Alma Delia Murillo
22/09/2018 - 12:05 am
Seres inacabados
La primera vez que noté que mi madre estaba haciéndose pequeña, algo dentro de mí también empequeñeció.
La primera vez que noté que mi madre estaba haciéndose pequeña, algo dentro de mí también empequeñeció.
Algo se rompe por dentro cuando quien debía ser más grande que tú, comienza a encoger y a mirarte desde abajo.
Llegar a la edad en la que el tiroteo de la vejez se ensaña con tus padres es perturbador. Y no. Y tan ordinario. Pero tan duro.
Somos seres circulares, cíclicos, una eterna repetición de diferencias generacionales, creencias, rebeldías, amores y desamores.
Comencé este año abrazando amigos que perdieron a su madre o a su padre. La guadaña generacional es aguda y no perdona, la muerte hace un trabajo preciso, tan organizado, que podría ser el ejemplar proceso mejor ejecutado de cuantos existen si no fuera tan doloroso. La muerte generacional, un diagrama de procesos impecable.
Este año murió la madre de mi amigo R, el padre de mi amiga X, el padre de mi amigo G, el de mi amigo J y parece que el conteo no se detiene.
Ayer mismo conversaba con una de mis hermanas y nombrábamos, con timidez, la sombra que se cierne sobre nosotros cuando recibimos alguna llamada de mi madre para decir que se siente mal, cuando aparece la palabra “hospital” en el chat familiar y cuando reconocemos la forma en que mi madre nos mira ahora: desfasada, como desde lejos, como anticipando una despedida que sólo de pensarla me rompe en el centro de mi humanidad.
Mi padre murió hace año y medio. Con el dolor de su muerte vino el escalofrío de suponer, sin querer confesármelo ni a mí misma, que en el orden natural del diagrama aquel, seguirá mi madre. Escribo y me siento perversa, culpable, desangelada reina del mal gusto.
Pero escribo y también, esa pequeña de ocho años que no me abandona y sigue creyendo que tiene poderes mágicos, imagina que al nombrar los miedos conjura su alcance y los cancela. Ah, la inocencia. De la poca que nos queda, quizá esta, la de la creencia en que la vida de quienes amamos será larga e incontable, sea la más desgarradora.
Mi amiga M me hablaba hace unos días del temor que siente por su padre recientemente hospitalizado y que además coincidió con mi madre de visita en otro hospital por razones distintas pero de fondo una sola: el paso de los años y lo devastadores que pueden resultar con el cuerpo.
Hacerse adulto es un proceso que no acaba nunca, y que, con suerte —menudo consuelo— pasa por el flujo natural de perder a los padres y no perder a los hijos.
La orfandad parece ser destino infranqueable, asumirlo hace cimbrar el alma.
En fin, que este volver a ser niños pequeños y tener dolor de panza o de cabeza, alergias insospechadas y tristezas indefinibles por el miedo a la muerte de quienes nos preceden, tiene también una hermosa luz de contraste: hay un amor ancestral, tribal, que nos mantiene inacabados aún a los cuarenta años.
Pero eso creo que a estas edades, con todo y el anticipo de las pérdidas, la anunciación de lo inesperado sigue siendo de una vitalidad abrumadora.
Hoy más que nunca me convenzo de que el tiempo es dios y el diablo es la peligrosa idea de que el tiempo es para siempre. Para explicar eso, dejo aquí esta maravilla de Tomás Segovia:
Me es necesario un tiempo todo mío,
sin rastro de hipoteca
sin control en sus tiempos sin diezmos ni descuentos.
Necesito contar con cada hora
cada comienzo cada cumplimiento
no tengo tiempo para no ser libre.
@AlmaDeliaMC
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