El abuelo sonríe. Hemos decidido aislarnos en su casa porque está lejos de la ciudad. El día que le hablamos fue lacónico. Solo dijo que sí y colgó. No hay señal de internet, ni de teléfono, un aislamiento completo al que no estamos acostumbrados. Mi hijo adolescente ha pasado por distintos estados emocionales, su forzado aislamiento de las redes sociales lo tiene en un estado de ansiedad. El celular sin señal es un animal muerto que observa con congoja. La pared llena de libros no es siquiera una opción. Son objetos bidimensionales. Semejan cajas que contienen solo palabras, no sabe que al leerlas adquieren movimiento. Mi esposo, pragmático, ha desempolvado algunos juegos de mesa. Se ha enfrascado en desiguales batallas de damas y ajedrez con el abuelo. Yo he estado irritable. Bajar al pueblo se ha convertido en la única distracción, aunque las calles que siempre están vacías ahora lo están más. No hay nada abierto. Es como un viaje turístico por Comala, quizá siempre fuimos fantasmas y hasta ahora tomamos conciencia de ello.
He intentado distraerme cocinando, pero la calma chicha me pone de malas. Como el hámster que corre infatigable, nos hemos acostumbrado a correr todo el día, a llegar en la noche agotados. Detenernos y reflexionar en la fragilidad de la vida nos produce ansiedad. Hemos repasado los álbumes de la familia, me reconozco allí como la niña de trenzas sentada en el regazo de mi abuelo, en un tiempo antediluviano donde no existía la ansiedad. Tomo los celulares y los tiro. Mi hijo lo busca desesperado. El gobierno declara toque de queda. Empezamos a discutir.