I. No pasa nada II. Sin sana distancia

01/05/2020 - 12:00 am

NO PASA NADA

Día 32 desde el inicio del claustro

Abro los ojos y el mundo sigue allí, como si nada ocurriera. Las urracas me despiertan con su festiva, escandalosa bienvenida al sol. El hombre de las rutas sigue imparable, anunciando las próximas salidas, y la señora de las flores, la del atole, también ofertan como si nada ocurriera. Dos veces al día pasa un auto del municipio, con altoparlantes enumerando recomendaciones contra el Covid-19.

Subo a la azotea esperando un desengaño cinematográfico, sólo para descubrir la misma atmósfera de mercado; la gente va y viene; algunos, los menos, ya portan sus mascarillas de forma relajada y cómoda: dejan fuera la nariz, otros la cara entera, como si fuera un amuleto, un talismán que basta con portarlo para resolverlo todo. Llevan a sus niños pequeños y, como siempre, parecen más interesados en las palabras de los vecinos, de los transeúntes que en la salud de esas creaturas que, entre jugueteos, se revuelcan en el suelo, lamen los manubrios de las bicicletas, exploran el mundo como si ninguna bacteria, menos el coronavirus, existieran.

Enciendo la TV para el contraste. Allá afuera, palpita otra realidad. Miro las imágenes de Ecuador y descubro el condensado de mi temor: los cuerpos en las calles, las fosas comunes… pero hasta a eso nos hemos acostumbrado tras las guerras contra el narco y los cementerios clandestinos. Cada vez, la membrana que separa la ficción de la realidad es más tenue. Lo que pasa en Europa, en Medio Oriente, en Nueva York, parecen fragmentos de un tráiler de otra película más sobre el fin del mundo…

Entonces recuerdo esta manía, de mi ciudad natal, de traer siempre con retraso todas las novedades. Cuando era pequeño, debías esperar un par de años para que el Cine Robles empezara sus exhibiciones. Vivimos desfasados en el tiempo, fluimos lánguidos en este erial, incrédulos de toda realidad externa. Tan acostumbrados a esta urbe donde nada cambia, por más que te esfuerces, por más que luches contra sus invisibles fronteras, que el dictamen sobre cualquier emergencia es el mismo de siempre: ya pasará. Y nosotros seguiremos aquí. En Jojutla nunca pasa nada, aunque hace cerca de tres años, se cayera media ciudad con el temblor.

Antier me enteré del primer muerto local; y ya hay quienes dicen que no fue el Coronavirus, sólo el cáncer.

Hoy confirmo esta estólida sensación: aquí no pasa nada… Aunque pase todo. Esta ciudad y sus habitantes han preferido archivar las memorias dolorosas en la nada y seguir adelante, también en la nada. En esta pausa de vida, esta pausa geográfica llamada Jojutla, donde nunca parece pasar nada.

SIN SANA DISTANCIA

La eterna primavera, su identidad, su emblema, no van sólo adheridas sino ofuscadamente retorcidas en cada acto inmeditado a que conlleva el estigma de su fama. La ciudad favorita de Cortés, la ciudad cosmopolita de los setentas, la ciudad del eterno veraneo de fin de semana son urbes imaginarias que se pierden en la molienda mecánica del ciego progreso, de la banda sin fin de las fábricas. Son arquitecturas ensoñadas que persisten en la memoria colectiva y se diseminan al interior del estado, como germen fantástico que se va oponiendo a la contundente realidad del modelo de fracaso diario, a la supervivencia precaria, a fuerza del olvido consuetudinario que se traga cada mañana, como comprimido para la enfermedad crónica de la hibridez absurda, de la obsolescencia programada por el destino, para poder seguir adelante, entre comercios abortados, negocios en quiebra, crimen organizado y quintas reconquistadas por la naturaleza.

Ciudad sitiada. Cuernavaca mira desde la atalaya de su elevada geografía el avance del enemigo. Lo mira sin mirarlo, con su corazón atravesado de calles y autopistas, de tiendas y comercios que abren sus brazos a ese nuevo condicionamiento de ser mero peldaño de una escalera de huida más abismal y necesitada. Ciudad de paso, con sus sueños de gloria a cuestas, cierra los ojos a consejos y modelos alternativos de vida, abre sus brazos al fugitivo de la mega urbe, al paseante descocado en busca de sol, de balnearios, de vida sin oficinas ni obligaciones, en tiempos de pandemia, de autocontención y mesura; abre sus brazos cansados, hastiados de huecas esperanzas, de futuros ideales y confía en ese eslogan de fama y supervivencia extraordinaria; olvida las cicatrices de esta tierra de caciques y revolucionarios, las marcas queloides de sus constantes migraciones, de huidas apresuradas, de nave mil veces abandonada y rehabitada. Ciudad de la eterna primavera, ciudad de los brazos abiertos en tiempos de su sana distancia…

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Redacción/SinEmbargo
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