Antonio Calera
01/08/2020 - 12:01 am
Comidas y caminos de la sangre
Cuando llegue ese momento, así como si nada, en paz de verdad en nuestro adentro, nos sonreiremos, sobre la tierra pero de cara al cielo.
La religión, lo que sea eso, la entenderíamos mejor en la calle que en los templos, al ver al otro, de tener cómo, comiendo a un costado. Mucho mejor que parados en la basílica de San Pedro. Así como de política aprenderíamos más en un mercado que en la Cámara de Diputados. Esto es cierto. Y en esa suerte de que tuviera pan sobre su mesa se otro, lo veremos parsimonioso o rotundo pero siempre suelto al llevárselo a la boca, en profundo bienestar. Libre de estupideces, quizá hasta en éxtasis, en santa paz. Y luego, como es obvio, entregarse, cuan largo es ya desenrollado, a la fiaca o a la deriva de sus pasos: una sabia y placentera caminata. Héroes y heroínas: fanfarrias a esos colonizadores del placer, migrantes que dejan irse, se lanzan a derrapar a ras de piso, aún en estos tiempos, como amantes de la vida. Para ver, para sentir que no sólo han venido a pagar cuentas, dar círculos dentro del cráter de los conflictos: ganar deudas. Aplaudamos a quienes, al doblar la esquina, observamos en el ritual de unos elotes, tamales con atole. ¡Hablemos más de esos granos de maíz en tuétano, las tortas de milanesa, las paletas heladas que te encontraste dando la vuelta hace no mucho tiempo, de las decenas de enfilados hambrientos en vías de satisfacer su antojo, su deseo! Eso fuimos, somos y seremos: seres hambrientos por ejercer su derecho al placer, al deseo. Que nunca se nos olvide. Recordemos aquellos momentos de nuestra vida en que no teníamos nada, ni un peso.
Cómo saciábamos el hambre de la panza y del alma sólo riéndonos. Sin hacer de esto una apología de la pobreza: no somos unos pendejos. Hablo de que en la sequía de fiambres, cuando no sabíamos qué era esa mamarrachada de estilos, niveles de vida, siempre llegó a natural a nosotros el arte de movernos, de mecernos en las mesas con cosa muy sencilla: vía de la saliva, el relato, la risa también, claro, la memoria y las maneras de contarla. Lejos de las recesiones económicas que llevan un siglo de flagelarnos y, como cara visible de estas, la consabida reducción de salarios. En fin, nuestras ruinas circulares. Y por ahí había que litigar. Por construir de nuevo el orgullo de levantarnos, levantar la idea de cultura. Discurrir sobre nuestro derecho a cultivar, soñar, por ejemplo, en que pronto vendrá un viaje de nuevo, en que saltaremos de la cama y haremos maletas, en que partiremos a un destino conocido o tal vez incierto, a puro vivir. Que nos llegue de nuevo, en la madrugada, ahí con abrigos o chamarras, el olor de una gasolinera, el sonido de los autos, los camiones al pasar, mientras bebemos café de un termo a las orillas de la carretera. O bien de pronto salir disparados del taxi, documentarnos con una aerolínea y volar, entre el sueño y el ensueño, soñar con viajar por el mundo. Todo cabrá en ese volar si lo deseamos. Y no como una metáfora fósil, chatarra de los propósitos más idos de cabras. No. Porque constataríamos de buscarlo, que sí llegará un aterrizaje en otras latitudes, un nuevo clima, otra forma de hablar, y apenas llegar al cuarto, bajaríamos rápido a las albercas, a acabar con los cacahuates en una barra llena de luz, montañas de crustáceos recién pescados sobre galletas saladas, limón y salsas picantes con vinagre. Trajes de baño y toallas, ya lo creo, untados de bronceador, buenas vibras y papas fritas. Sin mala leche. Y si entendemos estas metáforas felices aquí escritas es que no hemos muerto aún, y podemos reír, reírnos de nosotros mismos. Prepararnos para la guerra. Porque sabemos que es cierto que irnos hacia esos paraísos nos hará más fuertes. Portando acaso libros para no leer y beber refrescos a tope de hielo y vinos blancos, tequilitas dizque para hacer estómago pero más para sacarnos la ira y ceder enfáticamente a la piscina, una y otra vez, al fondo de la piscina y de fondo pura música de lobby bar. Y eso es lo que haremos si no nos seguimos matando más en esta vida que no vale. Pasaremos en esos hoteles nuestras botanas de sabor acuático con latas de cervezas, jugos de tomate con bastones de apio, limonadas frescas y clavados. Nos clavaremos de pronto a la realidad. Como nunca los pinches capitalistas pensaron, los mentidores pensaron: menos capitanes y más marineros, o todos capitanes o marineros, o mejor aún, pugnar por hacernos todos a la mar de lo común. Al agua pathos, viajaremos juntos bordeando lagunas, acompañando a los ríos, nos bajaremos a nadar en los arroyos, los cenotes, agradeceremos con misticismo el encontrarnos en semejantes paraísos. Eso merecemos. Sin teléfonos celulares ni alarmas, mensajes no deseados, citas de trabajo que de nada sirven, trabajos que no nutren, nada dan, solo quitan. Malpagados. Porque hay muchas cosas que despachar rumbo a la mierda: las redes sociales quizá se llamen redes por atarnos un tanto a lo que no queremos, grumos de sociedad anónima, empresas, como si hubiéramos nacido sólo para ir y venir de las opiniones ajenas, como si estuviéramos obligados a presumirnos con el otro, subirnos las faldas y los egos para otro que ni conocemos, pagar y pagar cuentas de nuevo, culpas de nuevo, inauditas. Promiscuidad, prostitución de lo humano. Los paraderos a un costado del camino serán nuestros lugares predilectos. Imagina el placer de sabernos sin amarras, sin tribulaciones de otros en nuestra cabeza, sin pendientes absurdos.
Pararemos el auto por carnitas, barbacoas de todos los Hidalgos, cecinas de todas las Yecapixtlas, todas las fresas de todos los Irapuatos. Ya nos atracaremos de mundo y, lo mejor, siempre de la mano, en estas metáforas de comer lo que se nos venga engaña y viajar a donde nuestro índice nos diga: al infinito. Seguiremos las señales. Las de la autopista y las del libre albedrío. Cargaremos baterías en las cenadurías de costa para echarnos un pan dulce, un bolillo con un chocolate o frijoles refritos. Y los repartiremos como debieron hacerlo con la riqueza, esa tierra prometida, ese paraíso fiscal que siempre fue juego de policías y ladrones pero no del pueblo. En ese estado de extrañamiento de sabernos en este mismo país pero en otro tiempo, con paisanos antiguos, conversando sobre manteles de plástico, saleros de tomate (que ya ni sal dan por ahora pero la darán), palilleros en botellitas de vidrio, televisores sobre refrigeradores y sobre de ellos figuritas de caricaturas. Con semejante festín de nuestro lado, cafetín y cigarrito, nos haremos de nuevo al camino. Rumbo a Orizabas, Córdobas, tomando para Xalapas rumbo a todas las Oaxacas que existan, con esa niebla que también viene desde un México ya ido. Pararemos en todos los mercados, en las plazas a comer en sus arcos fritangas, comidas corridas, tacos: garnachismos. Junto a nuestra gente en sus calles, a sus anchas, de cultura a reventar. En cada pueblo comeremos en sus fogones, sus anafres, sus peroles: quesadillas, caldos, guisados de toda la vida. Recuerdo tu gusto por poner hierbas dentro de cualquier tipo de tortilla, llevarnos al gañote su sabiduría: flor de calabaza, quelites pedías sobre tus tlacoyos, requesón y cuitlacoche, setas, nopales, todo debajo de salsas crudas muy aguaditas. Caminaremos juntos, de la mano, por los pueblos del país que nos robaron y les arrancaremos, haremos nuestro de nuevo. Nos meteremos a sus iglesias, jardines, museos, que también son cocinas, laboratorios donde se crea, creamos lo que somos. Y comparemos algodones de azúcar para volvernos niños, y chicharrones, raspados, cometas y globos. Pepitas, mentas, anises, dulces de mantequilla. Querremos meternos a cuantas panaderías podamos, mimarnos con sus obras, sopearlas con una lechita, un batido, resbalarlas con un licuado. Pastelillos rellenos de mermelada, rellenos o cubiertos de chocolate. Por capricho, claro, atasque, empacho, pero también porque simple y sencillamente el chocolate es la clave. Darnos la metafísica del chocolate, de las donas, los chocolatines, las pastitas, y claro que atacaremos también las corbatas, y nos haremos de orejitas, conchas, banderillas. Y recordemos que todo esto es una metáfora. Hace años, ¿recuerdas, cuando en tu niñez ibas con tu abuela a la panadería por una rebanada de mantequilla? ¿O una mantecada, una piedra, tu pieza favorita? Eso es todo.
Nos iremos por ese camino porque ya lo necesitamos. Porque somos adictos a sus misterios. Nos abre paso y hace recordemos por donde deberíamos abrirnos, tomar atajos para llegar a un destino. Nos meteremos a las recauderías por un par de plátanos, tunas, mangos, una papaya, un racimo de uvas, una sandía. Bellos esos muebles pintados de verde o anaranjado que nos presentan frutas, vegetales, legumbres. Hay de todo aunque a muchos ni guste: betabeles, chayotes, jengibre, hasta ajonjolí, alpiste. ¡Cómo nos gusta ir a los mercados los fines de semana! ¡Cómo nos gustan esos paseos a los americanos que nacimos aquí, en cualquier estado! Amaremos de nuevo y para siempre, olvidando a los súpers, los grandes establecimientos de otros lados, a nuestros mercados. Los fijos o los que van a todos lados. Esos puestos de comales y escobas, peltre, trapos, molinitos, rayadores, sinfin de cosas para la casa y cocina, mientras comemos pruebas de tostadas con crema, queso fresco, donde uno halla cotijas bien añejos, quesos frescos, neutros o salados. Para todos los gustos hay, todos parten su queso en el mercado, no sólo los poderosos. ¿Me acompañas a los puestos que prefiero por una cola de res, pancita lavada, sesos, pata bien limpia, pescado fresco, longaniza? ¿Vamos a esos huaraches con papa cerca de la Lagunilla? ¿Iremos juntos, verdad, a esa fonda que hace chiles rellenos, poblanos y anchos, por unos ricos huauzontles que hunden en harto caldillo de jitomate o una salsa espesa de chile pasilla? Quisiera que lleváramos a tus padres, a los abuelos a esa fonda que no está muy lejos, por unos huevos ahogados o rancheros, un cerdo en verdolagas, unas tortitas de carne, unas albóndigas en chipotle como dios manda, para luego echarnos un arroz con leche y unas fresas o duraznos con crema bastante ácida y espesa, un flan de vainilla o de cajeta. O de plano ya un ate con queso, qué importa, vaya que nos gusta y el chiste es no pararnos de la mesa. Para que quedarnos todos, al fin boquiabiertos d todo lo que comimos y nos mimamos. Así lo haremos. Coalición del deseo y la oportunidad, cosa que se gana, se arranca del muro de las trabazones para ganar aire, poder hacer lo que se venga en gana. Y no andar con los juego de serpientes y escaleras entre el deseo y la posibilidad. Y por supuesto el decir esto sigue siendo metáfora, pero también consigna, propuesta, reto a la vida. No ir hacia atrás, por los caminos en reversa,, como muertos vivientes, sobrevivientes, sino al revés, vivientes sobre de todo, hasta el final del camino, confiados en que las estampas que nos daremos no tendrán fin. Porque si lo vemos bien, lo que venimos deseando desde hace tiempo es que se abra un espacio en el que se nos permita ser como somos, nosotros mismos. Nos dejen vivir. No más. En donde comamos de nuestro verbo sí, bebamos de una bota de nuestro cuero cargada de su vino para escribir con él, regarlo y pintar todo de rojo sangre, rojo nuestro, color de lo más enardecido, rojo sol, rojo bandera, rojo verdad. Todo el tiempo que creamos sea necesario para reescribirnos, descubrir a qué realmente es que venimos a parar aquí. O a no parar. Que nos dejen hablar. Decirnos hasta que nos llegue la cara de la muerte y estemos seguros de que no hay más salida, que no nos han dejado ninguna puerta por abrir, pero también estemos seguros que no permitimos que nos mataran tiempo atrás. Cuando llegue ese momento, así como si nada, en paz de verdad en nuestro adentro, nos sonreiremos, sobre la tierra pero de cara al cielo, y nos beberemos la sangre uno del otro como sea que lo hayamos convenido, leyendo lo que fuimos sin decir una sola palabra, y nos haremos uno con el todo, en cualquier punto y en cualquier tiempo.
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