Benito Taibo
05/07/2015 - 12:01 am
Quedarse sin estrellas
Cada vez que puedo, por la noche, levanto la vista al cielo para ver las estrellas. Esos minúsculos puntos de luz que cuelgan graciosamente de la bóveda celeste (o por lo menos así lo parece) y que tienen un poder inmenso en nuestras vidas por muchos y variados motivos; que han inspirado poetas, producido fantasiosas […]
Cada vez que puedo, por la noche, levanto la vista al cielo para ver las estrellas.
Esos minúsculos puntos de luz que cuelgan graciosamente de la bóveda celeste (o por lo menos así lo parece) y que tienen un poder inmenso en nuestras vidas por muchos y variados motivos; que han inspirado poetas, producido fantasiosas historias acerca de nuestro origen y destino, nos han dado signos zodiacales convertidos en horóscopos para guiar a algunos en el día a día (a mí no, lo lamento, no creo en el destino) y gracias a su observación constante, han permitido a civilizaciones enteras, crecer y lograr maravillas basadas en su observación.
Yo, solamente las veo y me dejo cubrir por su manto, asombrado, sobrecogido, lleno de éste trozo de universo. Me ayudan a poner los pies en la tierra, a descubrir lo infinitamente pequeños que somos, lo poco importantes que son nuestras querellas cotidianas.
Sin embargo, y gracias a la tecnología de última generación de la que hoy gozamos, nuestro planeta puede ser visto desde lejos, y un observador extraterrestre y curioso mirará, tal vez con el mismo asombro que nosotros, diminutos puntos de luz cubriendo una gran parte de nuestra geografía, como si de estrellas caídas se tratara.
La primera vez que vi estrellas, de verdad, en todo su esplendor, fue en una playa guerrerense, en el año de 1978, cuando pasé veinte días bajo su influjo y su misterio, acariciándolas con la vista durante horas, recostado en la arena y recordando la oda que les ofreció Pablo Neruda.
Tomé la estrella de la noche fría
y suavemente
la eché sobre las aguas.
Había tantas que no importaba que el cielo se quedara sin una. Yo confiaba en que nadie se daría cuenta de mi atrevimiento. Y en las aguas se perdió para siempre, mientras los Rolling Stones nos daban la pauta para recordar que estábamos vivos y que en el baile estaba, por lo menos entonces, nuestro destino.
Dicen los indígenas mapuches que todos llevamos dentro un trozo de infinito. Dicen los científicos que estamos hechos de polvo estelar. Digo yo que las dos cosas deben ser sin duda ciertas.
Desde entonces, todas las noches levanto la vista al cielo para intentar capturar una estrella y guardarla en mi bolsillo, casi siempre sin éxito. En la ciudad de México es muy difícil verlas. De vez en cuando, alguna, solitaria y tenaz, aparece ante nuestros ojos como si de un prodigio se tratara.
Parecería que nos estamos quedando sin estrellas.
La contaminación lumínica de las grandes ciudades como en la que vivo, impide la observación estelar a simple vista. Millones de estrellas artificiales llamadas focos, de todos los tamaños y colores están desterrado la noche de nuestro imaginario colectivo.
Tuve que ir hasta Xochicalco, Morelos, guiado de la mano de mi amigo, el astrónomo José Franco, que entonces presidia la Academia Mexicana de Ciencias, para poder verlas otra vez, cubriendo el cielo en un evento único y apasionante, donde un buen número de arqueo astrónomos nos recordaban constantemente, que era ese mismo cielo el que veían nuestros antepasados, y mediante el cual se tomaban graves e importantes decisiones.
Llegó hasta mí un libro esclarecedor, raro, distinto, de esos que disfruto enormemente y que tiene que ver justamente de lo que estoy hablando.
Se llama El fin de la oscuridad (Paidós, 2014) y está escrito por Paul Bogard, profesor de no ficción creativa de la Universidad de Madison en Virginia.
Recorrió el mundo entero para intentar encontrar la oscuridad que ha desaparecido de nuestras vidas por ese afán del hombre de querer tener un día perpetuo, iluminándolo todo.
Un viaje fascinante, épico y único que va desde el momento en que en 1882, Thomas Alva Edison inaugura su primera estación eléctrica en Manhattan, hasta llegar al lugar con más luz artificial de la tierra, en Las Vegas, Nevada, donde un resplandor cegador ha transformado los ciclos de la vida y obligado a las criaturas, antes nocturnas, a cambiar sus hábitos alimenticios y de procreación. Por ejemplo, los murciélagos, confundidos y deslumbrados permanentemente, se estrellan contra halos de luz y edificios, perdiendo el rumbo y en ocasiones la vida.
La contaminación lumínica nos impide ver la noche, pero además, se ha convertido en un grave problema de nuestro tiempo; la energía que usamos está deteriorando al planeta de tal manera que tarde o temprano a este ritmo, nos quedaremos irremediablemente a oscuras.
Y tal vez, sólo entonces, derrotados como civilización, podamos volver a ver las estrellas que hoy hemos perdido.
Y decidamos en la oscuridad, que nuevo y mejor camino habrá de tomar.
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