relatos integran varias antologías publicadas en la última década, entre ellas Die Nacht des Kometen (Edition 8, Alemania, 2010). Becaria del Fondo Nacional de las Artes (2010). Coordina talleres de lectura y escritura. En 2013 publicó la novela Ladrilleros, por el sello editorial Mardulce.