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Tomás Calvillo Unna

18/02/2015 - 12:02 am

El mantra y el mándala de la nación

En ciertas tradiciones estas dos palabras son vías de conocimiento. El mantra, el sonido, la vibración, en la tradición cristiana el Verbo encarnado del evangelio de San Juan, el big bang de la física del universo. El nombre secreto de Dios, la cifra celestial de la Cábala, del Talmud, de la Biblia, del Corán, el […]

En ciertas tradiciones estas dos palabras son vías de conocimiento.

El mantra, el sonido, la vibración, en la tradición cristiana el Verbo encarnado del evangelio de San Juan, el big bang de la física del universo. El nombre secreto de Dios, la cifra celestial de la Cábala, del Talmud, de la Biblia, del Corán, el Naam de la India.

En términos históricos en nuestro país esa palabra es el mismo nombre de México. Un sonido antiquísimo vinculado a la luna, al ombligo de la luna, a la fertilidad, feminidad y al sacrificio.

Por azares del destino no solo sobrevivió a la conquista sino que bautizó el mundo que vendría después y cobijó a los habitantes de este territorio histórico que durante siglos ha sido el seno de diversas culturas.

En náhuatl su pronunciación es más precisa, sutil y nocturna; en castilla, es ya cortante. Junto a ese nombre histórico fundacional se encuentra el mándala: la imagen que convoca y fija la conciencia y la eleva en conocimiento y armonía.

En la práctica cristiana es el Santísimo expuesto, el círculo de conocimiento y amor puro, el sol que otorga y explica la vida.

En un callejón del centro de la ciudad de San Luis Potosí, a un costado de la Plaza de Aranzazú, entre cafés y bares, los franciscanos abrieron una minúscula capilla donde se expone 24 horas el Santísimo. Su visión asemeja un mándala; cuando entras y miras esa belleza circular en el muro de piedra y aunque no seas católico aprecias esa pequeña morada de silencio y recogimiento, agradeces a la persona anónima, al franciscano que decidió construir ese lugar de contemplación, que enriquece la cultura de la interioridad en medio del carnaval, a veces trágico, de los sentidos en que se ha convertido nuestra cotidianidad.

El mándala laico nuestro de cada día es el águila sobre el nopal devorando la serpiente; un palpitar en la neblina del tiempo, sobre la piedra fundacional del pueblo mexica.

Sello de un inconsciente colectivo y emblema de la comunidad imaginada que fue asumido por los novohispanos para ir marcando su identidad frente a la metrópoli española.

Esa águila de perfil se convirtió en el emblema de la bandera insurgente de Morelos y desde entonces proyectó su vuelo a lo largo de dos siglos para ser el símbolo del lábaro patrio.

El águila -solar: masculino- y el nombre de México -lunar: femenino-, conforman el balance de una tradición muy antigua que perdura.

A diferencia del himno nacional, particularmente de su letra que el tiempo ha erosionado, el nombre de México y el escudo nacional del águila y la serpiente mantienen su equilibrio y atracción al paso de los años y los siglos.

Mientras hoy en día el país pierde el balance que es esencia y razón de las democracias durante un periodo de excesos sin límites, de insaciables deseos, de una angustia alimentada por la insatisfacción permanente y de una violencia creciente.

La soberbia de los partidos políticos y su incapacidad mostrada hasta ahora para realizar una autocrítica profunda de sus quehaceres y una limpia de sus filas, fracturan la relación con los ciudadanos y vacían de contenido la representación que ostentan ya sin sentido patrio.

Los símbolos en esta condición recuperan su vitalidad cuando vuelven a encarnar, articulando densas emociones y sutiles anhelos; por ello los políticos los buscan y tratan de convertirlos en suyos, pretenden apropiarse de su enorme capacidad de cohesión.

No obstante, por esa misma hondura que llevan, suelen convertirse en referente ya no del poder del estado (sobre todo cuando éste extravía sus significados), si no de los pueblos, de los ciudadanos, de la nación cuando ésta se ve a sí misma y asume la epopeya de su propia conciencia, en el talante ya no de su pasado sino de la historia porvenir donde comienza a reconocerse al volver a pronunciar su propio nombre: un aprendizaje que no deja de ser doloroso y también liberador.

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