Dimitri, un joven cubano de apenas 20 años, despotrica contra el sistema. ¿Se sienten traicionados por Fidel?, no, contesta, engañó a mis padres y a mis abuelos, pero a mí no, yo voy a hacer dinero. El viejo De Soto de los años cincuenta, camina gracias a un motor diésel soviético adaptado y arroja una columna de humo negro tras de sí. El radio y las bocinas, también adaptadas, tocan una canción de los Back Street Boys, un grupo que estuvo de moda hacía más de diez años. Su corte de pelo, pequeño, engominado y bien acicalado emula a los jóvenes cantantes estadounidenses.
La carretera de la Habana a Santa Clara es de concreto y tiene cuatro carriles por lado. Es, al menos los primeros kilómetros, una carretera de primer mundo, excepto porque son muy pocos los que la circulan: modernos camiones llenos de turistas, autos nuevos, rentados por turistas, carros reconstruidos, viejos camiones militares convertidos en «auto buses» de pasajeros y poco más. No hay tráilers ni camiones de carga de productos agrícolas entrando a la Habana. ¿Quién abastece esa gran ciudad de casi tres millones de habitantes? No es la agricultura cubana, eso es claro. El campo luce abandonado; salvo sembradíos de caña, platanares y unas pocas granjas de papaya o limón la mayoría de la tierra está ociosa. Conforme se aleja de la capital el campo y la carretera lucen más abandonados. Entre Santa Clara y Caibaren, el paisaje rural es un túnel del tiempo; los grandes ómnibus de turistas compiten en la angosta carretera con cargos tirados por caballos. Un enorme espectacular, ya desvencijado, anuncia, promete: «El futuro es nuestro: Fidel», pero las palabras futuro y Fidel parece haberlas borrado el tiempo.
El periodo especial, iniciado en los noventas tras el derrumbe de la Unión Soviética y un absurdo e inhumano bloqueo comercial, ya no existe más: el periodo se volvió permanencia y lo especial cotidiano. Tras años de escasez, la versión más cruel y despedida del capitalismo, el mercado negro, se apoderó de la isla. Hoy en Cuba se puede conseguir de todo, si se tiene pesos convertibles, los famosos CUCs.
Los viejos recuerdan las glorias de la batalla; los de edad mediana fueron educados para resistir, pero los jóvenes tienen su propia visión de futuro. De la utopía socialista dicen los mayores hay mucho de rescatable. La seguridad está asegurada, y la salud y la educación son conquistas sagradas. Pero la salud está enferma, faltan medicinas y a los trabajadores les duele el ánimo. La educación sigue en pie, pero hoy día en Cuba estudiar no sólo no asegura el futuro, al contrario lo pauperiza: gana más una persona que pide propina en el baño de un hotel que un médico o un ingeniero. Para un joven es mejor negocio esperar todo el día en la calle a la caza de un turista al cual estafar o servir que buscar un trabajo asalariado.
La nueva economía regida por el CUC, vinculada al turismo y el mercado negro, va poco a poco apoderándose de La Habana. En los aparadores, de un minimalismo involuntario, comienzan a aparecer las marcas inglesas y alemanas y en los refrigeradores, desvencijados como la utopía, detrás de los refrescos y cervezas cubanas hay ya una coca cola que asecha.