Jorge Javier Romero Vadillo
01/02/2018 - 12:00 am
Ineptitud y arbitrariedad policiaca
Entonces el policía bajó a la fuerza el cristal de la ventana del auto, abrió la puerta, me esposó y me arrastró a la patrulla donde comenzó a pegarme con el tolete debajo de la oreja izquierda con violencia iracunda. Antes de perder el sentido llegué a preguntarle que por que me pegaba. Cuando recuperé el conocimiento estaba en un calabozo de la delegación Benito Juárez sin zapatos y ensangrentado. Pedí que me dejaran hacer una llamada y el personaje que recorría las celdas me dijo que eso sería cuando a él le diera la gana. Finalmente, a las diez de la mañana pude hacer la llamada a la que supuestamente tenía derecho.
Crecí en una ciudad de México mucho menos violenta que la de hoy, pero donde la policía era igual de arbitraria e inepta. Aprendí desde niño que había dos vías racionales para tratar con sus agentes: o sobornarlos con mordidas o hacer alarde de influencias para aplacarlos. Como todo habitante de la ciudad (y del país) no aprendí ni a respetarlos, ni a considerarlos servidores públicos confiables. Los sabía abusivos y arbitrarios. Cualquiera que conociera las instituciones informales de la ciudad y del país sabía que la posibilidad de violar la ley dependía de la disposición a pagar por la desobediencia de acuerdo con la infracción cometida. Así, las clases medias y altas lidiaban con policías dóciles y obsecuentes, los delincuentes compraban protecciones particulares, siempre y cuando no se pasaran de la raya, y los más débiles eran víctimas de toda clase de humillaciones y agravios. Una policía para la desigualdad a la medida del arbitrarismo del régimen del PRI.
Viví mi adolescencia en los tiempos del Negro Durazo, cuando ser joven te hacía sospechoso, sobre todo si se usaba el pelo largo o se tenía aspecto de mariguano. Yo era un atildado estudiante de un colegio particular conservador, tímido y apocado, que no iba a fiestas ni andaba de noche por las calles, así que nunca me enfrenté a la banda de extorsionadores con uniforme comandados por el falso general, amigo personal del presidente de la República, pero sí supe de primera mano de muchos casos de apañe de conocidos que fueron detenidos, atemorizados y vejado, a los que les sembraron mariguana y le imputaron falsos delitos con el objetivo de extorsionar a sus padres.
En mi juventud de militante de izquierda participé en actos contra las razzias que el jefe policiaco de entonces, un general con el paradójico apellido Mota, emprendía para aterrorizar a los jóvenes de barrios populares con el pretexto de combatir el consumo de drogas. En aquellos tiempos de crisis, la policía seguía siendo ineficaz para garantizar la propiedad y la seguridad de los ciudadanos y los crímenes de mayor impacto los resolvía con frecuencia fabricando culpables o con confesiones logradas con tortura. Los policías preventivos eran molestos; los judiciales eran aterradores. Cuando el terremoto de 1985, entre los escombros de la procuraduría capitalina aparecieron coches policiacos con cadáveres en los maleteros. También en aquellos años flotaron cuerpos en el río Tula producto de los excesos policiales.
Me dirán que eso era en los tiempos del régimen autoritario. Sin embargo, en carne propia conocí la supuesta depuración que de las policías hizo Andrés Manuel López Obrador y su modernizador secretario de Seguridad Pública, Marcelo Ebrard: el 23 de octubre de 2002, a eso de las once de la noche, circulaba yo por la colonia del Valle rumbo a mi casa, que estaba a un par de cuadras, cuando me detuvo una patrulla. En efecto yo había bebido de más, pero no había cometido infracción alguna. No debía estar conduciendo, es cierto, pero lo que ocurrió estuvo muy lejos de un acto de protección de la ciudadanía contra un conductor ebrio. Paré el coche y bajé un poco la ventanilla. El agente se acercó y me pidió mis documentos. Yo le dije que él no era agente de tránsito y que no tenía por qué detenerme. El me exigió mis documentos y le contesté que en efecto había bebido, que estaba a una calle de mi casa y que no me iba a dejar extorsionar. Que en todo caso llamara a la policía de tránsito para detenerme.
Entonces el policía bajó a la fuerza el cristal de la ventana del auto, abrió la puerta, me esposó y me arrastró a la patrulla donde comenzó a pegarme con el tolete debajo de la oreja izquierda con violencia iracunda. Antes de perder el sentido llegué a preguntarle que por que me pegaba. Cuando recuperé el conocimiento estaba en un calabozo de la delegación Benito Juárez sin zapatos y ensangrentado. Pedí que me dejaran hacer una llamada y el personaje que recorría las celdas me dijo que eso sería cuando a él le diera la gana. Finalmente, a las diez de la mañana pude hacer la llamada a la que supuestamente tenía derecho.
Daba la casualidad de que dos de los subprocuradores del Distrito Federal de entonces eran mis amigos y me sabía de memoria el teléfono de la oficina de uno de ellos, así que marqué ahí en lugar de a mi casa, donde mi pareja estaba al borde del colapso. La secretaria particular de mi amigo me dijo que ya estaban al tanto de mi desaparición y que me estaban buscando, pero en ninguna delegación les habían dado razón de mí. Le dije dónde estaba y colgué.
A los pocos minutos, casi instantes, todo cambió como por ensalmo. Apareció el médico legista y el juez cívico; el arrogante que no me había permitido llamar puso cara de cordero rumbo al sacrificio y poco tiempo después llegaron mi novia y muchos amigos a los que ella había movilizado desde la madrugada. Había estado desaparecido por la policía durante casi doce horas. Me habían golpeado y robado todas mis pertenencias, incluidos los zapatos, que eran nuevos. Después de revisarme, cosa que debió de haber hecho desde que me arrojaron ahí los agentes, el médico le dijo a quienes estaban conmigo que me llevaran al hospital. Estuve hospitalizado durante una semana por el edema cerebral que me provocaron los golpes y perdí parcialmente la audición del lado izquierdo. Los policías fueron detenidos y juzgados, pero no por justicia, sino por mis relaciones. Los gastos de hospitalización los pagó mi seguro, no el gobierno de la ciudad.
No sé qué haya pasado exactamente con el joven Marco Antonio Sánchez, pero poca duda me cabe de que fue víctima de la arbitrariedad y la estulticia de la policía capitalina; seguramente fue golpeado con saña y probablemente le robaron lo que traía y lo fueron a botar en algún descampado. Habrá que esperar a las investigaciones, si es que ocurren, pero conozco a esta inepta y abusiva policía de primera mano. Y sé de la complicidad de los gobiernos pretendidamente de izquierda, que han mantenido su putrefacta estructura. Nadie en su sano juicio se llama a sorpresa cuando en el Índice de imperio de la ley, publicado ayer por el Proyecto de Justicia Mundial, México ocupe el lugar 92 entre 113 países.
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