Óscar de la Borbolla
04/07/2022 - 12:03 am
Camisas de fuerza
«Leyes, moral y proyectos sirven exactamente igual que las camisas de los centros psiquiátricos: para evitar que nos hagamos daño o que ataquemos a los demás».
Uno cree que las camisas de fuerza usadas en los manicomios son las únicos que existen, pero se está equivocado. Camisas de fuerza son todos esos corsés construidos con ideas que nos contienen, que evitan que nuestros impulsos atávicos se desboquen y se extiendan más allá del reducido reino que nos corresponde. Están las leyes que frenan, o deberían frenar, los deseos de expandirnos sobre todo lo que nos rodea; una red legal que contienen a los otros para que no avancen sobre nosotros avasallándonos, y que a nosotros también nos señalan el límite, esa frontera donde comienzan los derechos de los demás: sin esta camisa de fuerza la convivencia pacífica no sería posible, al menos no indefinidamente.
Y también existe, aunque cada vez más deslavado, la camisa de la moral, esas valoraciones que impregnan nuestra conciencia y por las cuales distinguimos, a golpe de vista, lo que está bien de está mal. Principios y valores que, a diferencia de las leyes que operan en el ámbito público, nos prohíben ciertas acciones aun cuando estamos solos.
Estas camisas de fuerza cambian con el tiempo y con la geografía, se ajustan, se desmoronan: se vuelven otras; pero no dejan de existir de alguna manera, pues son —sin que aplauda fanáticamente su existencia— necesarias. Son las reglas arbitrarias del juego de la vida social, meras reglas cuyo único valor es que permiten que el juego continúe, que podamos seguir jugando.
Hay además otras camisas de fuerza que también nos cercan, nos amurallan para no desbordarnos, para que vivir no sea un simple irse desbalagando. Me refiero a los proyectos que cada cual se forja para su propia vida, a las metas que uno se fija, a esos horizonte que cada quien elige para sí mismo: mantenernos metidos en ese envoltorio voluntario, que tarde o temprano se nos vuelve incómodo, es lo que garantiza que lleguemos a alguna parte, que los tumbos y pasos erráticos que todos vamos dando desemboquen finalmente en algo.
Porque somos maleables, caprichosos, inestables, y los días que pasan son espigas desgranadas que necesitan empacarse para que al menos sirvan de forraje: el proyecto es el atadijo o la personalísima camisa de fuerza que le da consistencia a las horas sueltas, a los minutos volátiles, a los años, a las décadas que sin un proyecto que los haya unido habrán pasado de balde.
Leyes, moral y proyectos sirven exactamente igual que las camisas de los centros psiquiátricos: para evitar que nos hagamos daño o que ataquemos a los demás. Su imprescindible existencia a lo largo del tiempo, su gama de colores al grito de la moda, su presencia infaltable ahí donde hay un grupo de individuos me hacen comprender que los seres humanos somos todos unos locos de atar.
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