Las estampas parecen las mismas que hace cuarenta años, cuando estalló la migración hacia la capital del país. Sin políticas que revirtieran este fenómeno, las calles han sido y son el dormitorio de miles de mexicanos
Tras haber perdido a su padre, Hermelinda quedó a cargo de una tía. En aquella casa, ubicada en Pachuca, Hidalgo, su convivencia con otros familiares la dejó marcada de por vida, pues uno de ellos abusó sexualmente de ella. Por temor a las represalias, su agresor la convenció de huir a la Ciudad de México, a donde llegó con unas cuantas monedas en el bolsillo. Entonces tenía nueve años.
Desamparada, Hermelinda buscó a su familia que vivía al norte del Distrito Federal, pero ésta se negó a apoyarla. Desde entonces, la joven, hoy de 22 años, ha hecho de las calles su casa, donde ha vivido prácticamente de todo: desde discriminación y violencia por parte de transeúntes y las autoridades locales, hasta la prostitución como medio de sobrevivencia.
Así como esta joven hidalguense, miles de personas se han visto obligadas -tras quedarse sin hogar- a desarrollar estrategias para habitar el espacio público, llámese esquinas, centrales camioneras, parques, plazas, salas de espera de hospitales, entradas a las estaciones del metro, predios abandonados, puentes e incluso, las coladeras.
Bajo una lógica de emergencia y con una dinámica de estrés muy alta es como viven los también llamados homeless, por su necesidad de conseguir recursos y protegerse de otros grupos.
A esa tensión, aquellos que se han iniciado en el consumo de drogas suman la necesidad de controlar sus adicciones y poder mantenerse alerta. Esta situación provoca que su relación con determinadas instituciones, como la policía, se vuelva mucho más ríspida.
“La calle es la calle, y se sufre porque no cuentas con nadie que te ayude. Tú solo tienes que salir adelante, tienes que batallar, darte a la idea que no tienes familia”, enfatiza Brian, un hombre de 43 años, quien desde hace más de tres décadas vive como indigente en diversos puntos de la capital mexicana.
«Las calles en el mundo se han vuelto el último espacio en el cual una persona se puede quedar frente al desamparo social y/o familiar», dice Luis Enrique Hernández Aguilar, director de El Caracol, una asociación civil dedicada a apoyar a jóvenes en situación de calle y riesgo.
LOS SIN TECHO
Este fenómeno «ha experimentado un aumento significativo” en las últimas décadas debido a su vinculación de forma natural y casi inevitable con el crecimiento de las grandes urbes, como lo es la ciudad de México, según información contenida en el Censo «Tu también cuentas IV», realizado entre 2011 y 2012 por la Dirección General del Instituto de Asistencia e Integración Social (IASIS) de la Secretaría de Desarrollo Social del gobierno del Distrito Federal.
De acuerdo con los resultados de dicho estudio, en la ciudad de México, cuatro mil 14 personas viven en situación de calle, de las cuales el 86 por ciento (tres mil 467) son hombres, mientras que el resto (547) son mujeres, la mayoría de ellos (55 por ciento) entre los 18 y los 40 años de edad. Sin embargo, Hernández Aguilar destaca ese dato como «poco fiable», debido a que en 1995, el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), junto con el gobierno capitalino, realizaron un conteo en las 16 delegaciones políticas que arrojó un resultado de al menos 13 mil 733 niños y niñas viviendo en esas condiciones.
Cabe destacar que en otras ciudades latinoamericanas como Río de Janeiro, Santiago y Buenos Aires, la población de calle –también llamada linyera, crotos o vagabunda- alcanza los 16 mil individuos. «Si hacemos un comparativo, pensar en cuatro mil personas (en las mismas condiciones) en el D.F., es poco creíble en una ciudad con tantos millones de habitantes», subraya Hernández Aguilar.
Encontrar a estos grupos en la ciudad de México no es tarea fácil. Aunque a diario se observa a integrantes de este sector de la población transitar -de manera individual o grupal- por diversas vialidades de la capital mexicana, al visitar sus puntos de reunión en horarios determinados, uno puede descubrir que están vacíos. Estos desplazamientos pueden ser desde una medida de protección ante la agresión de otros grupos sociales, hasta la denominada limpieza social».
Por lo que para conocer sus historias, es necesario recorrer las zonas aledañas a estos lugares y con un acercamiento paulatino, refieren trabajadores de asociaciones civiles.
LA LIBERTAD
A diferencia de Hermelinda, quien fue orillada a vivir en la calle por abuso sexual y violencia intrafamiliar, existen otras causas de orden social que pueden provocar que una persona sea expulsada de su hogar hacia los espacios públicos, una de ellas es la pérdida de empleo. «En la medida que hay más pobreza, habrá más gente trabajando en las calles y vinculándose a una dinámica compleja que los puede llevar a instalarse en éstas», advierte el director de El Caracol.
“Estamos frente a condiciones transgeneracionales, porque son generaciones completas que viven en extrema pobreza, (las cuales) están muy ajenas de adquirir habilidades sociales», explica, por su parte, Maricarmen Montenegro, académica de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y especialista en el tema de la criminalización de la pobreza.
Pero también las adicciones, la discriminación, decisiones personales, o todas en conjunto pueden ser un detonante para aceptar vivir en la calle, tal es el caso de Rodolfo, quien a los 11 años abandonó su hogar «porque me gustaba el desmadre y descubrí la droga».
Según los datos revelados por el censo del IASIS, al menos el 61 por ciento de quienes viven en la calle consumen alcohol, entre otras drogas, principalmente solventes, tabaco y marihuana; aunque la cocaína, las anfetaminas, los hongos y otros narcóticos sintéticos también tienen presencia.
“En la calle conocí la libertad”, dice Rodolfo, cuya inquietud lo llevó a vivir en zonas aledañas a La Raza, La Merced, la colonia Morelos y la calle Artículo 123 (en el Centro), donde conoció a Hermelinda – con quien formó una pareja desde hace un par de años; aunque la mayoría de quienes se encuentran en situación (62 por ciento) reporta su estado civil como soltero. Ella, por su parte, ha sobrevivido en sitios como las inmediaciones de las estaciones del metro Hidalgo y Politécnico, además de la Plaza Garibaldi. «Lo único que no quiero pisar es Plaza Zarco (en la colonia Guerrero), ni Taxqueña. Espero no hacerlo, porque ahí es de lo peor», exclama la joven; al tiempo que recuerda que también pernoctó por un tiempo en la zona de La Merced, donde conoció y ejerció la prostitución para sobrevivir.
Baja la mirada y revela: «No me prostituía tal cual como las chavas de ahí, sólo con un señor, porque él me daba dinero. Yo tenía tennis, zapatos nuevos y podía comer a cambio de acostarme con él».
DÍA A DÍA
La actividad sexual no es la única vía por la que obtienen recursos. Hay quienes se dedican a limpiar parabrisas, piden dinero, tienen un trabajo informal -como ayudar en la instalación de puestos ambulantes o tirar basura-, son franeleros o se convierten en faquires; mientras que otros deciden aprender un oficio, como Atos, hoy conocido como el payaso «Tortolín».
El joven de 27 años, quien huyó de su hogar a los 10 tras acuchillar a su padrastro porque lo golpeaba, hizo casi de todo durante su estancia en la calle, desde limpiar parabrisas hasta convertirse en barrendero, y aunque estudió Contaduría durante su paso por el reclusorio, eligió la comicidad como forma de vida.
El maquillaje contrasta con el tono serio de voz: «No me da pena decir que estuve en la cárcel, porque al final pude regenerarme y aprender un oficio. Aún en la calle, trataba de sobresalir, no quería quedarme estancado”, enfatiza Atos, quien revela que tiene un hijo, al cual quiere dar un buen ejemplo.
En su vida en la calle, Atos llegó a improvisar alguna regadera en las fuentes que se encontraba por su paso para permanecer limpio y se compraba ropa de «a peso» en Tepito. “No por vivir en la vía pública, debemos dar una mala imagen», señala.
Pero no todos tienen las mismas oportunidades, y su aspecto los hace propensos a la discriminación, la cual sufren cuando se les impide acceder a un baño público o recibir atención médica sólo «porque los ven sucios y los consideran peligrosos, o los ven como delincuentes», dice Hernández Aguilar.
Por lo que además de sus precarias condiciones de vida, quienes han hecho de la calle su casa son señalados “como culpables de su destino” y visualizados como “una virtual amenaza”, por lo que padecen la separación paulatina del resto de la comunidad.
El censo realizado por el IASIS revela que el 37 por ciento de sus encuestados (4 mil 14 personas) han sido víctimas de discriminación, de ellas el 75 por ciento lo atribuye a su apariencia física, más que por la posición socioeconómica en la que se encuentra (9 por ciento).
«Creo que debemos cuidar la manera como nos referimos a ellos, porque al caer en esta estigmatización, los vamos construyendo como a niños desobedientes, ineducables. No se les ha dado nada, algunos pueden ser educables, pero hay que alimentarlos, y darles oportunidades», opina la académica.
En ese sentido, cabe destacar que nuestros entrevistados –Hermelinda, Brian, Atos y Rodolfo- iniciaron su vida en la calle antes de los 12 años, por lo que su asistencia a una escuela formal es poco probable.
Según los datos del IASIS, al menos el 24 por ciento de la población en calle – de su universo de cuatro mil 14 personas- no tienen ningún nivel escolar; mientras que el 38 por ciento reporta haber cursado la primaria, pero de ese porcentaje, sólo el 20 por ciento la concluyó. Mientras que aquellos que cursaron otros niveles superiores de escolaridad representan índices por debajo del 10 por ciento.
Así, “las políticas sociales no están llegando a este sector de la población y la atención que reciben no es con el objetivo de mejorar sus condiciones de vida, sino de que se quiten del espacio público, lo que se conoce como limpieza social», subraya el activista de El Caracol.
“Debido a que para diversos sectores de la sociedad los indigentes dan mal aspecto, los refunden temporalmente en albergues. Se ven feítos, por eso es que las coladeras siempre serán útiles para tener una ciudad bonita”, ironiza por su parte Montenegro.
¿DE QUIÉN ES LA CALLE?
Tal es el caso de un grupo de adolescentes que fue orillado a refugiarse entre las vías y el desnivel de un puente en avenida Taxqueña, “literalmente en una cloaca, en condiciones deplorables”, tras ser desalojados del bajo puente en el que pernoctaban en la misma zona, por representantes del gobierno capitalino en marzo pasado como parte de un esquema de recuperación de espacios públicos, explica Hernández Aguilar.
Según testimonios recogidos por personal de El caracol y dos investigadoras sociales, los chicos ya habían establecido una dinámica de familia, tenían su sala, había una especie como de recámaras y diseñaron un espacio para el baño, al cual le adaptaron una manguera, que según ellos era su regadera. Ahora los afectados habitan “una zona más complicada, de difícil acceso”, señala el activista.
“Los estragos de la limpieza social son devastadores”, pues los retiros significan no sólo que tienen que volver a construir su choza, sino que deben irse bajo toda esa violencia que implica estar rodeados de elementos policiacos; y no hay programa social que les ayude a superarlo”, destaca Hernández Aguilar, al señalar que el Gobierno del Distrito Federal tiene dos recomendaciones de la Comisión de Derechos Humanos del D.F.
“En la concepción de tener una ciudad bonita, de vanguardia, de primer mundo, esta gente no cabe”, explica el director de El Caracol. «Estoy de acuerdo en que tengamos una ciudad bonita, que atraiga al turismo, o lo que hoy se denomina city market, pero mientras no haya inversión para atender a este sector de la población, seguirá habiendo gente en situación de calle».