La corrupción no es, por lo menos hasta donde sabemos, un tema genético. Es una buena noticia, porque a pesar de que la corrupción en México ha estado presente por generaciones, al ser un hábito cultural, por difícil que sea, es algo que se puede modificar. Ahora sí que, parafraseando a Monsiváis, desde que el general Álvaro Obregón hiciera pública su declaración patrimonial de reservas morales con aquella declaración de “no hay quién resista un cañonazo de cincuenta mil pesos”, los mexicanos asumimos que esa era la vía más eficiente para resolver los problemas: si así los resuelve el Presidente, por qué los demás no.
Dos estudios recientes, uno de Transparencia Internacional, Barómetro Global de Corrupción 2013, y otro de Ernest & Young, Décimoseguda Encuesta Global de Fraude, nos mostraron una foto que decimos odiar, pero que en la que a fin de cuentas nos reconocemos. De acuerdo con Transparencia Internacional ocupamos el lugar 105 en el ranking global de los países más corruptos, al lado Mali, Gambia, Amernia y Bolivia y por debajo de países como El Salvador, Argentina, Marruecos o Colombia, con 34 puntos de cien posibles. La encuesta de Ernest & Young señala que seis de cada diez empresas globales consultadas en el estudio coincidieron que México es el país de Latinoamérica con mayor grado de corrupción y pago de sobornos, y en algunos sectores, como el farmacéutico, esto puede llegar a cinco por ciento de sus ventas totales.
La corrupción, lo han demostrado con creces panistas, pereredistas y verdes, no es un fenómeno que estuviera ligado el PRI o al sistema de partido único. Igual fracasó el programa de renovación moral de Miguel de la Madrid que el de Felipe Calderón, que convirtió en un infierno la vida en el gobierno federal y, sin embargo, la corrupción a gran escala sigue creciendo, y México sigue avanzando en el estudio de Transparencia Internacional: perdimos cinco lugares en dos años.
La tentación de los políticos, y no pocos empresarios, normar como una forma de combatir la corrupción no sólo no ha dado el resultado esperado sino que es a todas luces contraproducente. En un país con cultura de la legalidad las nuevas normas se ajustan a la lógica de operación, son añadidos lógicos en un proceso cuyo objeto es dar certeza. Por el contrario, en un país como el nuestro, donde la cultura de la legalidad no existe ni en el poder judicial, las normas no son sino nuevas ventanas de oportunidad para la corrupción.
Si queremos avanzar en la cultura de la legalidad tenemos que sacarnos de la cabeza el afán de normar y sustituirlo por una cultura de la eficiencia; tenemos que erradicar del discurso, velado o explícito, de que la corrupción es parte de nuestro ADN, y construir un discurso distintivo, basado en la confianza. Pero, lo que tienen los países con menor índice de corrupción no es mejores genes ni más normas, sino mecanismos eficientes y certeros de acceso a la información. Esto es, si realmente queremos combatir la corrupción olvidémonos de normar y concentrémonos en que los procesos gubernamentales sean transparentes y los ciudadanos tengamos acceso a toda la información pública.