Solo los vampiros sobreviven

25/04/2015 - 12:00 am

Ni a los vampiros los hacen como antes. Por lo menos, en el cine. Décadas atrás la pantalla nos aleccionó respecto a que se alimentaban con sangre succionada del cuello de sus víctimas. Ahora, más considerados, adquieren su alimento vital en bancos de plasma y lo beben en finas copas de cristal. En siglos anteriores, habitaban añejos castillos, hoy se ocultan en casas abandonadas de ciudades como Detroit o la región exótica de Tánger. En el pasado sucumbían si clavaban en su pecho estacas de madera; actualmente, de acuerdo con la poesía visual de Jim Jarmusch en Sólo los amantes sobreviven (2013), tienden al suicidio y se alistan con un revólver y balas del duramen más denso en existencia.

Tal vez los seres de la noche no escapan de las teorías darwinianas: mutan, evolucionan, se adaptan al entorno para permanecer entre los vivos. En los ayeres volaban planeando con su capa, ahora transitan a paso lento y sensual por los callejones. Jarmush delinea a sus criaturas como a unos seres exquisitos, admiradores del arte y poseedores de conciencia ecológica. Son ajenos a las cacerías sangrientas, a la seducciones nocturnas y están hastiados de la inmortalidad. Se consuelan con literatura y música. Coleccionan instrumentos antiguos, componen melodías y practican la monogamia.

Los vampiros iniciaron el tránsito de seres monstruosos a criaturas seductoras y fascinantes en una serie de películas cuyos soportes son tanto la literatura como la inventiva de los autores fílmicos. Desde Nosferatu, una sinfonía del horror (1922) de F. W. Murnau se ha edificado y reinventado el mito, las fortalezas y debilidades de los príncipes de las tinieblas.

El Nosferatu de Murnau se distinguió por su apariencia monstruosa: pálido, enjuto, calvo, de orejas puntiagudas, dedos terminados en garras, cuya figura retorcida y caminar anómalo encajaba en el periodo expresionista. Sus afilados dientes incisivos le permitían alimentarse extrayendo sangre de doncellas en trance. Dormía en un ataúd que él mismo cargaba y era indefenso ante la luz del sol. Se le nombró Conde Orlok para eludir el pago de derechos por basarse en la novela Drácula de Bram Stoker.

En 1931, Drácula de la película de Tod Browning, interpretado por el actor húngaro Bela Lugosi, expuso un perfil más acorde al personaje de Stoker: un vampiro de abolengo, apuesto, elegante y de mirada enigmática. Descansa en un sarcófago, vive entre telarañas, carece de reflejo ante los espejos, despliega una capa negra, y se rodea de un séquito de amantes vampiras que reafirman su carácter seductor, planteado con sutileza debido a la época del rodaje. Adopta formas animales y una estaca de madera da cuenta de su inmortalidad.

En El Vampiro (1957) de Fernando Méndez, punto cumbre del género en estas tierras, el conde reside en una hacienda, sucumbe ante imágenes religiosas, se transforma en murciélago y, con la personalidad cautivante de Germán Robles, revela la sensualidad que, más tarde, Drácula (1958) de Terence Fisher, retoma con el erotismo avasallante de Christopher Lee y su mordedura orgásmica. Aquí, acecha a damiselas voluptuosas, es vulnerable ante la ofensiva de ajos, crucifijos y se convierte en cenizas con los primeros rayos del sol.

El baile de los vampiros (1967) de Roman Polanski, parodia y tributo al género, retoma castillos, ajos y espejos. Describe reuniones masivas de vampiros en bailes aristócratas e introduce a un conde homosexual. Los muchachos perdidos (1987) de Joel Schumacher, introduce a una banda chupasangre enfundada en cuero negro. Los jóvenes rebeldes moran en cuevas, duermen como murciélagos gigantes y cazan a sus presas emulando a las águilas.

Drácula de Bram Stocker (1992) de Francis Ford Coppola, enriquece visualmente la iconografía vampírica, Gary Oldman encarna a una criatura que rejuvenece al beber sangre, se transmuta en lobo, un cúmulo de ratas y se mueve a través de sombras. La luz del día no le afecta y para exterminarlo debe ser decapitado. En Cronos (1993) de Guillermo del Toro, la condición vampírica asume la naturaleza de un insecto alojado en un artefacto metálico que se alimenta de sangre y obsequia a cambio juventud eterna.

En Entrevista con el vampiro (1994) de Neil Jordan, los seres perpetuos -creados por Anne Rice- se movilizan a velocidad luz, bajo su pálida piel se traslucen las venas y se convierten en polvo ante la luminosidad solar. En Vampiros (1998) de John Carpenter, el cuello de las víctimas ha quedado en el olvido, ahora los entes inmortales se recrean besando el sexo femenino y se despiden de sarcófagos pues se entierran en la arena del desierto. En Déjame entrar (2008) de Tomas Alfredson, el temible vampiro es encarnado por una niña de apariencia apacible y belleza melancólica. De ella emana el extraño olor de los siglos y se desangra si se adentra a un hogar al que no ha sido invitada.

A la galería se añaden los vampiros que matan a sus amantes con desamor (El ansia, 1983), los que recuperan la mortalidad a través de transfusiones sanguíneas (Los viajeros de la noche, 1987), los que pueden procrearse porque un virus los ha mutado (Blade, 1998), los eternos adolescentes que asisten a la escuela y mantienen rivalidades mortales con lobos (Crepúsculo, 2008) y más filmes a los que gustosos hemos ofrecido nuestro cuello cinéfilo.

 

Rosalina Piñera
Periodista egresada de la UNAM. En su pesquisa sobre el cine ha recorrido radio, televisión y publicaciones como El Universal. Fue titular del programa Música de fondo en Código DF Radio y, actualmente, conduce Cine Congreso en el Canal del Congreso.
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