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Óscar de la Borbolla

25/04/2016 - 9:46 am

¿Y tú, qué sabes?

Mi ignorancia es atroz: se me escapan regiones enteras de la historia de México, de la historia de Francia, de la historia de China… Y no sé prácticamente nada de los héroes de Australia, ni de los escritores de Nueva Zelanda, y no imagino cómo se concentra la luz en un rayo láser, tampoco conozco ni reconozco cuales son los personajes de los cómics de los últimos veinte años y sobre todo no entiendo por qué hago lo que hago, pienso lo que pienso, elijo lo que elijo y siento lo que siento.

Estoy en este mundo: sé tan poco de mí y tan escasamente de lo otro... Foto: Óscar de la Borbolla.
Estoy en este mundo: sé tan poco de mí y tan escasamente de lo otro… Foto: Óscar de la Borbolla.

Hubo una época (y solo en un sentido es bueno que haya pasado) en la que no sabía prácticamente nada: me sorprendía la llegada de la noche: estaba jugando y no entendía porqué comenzaba a oscurecer y debía entrar en mi casa: ni estaba cansado ni tenía sueño. La noche era una aparición indeseable que arruinaba mis planes (en ese entonces no los llamaba planes, eran mis gustos, mis deseos o sencillamente lo que quería hacer y lo hacía, pues dependía de mí y de nadie más). Un día mi madre me explicó la fatalidad de la noche: Es el resultado de la rotación de la tierra, dijo con solemnidad y a mí, por supuesto, la idea no me entraba; la Tierra no se movía salvo en los terremotos. Poco a poco las burlas de los demás niños y adultos que jamás se habían preguntado nada hizo que me apartara de mi entonces sano sentido común. Y la noche se volvió cíclica, predecible y aburrida.

Pero en lo demás seguía como antes, es decir, sin entender nada y dándome mis propias explicaciones. Todavía recuerdo el orgullo que me causó hacer una teoría para determinar la causa de que la Luna brillara sin tener luz propia: Es de un material fosforescente, me dije muy orondo. Me costó más trabajo, más horas de reflexión, explicarme el crecimiento y decrecimiento de la Luna; lo medité durante días y llegué a una conclusión que hoy me sigue pareciendo válida: si cuando la Luna está delgada se traza una línea de una punta a la otra (la Luna parecería un arco) y a la mitad de esa línea se coloca una flecha perpendicular, la flecha apunta hacia dónde está el sol, luego entonces el Sol no está del otro lado de la tierra, sino que está altísimo y no lo vemos porque nos lo tapa la panza de la Tierra, ya que si pudiéramos subirnos a un edificio tan alto como la Luna podríamos verlo.

Fui creciendo y, por supuesto, de la escuela y de los libros saqué innumerables explicaciones, no necesariamente mejores que las que me había construido, aunque sí mejores pues me ahorraron esas burlas que arrojan quienes nunca han arrojado una idea propia al mundo. Hay con todo muchas preocupaciones que perduran en mí, pues algunas no he logrado resolverlas ni con todas las filosofías a las que me acerqué con enorme devoción y apetito; y otras, que tampoco se me han aclarado, aunque indudablemente son de menor envergadura.

Las primeras no merecen siquiera mencionarse, pues son las sempiternas preguntas metafísicas que van desde el gravísimo asunto: ¿por qué hay ser?, hasta la simpática formulación medieval de ¿por qué el clavel es rojo? (No confundir el por qué con el cómo es que es rojo o lo vemos rojo).

Las preocupaciones menores que no he resuelto son muchas y variadas. Por decir una docena rápido: no entiendo cómo funcionan mi iPad ni mi iPhone, cómo debo mezclar la cera y los pigmentos en el encausto y si es mejor poner un foco muy potente por detrás del lienzo o aplicarle directo la flama de un pequeño soplete. No sé por qué los perros quieren a sus amos, ni soy capaz de resolver ecuaciones diferenciales; no acierto a precisar cuántas filas de dientes tienen los tiburones, ni sé porqué existen miles y miles de especies de escarabajos, me da vergüenza no reconocer en una selva o en un bosque a los árboles por su nombre, no sé cómo se prepara el filete Wellington y tampoco por qué no me gusta y siendo una persona totalmente urbana ni siquiera distingo las marcas de todos los autos que pasan por la calle.

Mi ignorancia es atroz: se me escapan regiones enteras de la historia de México, de la historia de Francia, de la historia de China… Y no sé prácticamente nada de los héroes de Australia, ni de los escritores de Nueva Zelanda, y no imagino cómo se concentra la luz en un rayo láser, tampoco conozco ni reconozco cuales son los personajes de los cómics de los últimos veinte años y sobre todo no entiendo por qué hago lo que hago, pienso lo que pienso, elijo lo que elijo y siento lo que siento.

Estoy en este mundo: sé tan poco de mí y tan escasamente de lo otro… Vivo de generalidades, me atengo a generalidades, y lo que tampoco sé, aunque lo sospecho con certeza, es si así estará el resto de la gente.

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@oscardelaborbol

Óscar de la Borbolla
Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: "Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo... Los locos somos otro cosmos."
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