Jesús Robles Maloof
01/09/2016 - 12:00 am
Trump en México
Queríamos a Juan Gabriel y nos mandaron a Donald Trump. El domingo partía nuestro querido Juan Gabriel quien entre mucho méritos, afirmó su derecho a ser auténtico y libre, frente a una sociedad profundamente conservadora. El martes por la noche, aún sin noticias de los restos de «El divo de Ciudad Juárez», conocimos que Enrique […]
Queríamos a Juan Gabriel y nos mandaron a Donald Trump. El domingo partía nuestro querido Juan Gabriel quien entre mucho méritos, afirmó su derecho a ser auténtico y libre, frente a una sociedad profundamente conservadora. El martes por la noche, aún sin noticias de los restos de «El divo de Ciudad Juárez», conocimos que Enrique Peña Nieto invitaba a platicar en Los Pinos a quienes buscan la Presidencia de los Estados Unidos.
Esa misma noche supimos que el candidato republicano y el recién exonerado tesista, iniciarían la ronda. Vaya inicio de semana, pensé. Por las ideas de Donald Trump sobre México, sobre quienes lo habitamos, y sobre la relación entre ambas naciones, la cándida invitación fue recibida casi unánimemente como una indigna afrenta hacia los mexicanos.
Desde un análisis estratégico no se entiende el posible beneficio para México de esa charla, sólo que los asesores presidenciales estén en una desesperada búsqueda de una ruta de salida a los escándalos sucesivos del nativo de Atlacomulco. Por el contrario, el objetivo para Trump fue muy claro y concreto: buscar un pedazo del voto latino que acorte su desventaja frente a Hillary Clinton. Su visita a México y sobre todo una simple foto en Los Pinos, bien valieron el viaje.
El cambio en su estrategia se debe también a otro factor y es que el 61 por ciento de los norteamericanos se oponen a la propuesta de construir un muro en la frontera con México y no tienen posiciones determinantemente negativas hacia la inmigración, lo anterior según la última encuesta del Pew Research Center. Así, resulta previsible que en adelante, Trump no centre más su campaña en una agenda que le consiguió el apoyo necesario para ganar la candidatura republicana, pero no convencerá a los votantes indecisos necesarios para alcanzar a candidata demócrata.
A pesar del fragor electoral en los Estados Unidos y los escándalos políticos del último tramo de la gestión de Peña Nieto, el muro entre nuestros países, está y estará en pie, constituyéndose en un símbolo físico de la intolerancia entre naciones, una afrenta a la dignidad humana y a los derechos fundamentales entre ellos al derecho de toda persona a migrar.
Contra lo dicho por Peña Nieto tras la reunión de ayer sobre el “derecho fundamental de cada nación de proteger sus fronteras”, un dato poco conocido de la barrera fronteriza es que el mismísimo gobierno mexicano legitimó su construcción mediante la Comisión Internacional de Límites y Aguas entre México y Estados Unidos incluso la presume en una tristemente célebre placa del lado mexicano en la frontera de Nogales, Sonora.
Mención especial merece el recurrente uso de eufemismos del Ejecutivo Federal (o el redactor de sus discursos). Primero, porque son las personas y no los gobiernos, los titulares de derechos fundamentales y en segunda instancia porque el aludido derecho no existe como tal. A decir de las primeras reacciones en los medios, el resultado de la citada reunión desde el punto de vista de nuestros intereses, es nulo y acaso perjudicial, al haber colaborado para que el discurso racista avance en su camino a la presidencia de la primera potencia mundial.
Uno de los temas más complejos en política es plantear la relación entre Estados Unidos y México. No por el hecho que las propuestas alternativas no sean conceptualmente posibles, sino por la realidad que es una agenda que el vecino del norte impone, por lo que el espacio de maniobra política y diplomática es limitado.
Siempre he creído que algo que funciona a la perfección para los intereses de las oligarquías en ambos países, es la intolerancia (precisamente uno de los valores promovidos por Trump). Pero el racismo norteamericano tiene su “pareja de baile” en el malinchismo antigringo de muchos mexicanos, promovido históricamente desde el PRI.
El día que como sociedad superemos la idea simplista de Estados Unidos como enemigo y le apostemos al entendimiento, no sólo podremos recuperar la gran tradición de lucha por la libertad de figuras como Henry D. Thoreau (uno de mis ídolos) o de Martin Luther King Jr., por citar solo dos monumentales ejemplos, sino podremos forjar alianzas con los movimientos cívicos que desde las tierras arriba del río Bravo luchan contra las formas imperiales de la geopolítica de Estados Unidos.
Ejemplo de lo anterior, es la Iniciativa Kino desplegada en Sonora y Arizona, que como pequeña y radiante luz en el desierto afirma la dignidad de la persona humana en plena zona de conflicto y muestra como la sociedad civil de ambas naciones puede mostrarle a los gobiernos el camino.
Cuando nos liberemos de ese rancio patriotismo quizá en el espejo veamos un país y una sociedad igual o más racista que la del norte y veamos la incongruencia de un gobierno mexicano que deportó durante 2015, a más personas migrantes que su contraparte.
Junto a ese reto cultural, toda política binacional, sin abandonar el realismo y quizá fundado en ello, debe abordar agendas y construir alianzas en temas específicos. Uno de ellos en mi opinión, es el migratorio. La evidencia demuestra que el flujo de personas entre los países de la región tiene beneficios económicos, sociales e incluso poblacionales. En este sentido, la mencionada encuesta del Pew Research Center habla que el sentido común en los norteamericanos va ganando terreno.
A pesar de la promoción del odio racial que ejemplifican tanto el muro fronterizo como el Programa Frontera Sur que aplicamos a nuestras hermanas y hermanos migrantes de centroamérica, los días de la intolerancia están contados. Espero que la elección presidencial en Estados Unidos sea el punto de partida.
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