Tomás Calvillo Unna
02/07/2014 - 12:00 am
Las enseñanzas de fútbol. Tiempos extras
Un apunte previo. El gran negocio en que se ha convertido el fútbol, no debería olvidar que sus raíces, su savia, se encuentran en la infancia y adolescencia, donde se origina el juego entrelazando la realidad y los sueños. Las empresas involucradas, los equipos y sus federaciones, la FIFA, como actores sociales y económicos podrían […]
Un apunte previo.
El gran negocio en que se ha convertido el fútbol, no debería olvidar que sus raíces, su savia, se encuentran en la infancia y adolescencia, donde se origina el juego entrelazando la realidad y los sueños.
Las empresas involucradas, los equipos y sus federaciones, la FIFA, como actores sociales y económicos podrían impulsar junto con otros, proyectos que protejan la aspiración y el futuro de miles de niños nómadas, víctimas de guerras y el crimen, de desigualdades y violencia.
En lugar de cárceles, centros deportivos y educativos; en lugar de tratarlos como potenciales criminales, respetarlos como ciudadanos en ciernes. El poder del fútbol para convocar es mucho mayor que el de la UNICEF; en las actuales condiciones un trabajo en esa línea ayudaría a recobrar el balance del deporte y el negocio y se estaría reforzando la lealtad con ese juego mágico que se inicia en las calles del mundo y en todo lugar donde se decide delinear una cancha aunque sea con una sola portería, para jugar “el que mete gol, para”.
México podría impulsar en esa dirección proyectos con Centroamérica. Ciertamente, el Gobierno, los partidos políticos, los llamados poderes facticos tendría que enfocar de manera distinta las cosas y antes que impulsar reformas económicas, sería necesario realizar una reforma humanitaria que detenga la violencia que afecta a miles de niños y jóvenes víctimas de la guerra por el dinero legal e ilegal.
Iniciar al menos con algunos gestos donde los gobernantes e instituciones políticas, el Presidente y los Congresos y la elite económica, muestren un mínimo de sensibilidad hacia el drama humano de todos aquellos que cruzan selvas, ciudades y desiertos, náufragos para quienes el siglo XXI se vislumbra como una noche interminable.
Dejar de lado la frivolidad, al menos mientras ocupan sus cargos de representación y responsabilidad, bajarle a las ambiciones de poder y riqueza y recordar la fugacidad que encarnamos. Tomar conciencia que en este capitalismo salvaje, y en este cambio civilizatorio sostenido por la incurable adicción tecnológica, la violencia está carcomiendo los cimientos de nuestra nación.
Acaso no escuchan el rumor de los estadios, los gritos que ya no son porras.
Tiempos extras:
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Los partidos que perdimos, empatamos o ganamos en el último minuto, tenían algo especial. La frase que era un lugar común, “el último minuto también tiene sesenta segundos”, se convirtió en un credo.
Esa experiencia parecía ser característica de un equipo a nivel mundial: Alemania. Algunos querían atribuirle un valor cultural de tenacidad propio de ese país. Los goles anotados en los últimos segundos nos admiran porque hacen eco de la perseverancia, del heroísmo de no rendirse, de la virtud de sostener la esperanza. Lo cierto es que cuando nos anotaban un gol al final del juego para ganar el partido, el desencanto nos invadía, provocándonos un sentimiento de impotencia; en esas condiciones el enojo nos abrumaba.
Nos mirábamos unos a otros antes de bajar las cabezas o pronunciar “chin”. Lo importante después era evitar que volviera a suceder, cuidar que no se repitiera porque eso si podía ser fatal para el ánimo de todos.
Si fuésemos ganando por la mínima diferencia y faltara poco tiempo para finalizar el juego, lo que teníamos que intentar era “hacer tiempo” teniendo el balón; es decir robarnos esos últimos segundos para usarlos sólo nosotros; los dos equipos luchábamos por volarnos el tiempo que se llamaba balón.
En realidad el tiempo no estaba ahí, pero sin el balón no tenía sentido que pasaran los segundos. El tiempo –lo que pensábamos de él-, está definido por nuestros actos, por lo que hacemos, de eso depende cómo lo vivimos, si nos acorrala o nos da oxígeno.
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Saber cubrir el balón requiere de astucia, y de una decisión que no se puede dar el lujo de dudar. Uno descubre las posibilidades del cuerpo, de la cintura, las piernas y los brazos. Cubrir el balón implica custodiar un tesoro que otros quieren saquear. Cubrir el balón es saber esconderlo, estar dispuesto a soportar golpes y hasta hachazos, que suceden cuando el contrincante pierde los estribos y exhibe su impotencia. Un equipo cuyos jugadores saben cubrir el balón es difícil que pierda, porque triunfan psicológicamente sobre sus adversarios quienes no tardan en desesperarse acudiendo a la violencia que los destruye a ellos mismos.
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El marcaje en corto era uno de los métodos más drásticos. Cuando alguien desde el primer minuto no se te despega, te sigue a todos lados y sientes su respiración y su cansancio, sabes que busca desesperarte al grado tal –incluso- de que cometas alguna falta y le des una buena patada. Cuando te hacen un marcaje en corto, la paciencia es importante, no perder la cabeza, sostenerse, y proseguir.
Para ambos, para el que marca como para el que es marcado, la resistencia es clave, aun sabiendo que de hecho, uno está anulado. Los dos, de alguna manera pierden y dependen del triunfo de los demás para saber si valió la pena el esfuerzo.
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Estar solo, entrenando en un campo de fútbol, corriendo con el balón pegado a los pies evitando que se aleje más de medio metro. Correr llevándolo en corto para poder en cualquier momento cambiar de dirección y de toque y tener así posibilidades de elección. Ir y venir una y otra vez de esa manera con el balón, era un ejercicio y una disciplina que al paso del tiempo mostraba sus razones. A la hora de un partido, ese aprendizaje se convertía en un elemento clave, natural, así se apreciaba. Era algo que podía decidir el destino de un partido: disciplina y destino no están separados en el juego.
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¿Cómo explicarlo?
Cuando a uno le enviaban un pase por la banda derecha, se tomaba el balón, se fintaba al defensa, se le burlaba y se pateaba con fuerza el esférico. Esa sensación ¿a qué se asemeja?
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Al entrar a un nuevo colegio, deseaba lo más pronto jugar fútbol para saltar esa barrera hostil de las primeras semanas que los alumnos imponían a los recién llegados.
Si me pasaban el balón, aprovechaba para driblar a mi contrincante y eso era suficiente para romper el hielo. Al término del juego me buscaban para invitarme a jugar en el equipo del salón y en la selección de la escuela. El fútbol acomodaba el mundo y a mí en él.
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Nuestra calle era la de San Francisco y jugábamos contra los de Magdalena, que estaban a la vuelta. Esos partidos eran memorables; saber que había un encuentro acordado para el lunes en la tarde hacía cambiar la perspectiva de toda la semana. El sólo pensar que a las 5 nos íbamos a juntar para celebrar ese partido hacía que las demás cosas tuvieran el sentido de llenar los huecos de la espera. No importaba si volvíamos a perder, la intensidad del juego y el lograr algunas buenas jugadas y hasta realizar un gol de taquito era más que suficiente. Recuerdo que alguien me dijo: “eso es pasión”. No conocía esa palabra pero me gustó desde entonces.
Pasión, concentración, obsesión, son palabras que resuenan entre sí aunque sus significados sean distintos.
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El tiro de esquina podía ser un medio gol como todo buen pase. Se requería de calcular bien el tiro, era una forma intermedia entre despejar y tocar el balón. Se necesitaba la fuerza del despeje y la precisión de un buen pase.
El tiro de esquina descubre al jugador que mide con exactitud el campo de fútbol. Un buen tirador de esquina podría ser un excelente medio. Alguien que sabe pasar con ventaja a sus compañeros y que domina los espacios del juego.
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Me pasó en algunas ocasiones y creo que a otros aunque nunca hablé de ello. Los domingos a la hora de nuestro partido aparecía una muchacha que me gustaba. Al principio eso me dio más energía para tratar de jugar muy bien, y si podía hacerlo por la banda donde ella solía pararse, mejor.
Lo cierto es que nunca supe su nombre, ni crucé una palabra con ella. Sin darme cuenta el mundo estaba cambiando. Mi mundo que era un balón, comenzó poco a poco a ser distinto.
Los cambios verdaderos se dan en silencio y casi nadie lo nota. Cuando nos suceden tardamos tiempo en comprenderlo.
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Corro por la banda derecha, me cuelo al área grande y de taquito doy un pase retrasado, para que otro chute con la izquierda y clave el balón en el ángulo contrario. Si alguien oye esta descripción o la lee y nunca ha practicado fútbol, no entenderá nada. Para comprender hay que experimentar, hay que vivir. El fútbol no se compra, se juega. Hoy unos cuantos jugadores profesionales ganan mucho dinero, pero eso no hace al fútbol. Varios productos se venden a costa del fútbol, refrescos, marcas deportivas, etcétera; existen grandes compañías publicitarias que giran en torno a él. Antes era diferente, es cierto, los jugadores estaban más cerca de la calle y más lejos de la televisión y la publicidad. Sin embargo, lo que realmente es el fútbol continúa y logrará pasar también esta época de compra-venta.
Mientras podamos seguir cascareando, mientras no se olviden sus mínimas reglas, el fútbol estará presente; mientras el esférico siga siendo el esférico y nosotros sigamos siendo nosotros.
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Los que hemos jugado fútbol, sabemos de las imágenes que nos inspiran, de aquellos segundos de gozo que aún perduran. También sabemos, que tarde o temprano el árbitro sonará su silbato y el partido –este hermoso juego-, habrá llegado a su fin.
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