«Si buscas un libro que te arrastre en una docena de direcciones distintas, te confunda, te mantenga en vilo y te rompa el corazón en mil pedazos, La guardia es tu libro […]. No querrás que termine nunca». The Boston Bibliophile
Ciudad de México, 2 de abril (SinEmbargo).- Tras una larga noche de enfrentamientos, un grupo de soldados estadounidenses destinados en una remota base en Kandahar asiste a un extraño espectáculo: lo que parece ser una mujer cubierta por un burka avanza por la pista de tierra sobre una especie de carrito, ayudándose únicamente de la fuerza de sus brazos. Atrincherada en el exterior del fuerte bajo un sol abrasador, exige que le devuelvan el cuerpo de su hermano, fallecido durante la batalla del día anterior, para poder darle sepultura de acuerdo a los ritos de su fe. Decidida a llevar a cabo la misión que se ha propuesto, se niega a abandonar aquel inhóspito lugar. Los soldados, exhaustos y tensos, irán tomando diversas posturas respecto de la extraña desconocida.
Por autorización de Sexto Piso, transcribimos un capítulo de La guardia.
Este libro está dedicado al pueblo de Afganistán. Y también a: Chris Hedges, ejemplo y maestro, Rick Sullivan, oficial y caballero, Jonathan Shay, médico y sanador.
«Ya sabía que tendría que morir, aunque no lo hubieses proclamado; y si muero antes de tiempo, lo consideraré provechoso, pues la muerte es provechosa para aquellos cuya vida, como la mía, está llena de desgracias. Así, mi destino no resulta triste, sino dichoso. Si hubiese dejado insepulto el cadáver de aquel que nació de mi misma madre, me lamentaría con razón, pero nada me aflige ahora». Sófocles, Antígona
Base de combate, Tarsândan Provincia de Kandahar Afganistán
ANTÍGONA
Uno.
Dos.
Tres.
Cuatro. Cuento los instantes y recito la basmala: En el nombre de Dios, el misericordioso, el compasivo… Ahora todo depende de mí. Estoy asustada: me tiemblan las manos y tengo la boca seca. Miro hacia atrás, a las montañas donde he pasado toda mi vida, donde nací, donde ha muerto mi familia. Toda mi familia salvo mi hermano Yusuf, claro.
Recuerdo lo que me dijo Yusuf antes de partir para atacar el fuerte: «A veces, para dominar una situación, hay que enloquecer y mantenerse cuerdo al mismo tiempo».
Lo recuerdo mientras empujo el carro y traqueteo pendiente abajo hacia la llanura y el fuerte. Lo han arrasado todo. No hay árboles, ni vegetación, ni nada que dé sombra; la tierra está seca, resquebrajada y ardiente, pese a lo temprano del día. El polvo me envuelve, el sol brilla implacable sobre el pardo terraplén del fuerte. El suelo está cubierto de huellas de botas y de las ruedas de incontables vehículos.
A un lado de las fortificaciones veo una montaña de desperdicios: bidones de combustible, barras dobladas de hierro, cubos y bolsas de plástico. El único indicio de vida son los ocasionales destellos metálicos del sol y una línea vertical de humo. Este árido paisaje es lo más opuesto al valle verde y fértil del que he salido. Aunque el panorama es desolador, me he pasado toda la noche cruzando las montañas con la esperanza de ver precisamente esto.
Mientras empujo el suelo con las manos para impulsar el carro, recuerdo los precarios senderos de montaña y me parece increíble haber conseguido llegar hasta aquí contando únicamente con la fuerza de mis débiles hombros y brazos. Algunos músculos me duelen al tacto, como si fueran una herida abierta; en otros no siento absolutamente nada. Los muñones de mis piernas han empezado a sangrar porque la amputación es reciente y el roce constante de mi avance ha abierto las suturas en carne viva. No atiendo al dolor; no atiendo a nada, salvo al hecho de que he llegado. Me digo que estoy aquí porque mi corazón es grande y mi ternura es verdadera. Estoy aquí para enterrar a mi hermano según los principios de mi fe. Y nada más.
Un cadáver cubierto de moscas me impide el paso. Noto una punzada de rabia. Con una sensación de irrealidad, me inclino sobre el cuerpo y le doy la vuelta. No es Yusuf, sino un joven tendido boca abajo con un agujero de bala en la frente. Tiene sangre coagulada en un ojo y el otro está cerrado. Lo dejo otra vez en el suelo y rezo la janaza. A cierta distancia hay otro cadáver acurrucado. Es Rehmat, uno de los hombres de Yusuf; su turbante negro se desmadeja cuando le levanto la cabeza. Rehmat era tan fuerte que podía alzar un roble caído con una sola mano, pero ahora esa misma mano inerte reposa en la mía. Lo dejo donde estaba y vuelvo a sentarme en el carro. Una bandada de cuervos impacientes vuela en círculos y, más arriba, un buitre bate las alas y se prepara para bajar. En un extremo del fuerte restalla una bandera, que suena como disparos en la brisa. Estoy agotada. Que mi hermano atacara este lugar fue una locura: detrás de sus múltiples alambradas, sacos de arena y muros de piedra y adobe, el fuerte parece inexpugnable.
Avanzo y me acerco al tercer y último cuerpo caído en el campo de batalla. Es Bahram Gul, el más antiguo compañero de Yusuf, que una vez me trajo un ramillete de margaritas silvestres cuando yo era niña. Su boca abierta es de un rojo artificial y su barba alheñada tiene una costra de mugre escarlata. A Bahram le gustaba mucho cantar; después, con la llegada de los talibanes, guardó silencio y se dedicó a cuidar de sus tierras, pero últimamente había vuelto a sus canciones. Recuerdo su voz mientras sigo avanzando. Anisa, la hija de Bahram, fue mi mejor amiga hasta que murió al dar a luz. Ahora volverán a reunirse. Les envidio la buena fortuna de su encuentro.
En el suelo, a mi izquierda, se levanta una nubecilla de polvo. La veo de reojo antes de notar el olor a quemado y oír el silbido agudo. Demasiado agotada para pensar, sigo avanzando hasta que una segunda nube se levanta bruscamente a mi derecha. Entonces comprendo que me están disparando. Me detengo en cuanto la tercera bala pasa silbando. El silencio parece durar una eternidad. Por la tierra se desplaza la sombra de una nube solitaria.
Toco el tawiz que me rodea el cuello. Hace muchos años, mi padre me trajo una plegaria escrita del templo de un maestro sufí cerca de Zareh Sharan y la he llevado cosida en una bolsa de cuero desde entonces. La suavidad del cuero me serena. En lugar de mirar hacia el fuerte para ver quién me dispara, miro atrás, hacia las montañas. Montan guardia en el horizonte, como fieles centinelas; su inmensidad lo empequeñece todo. Cuando vuelvo la vista al fuerte, parece encogido en comparación y ya no resulta intimidante. Lo veo por lo que es en realidad: una estructura rudimentaria de adobe, sacos de arena y yeso. Una excrecencia ajena a su entorno.
Levanto una de las camisas blancas de Yusuf y la agito.
Poco después, una voz metálica resuena en la distancia y me pregunta qué quiero. «Tsë ghwâre?·», dice. Aunque habla en pastún, la voz tiene un claro acento tayiko. No me sorprende.
La fortaleza parece muy distante. Con voz clara y fuerte, respondo que he venido a enterrar mi hermano, que murió en la batalla de ayer. Soy su hermana, grito. Me llamo Nizam. T
ras unos instantes de silencio, la voz pregunta:
–¿Cómo se llama tu hermano?
Se lo digo. Sigue otro silencio. Intento imaginarme cómo deben de verme desde su bando: una pequeña figura embozada en un carrito de madera que se desplaza a ras de suelo. Imagino su sorpresa y sé que debo aprovecharla.
La voz trunca el silencio. Aborrezco su eco metálico.
–¿Quién te ha dicho que lo encontrarías aquí? –pregunta.
–Los supervivientes de la batalla –respondo.
–¿Qué aspecto tiene?
La respuesta me pesa tanto como la muerte de mi hermano, pero consigo dominar mis emociones y describo a Yusuf, procurando ser muy precisa.
La voz vuelve poco después:
–Retenemos a tu hermano para llevar a cabo su identificación.
–Yo puedo identificarlo.
–Tienes que irte. Lo identificarán unas personas que vendrán de muy lejos. Expertos. Luego lo enterrarán.
–¿Cuándo llegarán?
–Pronto.
–¿Qué es «pronto»?
–Dentro de dos días.
–¡No puede ser! –exclamo, intentado que la emoción no ahogue mis palabras–. Yusuf debe recibir un entierro adecuado. Por eso estoy aquí. Es mi derecho. –Todavía no hemos terminado con él.
Está muerto. ¿Qué más os queda por hacer?
–Era un terrorista, un talibán y un mal saray.
–¡Eso no es verdad! Mi hermano era un héroe pastún, un muyahidín que luchaba por la libertad. Combatió a los talibanes. Y murió luchando contra los invasores amrikâyi. ¡Era un valiente!
–Estás tan equivocada como él, pastuna. Éste no es tu sitio. Vete.
–He traído una mortaja blanca –respondo–. Os pediré agua para lavarlo, pues es mi derecho. Cavaré una tumba y lo depositaré dentro, con su cuerpo orientado hacia la quibla. Luego rezaré una oración, echaré tres puñados de tierra sobre su cuerpo y recitaré: «De la tierra os creamos, a ella os devolvemos, y de ella os haremos resurgir por segunda vez». Después me marcharé, lo prometo. No me neguéis este deber que necesito cumplir.
En el silencio que sigue, bajo la vista y me miro los muñones de las piernas, envueltos en piel de cabra amarrada con trapos y pedazos de tela. La piel de cabra está ensangrentada. Las piernas, siempre entumecidas, me empiezan a doler.
Por fin la voz responde con un tono que denota sorpresa, aunque también algo de desprecio.
–Eres una mujer. No pintas nada en un entierro musulmán. Aquí hay muchos hombres, nosotros nos encargaremos. He hablado con el capitán amrikâyi a cargo del fuerte. Te da su palabra. Bajo la improvisada bandera blanca.
–No me iré –respondo.
Mi voz tiembla por el cansancio y la ira. Estoy a punto de echarme a llorar.
Se oye un chasquido eléctrico, el megáfono se apaga y me quedo esperando, perpleja. Un cuervo vuela por mi campo de visión y descubro que me rodean las aves carroñeras. Luego suena un disparo, y un buitre vacila en el aire antes de caer a tierra.
Cuando levanto la vista de nuevo, me sorprende ver que cuatro hombres salen por una puerta incrustada en los altos muros. Se detienen detrás de la alambrada, apuntándome con sus armas. El único que no va uniformado es un chico larguirucho de mirada angustiada, no mucho mayor que yo. Debe de ser el intérprete tayiko. Es el primero en hablar.
–¿Qué haces aquí, mujer estúpida? –dice con voz nerviosa e indignada, muy distinta de su omnipotente encarnación metálica–.
¿No has leído los carteles? ¡Podrían haberte disparado!
–No sé leer –le respondo, obligándome a mantener la calma.
Rechaza mi respuesta con un exasperado gesto de la mano. Intenta hacerse pasar por adulto, sin conseguirlo.
–El capitán quiere transmitirte que no tiene nada contra ti –declara dándose aires, señalando a un hombre bajo y fornido–.
Pero has exagerado tu importancia y debes irte. Esto es un campo de batalla, no es lugar para histerias de mujer.
Decido no prestarle atención y me fijo en sus compañeros. Los observo, inexpresiva, mientras esperan cargados de culpabilidad y mentiras.
El oficial da un paso al frente, protegido por dos soldados con casco. Todos llevan chaquetas abultadas y gafas oscuras; supongo que, con este calor, se estarán achicharrando. Estoy demasiado lejos para verles las caras y cuando el capitán se aparta y le habla al tayiko, los soldados levantan sus armas y me apuntan. La concisión del capitán, los nervios del intérprete y la cautela de los dos soldados muestran el desconcierto del grupo de combatientes ante una situación inaudita. Represento un dilema para ellos. Soy una mujer en su mundo de hombres y no saben cómo actuar.
Me miran, expectantes, esperando a que hable; pero guardo silencio.
El tayiko vuelve a hablar y ahora soy yo la sorprendida.
–Escúchame con atención, pastuna. El capitán dice que eres muy libre de quedarte ahí y pudrirte al sol. Pero si das un solo paso hacia el fuerte, te dispararán en el acto.
–¿Puedo enterrar a los caídos en combate?
El tayiko se vuelve hacia el capitán, que le habla con irritación, gesticulando con ambas manos.
–Eso es algo entre tú y los buitres –responde el tayiko–. No nos incumbe.
Cuando se dan la vuelta e inician el regreso al fuerte, el tayiko me grita: –¡Recuerda las órdenes del capitán! ¡Si te acercas al fuerte, se acabó!
El polvo que levantan sus pasos asciende lentamente hacia el cielo.
Presiento una victoria pequeña, pero crucial, y me entran unas ganas locas de reír que logro contener. A fin de cuentas, no me han matado sin más, como era de esperar. Le doy la vuelta al carro y me arrastro en dirección a Bahram Gul. Las ruedas de madera rechinan en la tierra cuarteada; las juntas de metal chirrían y crujen. En el fuerte deben de oírlo, pero no me importa.
Llego junto a Bahram Gul, saco la pala y ahuyento los cuervos. Salvo por esos malditos pájaros y la plaga de moscas, no hay nada vivo a la vista. Respiro hondo y me levanto el velo de la bughra, de espaldas al fuerte. Será mucho esfuerzo pero debo hacerlo deprisa, porque mi querido kaka Bahram ya empieza a oler. Recuerdo las flores que me dio, rezo una breve oración y empiezo a cavar. Afortunadamente, la tierra es blanda y no se resiste a mi pala.
Horas después –¿cuántas?– termino el trabajo. Tres montículos de tierra recién excavada señalan el último lugar de descanso de los fieles compañeros de mi hermano. Coloco una piedra encima de cada una de las tumbas. Me avergüenza la austeridad de los montículos en el terreno yermo: las sepulturas tendrían que haberse señalado con lápidas y, en la cabecera y en los pies, con postes donde ondeasen banderas verdes, como corresponde a su condición de héroes. Pero no esperaba ser yo quien hiciera ese trabajo, y la única bandera que he traído la reservo para mi Yusuf.
Me arrastro de vuelta al carro. Tengo la espalda entumecida por el dolor y las manos ensangrentadas y llenas de arañazos, pero me siento en paz. Guardo la pala, me lavo las manos con el polvo y luego bebo un poco de agua de mi pellejo de cabra. Estoy tan cansada que derramo el agua. Cuando me bajo el velo y me vuelvo para mirar el fuerte, veo que una línea de soldados me observa en silencio. Algunos llevan armas al hombro, mientras que otros apuntan en mi dirección. Uno de ellos se quita el casco y se enjuga el sudor de la frente con un pañuelo rojo. Después se lo guarda en el bolsillo y, volviéndose despacio para que no malinterprete su gesto, hace la señal de la cruz. Es una pequeña indicación de humanidad. Sin embargo, a lo largo de toda la tarde percibo el olor inhumano de sus armas.
El anochecer llega más tarde en las planicies que en mi hogar de las montañas. Los grillos salen de las grietas del suelo y cantan al aire cada vez más fresco. El sol se pone con un precioso juego de luces y se hunde en las montañas entre un resplandor escarlata. Mil estrellas aparecen para sustituir al sol poniente y compensar la ausencia de luna. El fuerte parece suspendido en un remolino de niebla vespertina; sus tejados inclinados se desvanecen lentamente en la oscuridad. El laberinto de senderos que he cruzado para llegar hasta aquí, con sus largos y precarios tramos sembrados de minas, ya son para mí parte de otra vida.
Tengo en el carro una bolsa de arpillera con comida: pan naan, pistachos, nueces y fruta seca, suficiente para un par de días. Como un poco de pan, rompiéndolo a pedacitos, pero la boca seca me obliga a masticar a conciencia antes de poder tragar. Estoy bebiendo agua cuando encienden las luces del fuerte, pero aquí fuera todo sigue a oscuras. En algún lugar, una hiena inicia su ronda nocturna con un gruñido burlón. Me estremezco involuntariamente. Nunca he pasado una noche sola a la intemperie, pero estoy demasiado cansada para darle más vueltas. Además, tengo el consuelo del estrellado jardín celestial. Cuando es noche cerrada, me alejo a rastras del carro para hacer mis necesidades.
Con la oscuridad viene el frío y me echo la manta sobre los hombros. Luego cojo el rebab que mi padre me enseñó a tocar cuando perdió la vista. Era un experto del laúd y yo aprendí deprisa, pasando de simples introducciones a melodías más complejas, hasta que me dijo que tocaba mejor que él. Punteo las cuerdas, que vibran a través de mí y llenan la vacía inmensidad que me rodea. El fuerte parece enmudecer como respuesta, pero debe de ser mi imaginación. Pienso en mi padre mientras toco, pero después, cuando me acurruco en el carro, es la sonrisa de Yusuf la que colorea mi sueño. Le prometo que no me marcharé hasta haberle dado la sepultura que se merece. Estoy decidida a no ceder.
De pronto se enciende un reflector, cuya luz deambula por el terreno hasta encontrarme y obligarme a abrir los ojos. Sus rayos son calientes e intensos. De vez en cuando se aparta de mí para examinar el terreno que me separa del sendero y luego vuelve a iluminarme. Sigue así durante toda la noche, 23 hasta el amanecer. Reuniendo las pocas fuerzas que me quedan, me echo la manta sobre la cabeza y uno las manos entre los muslos para entrar en calor.
Llega la mañana. La bruma asciende de la tierra. Tengo el cabello húmedo y la manta cubierta de rocío. Al incorporarme en el carro, el entumecimiento casi me hace gritar de dolor. Noto el cuello agarrotado y mis movimientos pesan como el plomo. El aire, frío y cortante, hace que lo poco que alcanzo a ver del terreno resplandezca como un espejo. El sol ya ha salido, pero la bruma sigue envolviéndome. No veo el fuerte; ¿habrá sido todo una pesadilla?
El tayiko es el primero en aparecer, acompañado de dos soldados con las armas en la mano. Se detienen al otro lado de la alambrada que rodea el fuerte. Los soldados hincan la rodilla en el suelo, apuntándome con sus armas, mientras que el tayiko se planta entre ellos con un sucio chal gris echado sobre la salwar kamiz y me grita una pregunta. Es difícil entender lo que dice, pues un pañuelo le oculta la parte inferior de la cara. Como apenas alcanzo a oír su voz hosca y nerviosa, le digo que hable más alto. Me sorprende esta extraña costumbre de gritar a distancia. ¿Quizá sea la forma de actuar de los amrikâyi? Las conversaciones de ayer me han dejado ronca.
Se quita el pañuelo y repite la pregunta:
–¿Por qué estás aquí?
–Ya te lo he dicho. He venido a reclamar el cuerpo de mi hermano.
–Ése es un trabajo de hombres. ¿Dónde están los hombres de tu familia?
–Los habéis matado a todos, hombres, mujeres y niños. Soy la única superviviente.
Él ignora la acusación y pregunta qué me pasa en las piernas.
–Me las arrancó la bomba que mató a mi familia. Llegó del cielo. Volvíamos de una boda.
Da media vuelta y desaparece con su escolta, pero el resplandor azulado del fuerte indica que me están observando. 24 Me quito la manta cuando el sol empieza a calentar. He pasado de temblar de frío a sudar copiosamente. Me digo que será por el calor, y no por los nervios.
La niebla se disipa durante mi espera. El fuerte aparece en la luz del día. La llanura está serena y el cielo, en calma. A medida que la mañana avanza, la humedad se extiende por la planicie y el fuerte riela, casi evanescente. Poco después asciende una columna de humo y noto el aroma a guiso. Cojo mi polvorienta bolsa de comida y estoy a punto de empezar a comer cuando el tayiko vuelve con un soldado. El amrikâyi lleva las manos embutidas en los bolsillos; de vez en cuando se toca con ternura el cuello del uniforme. Como el resto de sus compatriotas, tiene una cara completamente anodina. El intérprete anda con paso desgarbado y la cara oculta por el pañuelo. Se detienen nada más salir del fuerte y hablan casi al unísono, con el tayiko esforzándose por seguirle el ritmo.
–Nos gustó escuchar tu laúd anoche. Fue muy relajante –dicen.
No respondo. Añaden:
–Es bueno que se pueda volver a tocar música en el país. Con los talibanes estaba prohibido, pero con nosotros la música ha vuelto. Eso es la libertad.
–Con los talibanes, mi familia estaba viva. Ahora están todos muertos. ¿Qué es mejor? ¿Libertad o vida?
Mi respuesta incomoda al amrikâyi, que se comporta de un modo extraño. Empieza a andar de aquí para allá con una actitud entre altiva y vacilante, y luego, con voz tensa, le dice algo al intérprete. El tayiko grita:
–¡Has disgustado al teniente!
–¿Y por qué lo he disgustado? Sólo he dicho la verdad.
–No es tan fácil. No entiendes nada.
–¿Qué es lo que no entiendo?
El tayiko vuelve junto a su amo, que dice: –Esto es la guerra. Y en las guerras muere gente. Me esfuerzo por mantener la calma.
–Matasteis a mi padre ciego, que no podía defenderse. Matasteis a mi familia desde el cielo. Si no fuera por vosotros, mi madre, mi abuela, mi hermana Fawzia, mi cuñada y Yunus, mi hermano pequeño, seguirían con vida. Van a responder, pero yo sigo hablando:
–Eso no es la guerra, sino una matanza de inocentes. Sé qué es la guerra; ésta es una tierra de tribus guerreras, de disputas entre clanes que se prolongan durante generaciones. Pero aquí ningún hombre se rebajaría a matar a mujeres y niños. Lo expulsarían de la sociedad y sería despreciado mientras viviese.
En la pausa que sigue, el oficial gesticula enojado. –Tu hermano Yusuf no era inocente. Era un líder talibán que asesinó a mis amigos y a mis compañeros de armas. Era un militante peligroso.
–Mi hermano era un líder pastún y un príncipe entre los hombres, pero no era un asesino y ya os he dicho que no era un talibán. Murió como un héroe para vengar a su familia. Os atacó porque vosotros atacasteis primero.
–Entonces quizá entiendas que yo también estoy aquí debido a la muerte de muchos inocentes, miles de inocentes. ¿Sabes qué pasó en mi país? ¡Derribaron edificios enteros!
–¡Te aseguro que mi familia no tuvo nada que ver! –protesto–. Sólo somos pastores y campesinos. Ni siquiera sé dónde está tu país.
–Quizá tú no, pero te aseguro que tu hermano sí lo sabía.
–El oficial, hablando al tayiko en voz baja y vehemente, pregunta–: ¿Quién te ha traído aquí?
–Nadie. He venido por mi cuenta.
–¿De dónde vienes?
Les digo el nombre de mi valle. El amrikâyi despliega un mapa en el suelo y lo estudian juntos. Luego se echa a reír mientras el tayiko exclama:
–¡Eso es imposible! ¡Está demasiado lejos! ¿Nos crees tan tontos como para creer que has venido empujando ese carro desde el corazón de las montañas?
–Es la verdad. Que lo creáis o no es asunto vuestro.
El oficial dobla el mapa y se levanta.
–Pero éste es un asunto muy importante y es muy importante que nos digas la verdad. Si no quieres responder, es cosa tuya, pero las palabras pueden tender puentes y yo intento comprender tus motivos.
Estoy agotada y me dirijo directamente al tayiko:
–Dile a tu amo que las palabras valen menos que las acciones y que no voy a mantener una conversación que manche el honor de mi familia. Dile que soy muy consciente del paso del tiempo, que pertenece sólo a Dios, y que lo único que quiero es asegurarme de que mi hermano pueda volver a su lado.
–Estamos esperando a que lleguen unos hombres en helicóptero, que se llevarán a tu hermano a Kabul. Allí exhibirán su cadáver en televisión. Entrevistarán a ministros y a generales sobre la batalla. Tu hermano era un insurgente importante. Eso es lo que esperamos.
–¡Es un sacrilegio! –exclamo–.
¡No se le puede robar el alma a un hombre muerto! ¡Está prohibido y no lo permitiré! Tengo un deber religioso hacia mi hermano que debo cumplir.
–Y yo tengo un deber que cumplir hacia el Estado, que también es el tuyo, por cierto –responde el amrikâyi–. Tengo el deber de acatar la ley, que ahora es la tuya. Sin leyes, volveríais a la anarquía tribal.
–Tú eres creyente, ¿verdad? –le pregunto al tayiko–. Tú sabes que esto no está bien.
Me dirige una mirada ansiosa.
–Creía que habías dicho que los soldados lo enterrarían aquí, que el capitán había dado su palabra –le digo.
Evita mis ojos mientras el teniente levanta los brazos. –¡Es imposible hablar así, a gritos! –exclama.
–Estoy de acuerdo. ¿Por qué no os acercáis o dejáis que me acerque yo? Su respuesta me deja de piedra:
–Porque tememos por nuestra seguridad.
Me entran ganas de reír.
–¡Pero si soy una mujer sola y desarmada y vosotros sois una guarnición armada hasta los dientes! ¿Cómo podéis temer por vuestra seguridad?
El amrikâyi se pone colorado cuando le traducen mis palabras. Responde algo cortante al tayiko, que me pregunta de malos modos:
–¿Cómo sabemos que no eres una viuda negra? ¿Cómo sabemos que no llevas una bomba?
–¿Cómo puedo ser una viuda, si ni siquiera estoy casada? En cuanto a lo de la bomba, yo he venido a enterrar…
–Sí, sí, lo sabemos –me interrumpe–. Pero debemos comprobar que no llevas explosivos. Se han dado casos… Puede que tus intenciones sean muy distintas.
–¿Y qué queréis que haga? La respuesta no llega entonces, sino más tarde, poco antes del mediodía. El teniente reaparece con el tayiko, pero también les acompaña un gigantesco soldado negro y una línea de tiradores que se echan al suelo y me apuntan con sus armas. Otros se arremolinan detrás y todos se me quedan mirando como si fuera un animal raro, en parte interesante, pero también lo bastante peligroso como para guardar las distancias.
Entretanto, el gigante negro se acerca con paso decidido.
Yo retrocedo en el carro, asustada.
–Mëyh khudza, ¡no te muevas! –grita el tayiko–.
No te hará daño, sólo va a registrarte para comprobar que no llevas explosivos.
–Luego añade rápidamente, en tono confidencial–: La bomba está en el carro, ¿verdad? Puedes decírmelo, no te traicionaré.
Ni me molesto en responder y me limito a mirarlo con desprecio.
El gigante se vuelve y dice algo autoritariamente. Después el tayiko, avergonzado, me dice con menos seguridad y la mirada baja:
–Luftan burqa obâsa. Por favor, quítate el burka.
–¡No puedo! –respondo, alzando la voz.
–Si quieres seguir aquí, debes quitártelo –repite, con tono irritado.
–¿Es éste el sentido del honor de los extranjeros?
–Haz lo que te dicen, te lo advierto.
Así que me humillan ante un público masculino. No me lo esperaba, pero comprendo que no me queda más remedio que obedecer. No me iré de aquí sin enterrar a Yusuf. Pero me avergüenza que me vean con el pelo suelto. Me quito la bughra despacio. El cabello me llega hasta las rodillas. La bughra cae al suelo soltando una polvareda. Estoy segura de que mi salwar kamiz también está sudada y cubierta de polvo. Bajo la vista. La cara desnuda me arde de vergüenza. No es el final de la espantosa experiencia. Me dicen que me aparte del carro. Rezo una plegaria silenciosa mientras me apeo con un estremecimiento. La ristra de conchas de cauri y monedas que llevo en la cabeza se enreda en mi pelo. La aparto y, temblando de vergüenza, me arrastro sobre los muñones esforzándome en no caer. Las vendas de piel de cabra se manchan de polvo. Me detengo después de unos pasos.
–¡Ahora pon las manos sobre la cabeza y date la vuelta! –grita el tayiko–.
¡Da una vuelta completa! Obedezco. Me duelen los muñones. Cuando vuelvo a tenerlo delante, el gigante negro hace un gesto con la mano que el tayiko traduce:
–Por favor, échate boca abajo en el suelo con las manos en la cabeza y las piernas separadas.
–¡Me niego!, –exclamo, escandalizada–. ¡Lo que me pides es vergonzoso!
El tayiko no me presta atención.
–Cuando estés acostada, el sargento se acercará y te registrará para comprobar si llevas explosivos.
–¿No me has oído? ¡No pienso hacerlo!
–Cuanto antes obedezcas, antes se solucionará tu petición de que te entreguen el cadáver de tu hermano.
Me lo quedo mirando un buen rato. Suda muchísimo. No sé si miente, pero su tono suplicante parece auténtico. Me tumbo despacio en el suelo, sobre la barriga, y el silencio me envuelve. Tan sólo oigo los latidos de mi corazón. Vuelvo la cabeza y veo que, a lo lejos, el tayiko ha apartado la vista. El gigante se acerca al carro y lo toca con la punta del fusil. Lo vuelca con cuidado y lo examina. Después lo endereza y se acerca a mí hablando en un tono sorprendentemente tranquilo y amable. Pasa junto a la bughra del suelo sin prestarle atención y luego me coge las manos y las coloca separadas en el suelo, por encima de mi cabeza. Cuando noto sus manos encima, me quedo paralizada e imagino que me he convertido en un pilar de piedra. Cierro los ojos y me abstraigo de la situación. En cuanto termina, el gigante me ayuda a levantarme y vuelve a colocarme las manos sobre la cabeza antes de registrarme de nuevo. Es discreto, eficaz y compruebo, agradecida, que mientras habla su voz no es del todo firme: él tiene tanto miedo como yo. Decido concentrarme en sus zapatos, que son sorprendentemente pequeños para un hombre de su tamaño. A saber por qué, ese detalle me tranquiliza. Al fin se aparta y noto que se relaja. Deja de contener la respiración y suelta un prolongado suspiro. Cuando se vuelve para inspeccionar la bughra, me desplomo encima de él, temblando de un modo incontrolable. Me sostiene con delicadeza.
–¿Te encuentras bien? –pregunta con voz ronca, dándome palmaditas en el hombro–. ¿Estás bien? Se quita el casco y grita a sus camaradas con voz aliviada. Me invita a volver al carro y me ofrece la mano, pero no le presto atención y vuelvo sola, recogiendo la bughra de camino.
Todos los tiradores se han puesto en pie. La tensión se disipa. El tayiko sigue con la vista apartada, posiblemente esperando que me ponga la bughra, pero me limito a arrojarla al carro y me dejo caer encima de cualquier manera. Los soldados vitorean, no sé si a mí o a su camarada. Estoy a punto de llorar; me siento agotada. El gigante se aleja y se pone a hablar con el teniente, que luego ordena a sus hombres que regresen al fuerte. Cuando el teniente vuelve, cruza el terreno rápidamente con un par de soldados y enfila hacia mí con el tayiko trotando a sus pies como un perro. El teniente lleva el pelo tan corto que puedo verle el brillante cráneo rosado. Se me planta delante y me saluda con un gesto exageradamente humilde, que el tayiko imita, obediente. Reconozco las señales: quieren mostrarse afables después de haberme despojado de mi dignidad.
–Salâm –dice el oficial–. Paz. Sigue hablando y el tayiko traduce: –El teniente Ellison espera que no te hayas asustado.
Recuerdo que mi padre me enseñó a no doblegarme ante la adversidad y guardo silencio.
–El teniente quiere que te transmita sus más sinceras disculpas, pero espera que comprendas que no tenía otra alternativa –añade el tayiko.
Ahora el oficial sonríe y me habla directamente, muy despacio y en voz muy alta, como si fuera una idiota.
El tayiko traduce:
–El teniente dice que no se había dado cuenta de lo joven que eres. Dice que le recuerdas a su hermana, a su hermana menor, que va a la universidad. Quiere ser médica. Quizá acabe viniendo a trabajar a la provincia de Kandahar. Pienso en Fawzia, mi hermana menor, que murió antes de tiempo, y me mantengo impasible. El teniente dice que su abuelo participó en la construcción de las carreteras del sur de Kandahar, después de la Segunda Guerra Mundial. «¿Y qué?», pienso, apartando la vista.
La voz del oficial vacila y luego habla decididamente al tayiko, que traduce: –El teniente quiere hacerte unas preguntas. El amrikâyi saca un ketâb y sostiene el qalam, dispuesto a escribir. Sonríe de modo alentador. No le hago ni caso y me dirijo al tayiko.
–No responderé hasta que me devolváis el cuerpo de mi…
¿Quién es Joydeep Roy-Bhattacharya? India, 1971. Estudió Filosofía y Política en Calcuta y en Pensilvania. Durante 1989 y 1990 viajó por toda Europa del Este y fue testigo de la Revolución de Terciopelo. En ese momento, dejó de lado su faceta académica y comenzó a centrarse en la narrativa. Con La guardia, Joydeep fue finalista de distintos premios en todo el mundo, entre ellos el Dublin Literary Award o el Boeke Prize de Sudáfrica. Sus novelas siempre muestran algún aspecto de los principales conflictos del siglo XXI.