Para Selma Ancira – premio Traducción Literaria Tomás Segovia- su profesión implica ponerse al servicio de un autor. ¿Hacer suya la obra ajena? “No, nunca”. Sin embargo, este arte es poderoso: funda un reino en otro idioma
Walter Benjamin escribió que la traducción “roza el misterio” y acaso se deba a que autor y traductor deben ejercer una singular declaración de fe: en las posibilidades del idioma, en la flexibilidad del arte escrito y sobre todo en la universalidad de las historias que, aun traducidas, siempre encuentran eco en la imaginación de diversos lectores.
Galardonada con el premio FIL de Traducción Literaria Tomás Segovia, Selma Ancira ha traducido del griego y del ruso a grandes escritores. Una buena muestra de ello se encuentra en uno de sus libros más recientes Paisaje caprichoso de la literatura rusa (Fondo de Cultura Económica, México 2012) donde recoge, traduce y anota, cuentos y ensayos de autores como Pushkin, Gógol, Tolstói, Dostoievski, Chéjov, Bulgákov, y de su adorada Marina Tsvietáieva. “El trabajo de traductor tiene algo de médium”, escribe Juan Villoro, traductor él mismo, en el prólogo de esta antología; el médium intenta volver próximo lo ajeno, pone a la disposición de los autores otra lengua; es decir, otro mundo.
Entusiasta y sencilla, risueña pero inamovible cuando se trata de aclarar un punto, Selma Ancira (Ciudad de México, 1956) nos habla de este arte humilde y poderoso a la vez, porque el traductor se pone al servicio de un autor con la intención de amplificar su voz, extender sus fronteras y asentar su reino en otro idioma y en otros lectores.
—Maestra Selma Ancira, ¿cómo se interesó por la literatura rusa y griega? ¿Tiene que ver con su padre, el actor Carlos Ancira?
—Sí, desde luego la literatura rusa es una herencia muy clara de mis años de infancia, de la vida en la familia, de los intereses de mi padre, de su trabajo con las obras de Chéjov, de Gogol, sí tiene mucho que ver. Y la Literatura griega, el mundo griego en general, también me viene de mis padres pero de una manera indirecta. Cuando yo tenía cuatro años mis papás hicieron un largo viaje por Europa y nos iban mandando postales a mi hermana y a mí, que nos habíamos quedado con nuestras abuelas respectivamente, mi hermana con la mamá de mi mamá y yo con la mamá de mi papá. Me acuerdo que iban llegando las postales de España, de Francia, de los lugares que iban visitando y de pronto llegó una postal de Grecia con la imagen del Partenón: aquellas columnas, aquel edificio de la antigüedad, esos restos, esas ruinas absolutamente maravillosas obraron algo en mí, que en ese momento yo no sabía lo que era, pero que me hizo interesarme por todo el mundo griego, deseando vivir en Grecia, aprender el griego, estudiar el griego, cosa que se cumplió curiosamente a través de Rusia.
— ¿El maestro Carlos Ancira hablaba ruso?
— No, no, mi papá no hablaba ruso, pero le gustaba mucho el universo ruso, la literatura rusa. El gran ídolo de mi papá fue siempre Dostoievski.
— Recibió el premio al Mejor Actor Extranjero por su interpretación del Diario de un loco, a principios de los sesenta, si no me equivoco, yo era muy pequeña en ese entonces.
— ¿Cómo es que se fue a vivir a Rusia?
— Cuando terminé la Preparatoria, solicité una beca para estudiar en Moscú y me la concedieron. La intención era adentrarme en la literatura rusa, conocerla, poder leerla en el original. Entré, pues, tras un año de estudio del idioma, en la Facultad de Filología de la Universidad Estatal de Moscú. Y bueno, me quedé hasta terminar el doctorado. Ahí empecé a estudiar griego, y de Moscú viajé a Atenas con una beca que me dieron gracias a un grupo de teatro.
—¿Una beca que le dieron gracias a un grupo de teatro?
—Bueno, es muy divertido todo. Yo estaba estudiando en Rusia y los veranos trabajaba como intérprete en el Festival Cervantino. Aquel año viajó a México un teatro georgiano que llevó, me acuerdo, Ricardo III, un espectáculo sensacional. Por otro lado, estaba el Teatro del Norte de Grecia, con una tragedia clásica. Con ellos trabajaba como intérprete Natalia Moreleón. Le que me permitiera estar cerca para oír el griego, para practicar las poquitas palabras que sabía en ese entonces, y ella, generosa, me dijo: “Claro que sí”. Y así fue como pasé varios días acompañando e intentando ayudar en lo que pudiera al grupo de actores, directores, escenógrafos, vestuaristas que estaban en México, y al final, cuando se fueron, me regalaron una beca porque me vieron tan perdidamente entusiasmada por el griego, por el idioma, por la cultura, por todo lo griego, que les pareció una idea fantástica que pudiera yo ir a estudiar a Atenas.
— ¡Qué maravilla!
— Sí, fue maravilloso, absolutamente. Entonces me fui a Grecia a estudiar. Lo primero que traduje del griego fue un librito de Yannis Ritsos que encontré por casualidad en una librería del centro de Atenas, en una edición muy bella, y que me dio, además del placer de traducirlo, el placer de conocer al poeta y de trabajar mi traducción con él. Me acuerdo con mucho amor de las tardes que pasé en su casa hablando de su infancia, porque este libro es un poema de infancia, luminoso, lleno de sol. A mi regreso a México lo publicó el Fondo de Cultura Económica, cuando don Jaime García Terrés era su director. Se llama Sueño de un mediodía de verano. Y ahora, en la actualidad, me muevo en dos universos, el ruso y el griego.
— Y ¿Cuál fue el primer libro que tradujo del ruso?
— Del ruso, el primer libro que traduje fue Cartas del verano de 1926, que fue el libro que me descubrió mi vocación. Se trata de las cartas que se cruzaron Rainer Maria Rilke, Marina Tsvietáieva y Borís Pasternak. Cuando descubrí a Tsvietáieva, su personalidad, su talento, su grandeza, no pude hacer más que lanzarme a la aventura de traducir aquella joya, aquel libro, pero qué digo el libro, no eran más que unas páginas mimeografiadas… Fue en ese momento cuando me di cuenta que eso era lo que me hacía realmente feliz, lo que me llenaba plenamente y a partir de ese libro no he parado de traducir. Estamos hablando del año 1980…
— Me acaba de dar dos ejemplos de traducción: uno de cuando el autor está vivo y usted pudo acercarse y el otro cuando la autora está muerta. ¿Cómo es más fácil traducir? ¿Importa sentirse arropado por el propio autor o a veces estorba?
— (Se ríe, lo piensa y luego) Estorbar así como estorbar, yo no diría eso. Pero, ¿sabe qué, Daniel?, no creo que valga la pena generalizar. Por experiencia sé que si tú entras realmente en el universo del autor, lo puedes traducir mejor, porque lo conoces mejor y eso es lo que me gusta hacer a mí. No me gusta ir de un autor a otro, sino adentrarme en los autores que verdaderamente me gustan, que siento míos. Una vez que estás en plena convivencia con el autor, vivo o muerto, con su literatura, con su manera de escribir, sus obras te indican cómo necesitan ser traducidas. Acabo de regresar de Chipre, fui a dar una plática justamente sobre traducción literaria, y les decía, por poner un ejemplo, que sería un desatino, un despropósito traducir a Yannis Ritsos como traduzco a Marina Tsvietáieva, porque aunque los dos son poetas, cada autor exige una cosa totalmente distinta del traductor.
— Que no tiene que ver con el idioma en el que escriben, sino con la sensibilidad.
— Tiene que ver con la sensibilidad, y también con el idioma en el que escriben, sino con el estilo literario, con lo que el escritor se propone con su literatura, de qué manera quiere llegar a su lector.
— Le preguntaba esto porque hay una famosa anécdota que cuenta Marguerite Yourcenar, dice que visitó a Virginia Woolf en su propia casa porque estaba traduciendo al francés uno de sus libros, creo que Las olas; Woolf la recibió y charlaron durante un buen rato sobre muchas cosas, y finalmente cuando Yourcenar quiso informarle sobre la traducción que estaba haciendo, Woolf la atajó diciéndole “haga usted lo que quiera, no me incumbe”. Por eso me preguntaba si a veces los autores están dispuestos a ayudar, dispuestos a ver qué se está haciendo, a ver cómo se está traduciendo o quizás no tanto.
— Yo pienso que la literatura que tú tienes delante de los ojos, los libros que estás traduciendo, te dicen más de lo que te puede decir el propio autor. Ahora, bien, eso no quiere decir que el autor no te pueda ayudar. Por ejemplo, actualmente estoy traduciendo a una poeta chipriota, que se llama Niki Marangou. La conocí a raíz de la última visita que hice a Chipre cuando estuvimos Francisco Segovia y yo siguiendo los pasos de Séferis. Nos conocimos y nos caímos bien, paseamos mucho. Ella nos llevó a diferentes lugares y al final me regaló un par de sus libros que durante varios meses se quedaron en uno de mis libreros. Pero un día dije, “voy a ver de qué se trata el libro de Niki”, y me encantó, entonces me puse a traducirlo y claro, me faltaban muchos conocimientos de Historia de Chipre, de Geografía de Chipre, de una serie de cosas chipriotas que definitivamente ignoraba y a las que era difícil acceder. Entonces la llamé por teléfono y le dije, Niki necesito hablar contigo porque hay muchas cosas que se me escapan y ¿sabes?, para que la traducción sea correcta, necesitas entender muy bien lo que estás diciendo. Entonces me dijo: ven unos días y trabajamos. Me parece que fui a mediados de julio; y ella se sentó conmigo y me explicó cuestiones de Historia, de Etnografía, de Antropología, cada detalle, todas las cosas que yo desconocía, y sí, en este sentido sí fue de mucha ayuda. Lo que no le pregunté nunca fue cómo debía expresar eso o lo otro en español, eso no.
— Porque la está traduciendo a un idioma que ella desconoce.
— Sí, por eso y porque las decisiones del traductor son del traductor. Él sabe cómo maneja el texto y conoce su lengua mejor de lo que puede conocerla el autor para el que es una lengua extranjera. Pero… el simple hecho de llevarme a ver ciertos lugares ya era de ayuda. Me acuerdo que había algo a propósito de una iglesia, algo sobre unas muletas y yo decía, “pero qué querrá decir con esto. ¿Cómo iba yo a saber que justo en esa iglesia, los fieles dejan sus muletas y los pedazos de yeso que les quitó el médico para darle las gracias al santo?, eso, si no lo ves, te cuesta mucho trabajo imaginarlo, y cuando ya lo ves te queda muy claro y el poema gana. En ese sentido ha sido fantástica la colaboración.
—¿Las traducciones envejecen?
— (Silencio, me da la impresión de que se ha quedado seria y luego adelanta con mucha amabilidad) No sé si el verbo sería envejecer. Hace dos años me di cuenta que tenía que volver a traducir las primeras obras que traduje de Marina Tsvietáieva. ¿A qué se debe esto? A que cuando empecé no tenía el oficio. Empecé traduciendo por pasión, por entusiasmo, por ganas de compartir algo que a mí me había fascinando. Poco a poco he ido traduciendo toda la obra de Tsvietáieva. A lo largo de los años he aprendido cómo entendía ella la traducción literaria y la entendía de una manera muy peculiar: para ella la traducción de un poema, más que traducción de sentidos es traducción de sonidos y la obra de Tsvietáieva es una obra que está llena de música, es una obra esencialmente musical. Y yo, muchas veces había sacrificado el sonido en aras del sentido. A lo largo de los años he traducido muchos pasajes, cartas, fragmentos de sus cuadernos de trabajo en donde ella. Fue sobre todo decisiva para mí una carta que le dirige a André Gide cuando ella está viviendo en Francia y le explica cómo ha traducido los poemas de Pushkin al Francés. Ahí me di cuenta cabal de cómo entendía Marina Tsvietáieva la traducción literaria y me di cuenta de que tenía que volver a empezar, de modo que estoy retraduciendo esas obras alejándome en ocasiones del sentido en busca del sonido. Y las obras que traduje en 1991, 1992, 1993… están saliendo de nuevo, en una nueva traducción en la que doy prioridad absoluta al sonido.
— Quiero reformular mi pregunta anterior, hace poco intenté leer a Dostoievski en traducción de Rafael Canssinos Assens y había palabras que yo ya no sentía propias del español moderno, como “parose” o “díjose”, me tropezaba con ellas y llegó un momento en que deseaba que Selma Ancira fuera la traductora (risas) porque yo no podía seguir; entonces nuevamente le pregunto si las traducciones necesitan modernizarse, a lo mejor envejecer es un poco duro, pero ¿necesitan modificarse?
— A ver Daniel, le voy a contestar: yo creo que la literatura también envejece si no es alta literatura, si no es grandísima literatura. Por favor, piense, cuando estuve trabajando en las cartas y en los diarios de Tolstói, pasé varios años metida en la biblioteca de Tolstói. Ahí vi qué cantidad de literatos, cuando Tolstói estaba vivo, eran los literatos de moda, los que leía la gente, y que en este momento nadie sabe quiénes son. Esa literatura envejeció, no la podemos leer, no se aguanta. Y póngase usted a pensar, en tierra mexicana, ¿a cuántos escritores del sigo XIX que en su momento eran considerados grandes escritores, que entonces eran los consentidos del público, leemos hoy nosotros o nuestros hijos.? Me entendió, ¿verdad? Pasternak traduce, durante la primera mitad del siglo XX a Shakespeare. Y en este momento, cuando han pasado cien años o casi cien años, son las mejores traducciones que hay en ruso de Shakespeare, no han envejecido un ápice, pero están hechas de una manera genial. Esas traducciones no envejecen.
— Entiendo. ¿Qué tanta libertad tiene un traductor para hacer con la obra ajena, se puede dar el lujo de hacer algo propio?
—¿Hacer de la obra que traduce, una propia? No, nunca. El traductor esta detrás del autor que traduce.
—Entonces, ¿no existe algún estilo de traductor? ¿Puede ser reconocible un traductor? —No debería de serlo. El traductor debe respetar el estilo del autor que está traduciendo. A mí no me gustaría que cayera en sus manos una traducción mía por ejemplo de Bulgákov, y que sin saber que es mía, dijera: “¡Uy! esto es de Selma Ancira”, el traductor, en cada una de las traducciones que hace, debe sonar al autor que traduce. Ese es el ideal al que debemos aspirar los traductores.
—¿Ha aceptado alguna vez traducir por encargo?
—No. Hay traductores que traducen para tener un poco de dinero extra o para ganarse la vida, en mi caso no, yo he preferido rechazar libros grandes y bien pagados, pero que no me decían nada o que no me interesaban, y en los que iba a dejar dos o más años de mi vida. Yo no. Pero hay traductores que se ven obligados a hacerlo.
—Entonces, ¿se diría que todos los libros que ha traducido le han dejado una marca?
—!Ay Daniel! Todos, cada uno de los libros en mi biografía literaria tiene una razón de ser. Ninguno es fortuito, cada uno obedece a un algo, a un momento determinado de mi desarrollo, de mis intereses y en cada libro, esto es absolutamente cierto, en cada libro dejo el alma, siempre me entrego en cuerpo y alma a lo que estoy traduciendo.
Jóvenes mexicanos responden sobre esta profesión, humilde y poderosa a la vez, como ninguna.
(Ciudad de México, 1977). Además de traductor, es poeta y cuentista. Sus obras han aparecido en medios impresos y electrónicos en México, Francia, España y Argentina. Del francés ha traducido a Jean-Marie Gustave Le Clézio, Henri Michaux, Valery Larbaud, Jean Echenoz, Jean-Philippe Toussaint y Antoine Volodine. También codirige el Taller de Narrativa del Instituto Cervantes de París, en donde ha entrevistado y presentado a autores como Guillermo Fadanelli, Enrique Serna, Fabrizio Mejía Madrid y Juan Villoro. Su más reciente libro de traducción es El sendero frugal (Antología poética 1963-2000) de Jacques Dupin.
—¿Traduces sólo a los autores que te gustan o traduces por encargo? ¿Cambia tu proceso de trabajo en alguno de los casos?
—He tenido la suerte y la desgracia de realizar ambos tipos de traducciones. En general las traducciones de los autores que me gustan, que me fascinan, casi siempre las he hecho gracias a la complicidad de editores independientes. Si no, ha sido muy raro que me pidan traducir un relato, un libro, y que el autor sea alguien que me interese en la lengua original.
Sobre el proceso, este no cambia, sólo la motivación… porque al fin y al cabo la traducción que resultará será tuya, de ahí que enfrente yo ambas posibilidades con la misma actitud: hacer que el resultado sea igual (o mejor de bueno) que el original, independientemente de su calidad inicial.
— Si el lenguaje cambia y nuestro español no es el mismo que hablábamos en el siglo XVIII o XIX, ¿las traducciones envejecen? ¿Hay que renovarlas constantemente?
— Sí, las traducciones tienen una cierta caducidad. Vale la pena considerarlas como referentes cuando son coetáneas —o no muy distantes en el tiempo— a la fecha en que la obra original fue escrita, o cuando son autores canónicos los que las hacen. Por mencionar un caso: la ya clásica versión de Cortázar de Poe. Si no, a mi gusto las traducciones deberían renovarse dependiendo de la distancia que un lector tiene con la lengua; es decir: si el lector es incapaz de leer un texto sin preguntarse qué puede significar tal cosa, o pensar que “eso se decía así hace años”, entonces es hora de proceder a una “actualización”, como le sucedió hace poco a la novela Pedro Páramo, publicada por Gallimard en los cincuentas y retraducida en la década pasada por un nuevo traductor.
— ¿Qué buscas en la traducción: conservar sonidos, trasladar significados?
— Depende qué traduzcas, cómo haya trabajado el autor el lenguaje –y el tema de lo que haya escrito. Hay poemas que resultan nítidos, sencillos (Jabès o Baudelaire, por ejemplo), o bastante complejos (Dupin, Michaux), y narraciones que no plantean gran dificultad (Deville) cuando otras pueden llevarte horas para encontrar sobrentendidos, guiños, o un humor ácido y sutil (Echenoz, Toussaint).
— ¿Una gran traducción se puede considerar literatura mexicana o siempre formará parte del canon de otra lengua?
— Esta me parece una excelente pregunta que me hace pensar en los cánones “literatura nacional/literatura extranjera”. A veces no hago caso al hecho de que una obra literaria haya sido escrita o traducida en una lengua u en otra: es buena o no independientemente de que la haya leído en español, inglés, francés, italiano, etc, (suelo leer muchas traducciones de otras lenguas al francés). Como tal, una excelente traducción cobra la estatura de obra per se como cualquier otra escrita directamente en español. Sin embargo, salvo en los casos que mencionaba (cuando se trata de un autor reconocido que además traduce), en el medio hispanohablante es difícil que en el medio literario se hable específicamente de traductores como si fueran autores, que se reconozca su labor indispensable. ¿Qué lector avezado puede mencionar más de cinco traductores reconocidos por su trayectoria? En Francia, Albin Michel tiene una colección, Las grandes traducciones, cuyo nombre pone el énfasis en las obras traducidas y no en las obras extranjeras, prestándole más atención al que traduce y no sólo al escritor en lengua extranjera. En español sería deseable hacer una lista de traductores notables y reconocer la importancia que tienen como actores literarios.
(Ciudad de México, 1980). Ha publicado un volumen de cuentos Infiernos particulares (México, UNAM-Ediciones de Punto de Partida, 2008), además de ensayos y poemas en periódicos, revistas, antologías y sitios de Internet. Desde 2007 ha traducido textos de Charles Baudelaire, Philippe Jaccottet y, entre otros, Henri Meschonnic. Ha sido traductor para algunas de las revistas de El Colegio de México y para algunas empresas privadas. Becario del Programa de Jóvenes Creadores de México, en dos ocasiones, y del Colegio Internacional de los Traductores Literarios de Arles, Francia, en otoño de 2011.
—¿Traduces sólo a los autores que te gustan o traduces por encargo? ¿Cambia tu proceso de trabajo en alguno de los casos?
—Continuamente traduzco por encargo artículos académicos, reportes económicos o incluso literatura. Por gusto tengo proyectos literarios que no siempre representan algún beneficio pecuniario (algunas veces tampoco consigo publicarlos), pero que llevo a cabo porque me interesan, o me parece que hay que difundir cosas nuevas, o incluso porque me plantean preguntas o representan un desafío en mis relaciones con la literatura, las lenguas, etc. En cada caso se trata de traducir formas específicas de lenguaje, lo cual quiere decir que también hay formas específicas de trabajar con el lenguaje. Una evidencia que quizá no lo sea tanto: no se traduce igual un informe académico que un poema. El primero, por ejemplo, requiere del traductor cierta disposición de saberes, una exposición nítida y una precisión conceptual; el segundo, una relación afectiva con el lenguaje y una necesidad de arriesgarse a crear una forma significativa a partir de una obra en otra lengua. Mi «proceso de trabajo», entonces, cambia con cada texto.
—Si el lenguaje cambia y nuestro español no es el mismo que hablábamos en el siglo XVIII o XIX, ¿las traducciones envejecen? ¿Hay que renovarlas constantemente?
—La lengua cambia, pero eso no es una condición para pensar que las obras envejecen. Homero, Rabelais, Pound, por poner algunos ejemplos, realizaron obras cuyo lenguaje es único, no existía antes de ellos y cualquiera que lo «retome» está condenado al pastiche o a ser un epígono. ¿A qué voy? A que una traducción que realmente «hace obra» también tiene una vigencia continua porque su trabajo con el lenguaje es único. Sólo menciono dos ejemplos. El primero: la traducción de The Raven, de Poe, por Baudelaire, sigue planteando problemas literarios y lingüísticos que otras traducciones no plantean, pues en Baudelaire se registra toda una reflexión sobre la versificación y el poder emotivo de la prosa. Se trata de una reflexión que sin duda sigue desafiando a los versificadores y a los narradores de nuestro tiempo. El segundo ejemplo sería la traducción de El Cantar de los Cantares, por fray Luis de León, quien planteó la necesidad de traducir La Biblia a partir del texto hebreo y no de la Vulgata. Esta traducción fue a tal grado heterodoxa que le valió la prisión al fraile, y también a tal grado sigue vigente que todavía las iglesias católica y cristianas, y los mismos rabinatos, la ignoran, la desdeñan, o quizá la temen.
El problema, en todo caso, es que muy pocas traducciones tienen ese trabajo detrás, ese poder de invención, de descubrimiento, y es por eso que, de hecho, nacen viejas.
— ¿Qué buscas en la traducción: conservar sonidos, trasladar significados?
— En el lenguaje no existen el sonido puro ni el significado puro. El dilema se presenta en la medida en que tenemos esta idea del lenguaje como algo constituido por el par sonido/significado, o por otros pares como forma/sentido, significado/significante (ideas dominantes, me aventuraría a decir, en casi todo el sistema académico y universitario de Occidente). Es un problema heredado por nuestra cultura platónica-cristiana, que separa el alma y el cuerpo, las palabras y las cosas, la imaginación y la realidad… pero si hacemos un intento por pensar de otra forma, por ejemplo, si pensamos que el lenguaje es una forma de relacionarnos con los otros, con el mundo, con uno mismo, y que una obra de arte es, en realidad, una invención de lenguaje, una invención de todas estas relaciones, si pensamos esto, entonces traducir se vuelve una reinvención de estas relaciones… en otra lengua. En todo caso se traduce una fuerza del lenguaje, una capacidad de referirse a los otros, al mundo, a sí mismo.
—¿Una gran traducción se puede considerar literatura mexicana o siempre formará parte del canon de otra lengua?
—Una traducción nunca consigue carta de naturalización. Quizá porque me atrevería a decir que el traductor parte de la lengua a la que traduce para buscar la lengua de la que traduce. Es esa extranjería la que da sentido al hecho mismo de traducir. Es decir, si retomamos el ejemplo de fray Luis, no es el hebreo el que debe «incorporarse» o «diluirse» en el español, sino que es éste el que tiene que reinventarse a partir del hebreo.
(Ciudad de México, 1971). Es una artista multidisciplinaria: escritora, traductora y guitarrista del grupo de jazz Monrovia Beat. Ha traducido escritores como Amanda Hocking, A.S. King, Sarah Shyfter, Kevin Brooks, Heather Terrell. Tradujo la “novelización” de Frankenweenie de Tim Burton, escrita por Elizabeth Rudnick. Y como muchos traductores ha tenido que vérselas con libros de autoayuda como los de Donald Neale Walsch y Robert Kiyosaki. Su libro de cuentos, Blues por Tasha aparecerá el próximo año editado en K editores. Su página es renata-somar.tumblr.com
—¿Traduces sólo a los autores que te gustan o traduces por encargo? ¿Cambia tu proceso de trabajo en alguno de los casos?
—Traduzco por encargo para tres editoriales y para varios autores independientes. Mi propósito es mantener, en todos los casos, el mismo nivel de calidad, sin que importe si se trata de un libro de ficción, no ficción; de un guión, instructivo, currículum, tesis, o un libro de teoría. También he traducido por gusto propio -y para amigos- textos de teoría musical que se utilizan mucho en Canadá y Estados Unidos pero que no han sido traducidos al castellano. Mantener la calidad, en mi opinión, significa prestar el mismo tipo de atención en cada trabajo y cuidar mucho el tono y el estilo de los textos. Incluso, hacer cualquier investigación pertinente.
— ¿Las traducciones envejecen? ¿Hay que renovarlas constantemente?
— Creo que, más que renovar traducciones, es necesario hacer nuevas propuestas. Las traducciones antiguas contienen el espíritu de la época en que fueron realizadas y, por lo tanto, son obras completas por sí mismas y merecen leerse e interpretarse tomando en cuenta el momento histórico y las condiciones en que trabajó el traductor. Por supuesto, aunque el lector no siempre cuenta con toda esta información, vale la pena considerar la mayor cantidad posible de este tipo de factores para evitar que la lectura sea pobre o ingenua.
Hacer una nueva traducción de un texto, por otra parte, permite, en muchos casos, recobrar una obra a la que tal vez las nuevas generaciones no se acercan porque las traducciones disponibles son demasiado complejas o, sencillamente, no conmueven a los lectores.
—¿Qué buscas en la traducción: conservar sonidos, trasladar significados?
—Siempre que traduzco mi propósito principal es hacer sentir al lector que está leyendo en el idioma original. Eso no necesariamente me supone tropicalizar el texto. Diría que se trata de que la obra mantenga un ritmo natural, incluso si no lo tiene de origen. Por supuesto, es importante trasladar significados con precisión, pero, en mi opinión, el traductor debe encontrar, además, la manera de hacerlo sin sacrificar la fluidez. En el caso de la ficción, me parece que es fundamental conservar la atmósfera original de la obra, así como reproducir las voces con fidelidad.
—¿Una gran traducción se puede considerar literatura mexicana o siempre formará parte del canon de otra lengua?
— Creo que una obra extranjera es eso: una obra escrita por un autor de otro país, y en otro idioma. La traducción al español puede ser portentosa, pero eso no la convierte en parte del canon de nuestra lengua. En muchos casos, las traducciones realizadas por grandes escritores contienen el valor añadido de una interpretación particular y un momento histórico que las enriquecen, pero eso es todo.