Las casas de cambio se parecen a esas cabinas de fotografías instantáneas. Son
automáticas pero no canjean divisas porque el papel moneda, como el empleo, ya
no se usa en ningún lugar del mundo.
Sales de ellas un poco desmejorado y muy desganado, pero nada más es
cuestión de irse acostumbrando. Además, como antes de la última pandemia
hacía mucho ejercicio para estar en forma, esto no ha sido tan drástico para mí.
La cortina se descorre cuando metes en la ranura tu tarjeta única de
identificación, que es igual a aquellas de los bancos pero ésta sirve para todo,
para absolutamente todo.
Entras, te dejas caer en el banquillo para un sondeo de saliva, sudor,
sangre, retinas.
El examen al que te sometes no tarda nada, un parpadeo, o poco más si
llegan a aparecer en la pantalla tres preguntas de opción múltiple para verificar tu
edad, antecedentes, estado de salud o algo por el estilo.
Las cinco lucecitas del tablero significan que eres apto para la transacción.
Debajo de ellas aparecen dos pinzas caimán que te pones entre uña y carne y en
el cabello, dos ventosas para las sienes y un parche intravenoso (sólo en las
casetas más descuidadas, las de los barrios abiertos, todavía usan jeringas
desechables que tú debes llevar).
Parpadeas, se encienden las luces, la cortina se descorre y eso es todo.
Recoges la tarjeta de prepago de energía (que cada vez rinde menos,
porque eso no ha cambiado).