Cuando mueren escritores que admiras o que quizá leíste en períodos fuertes de tu vida, todo alrededor se cimbra. Tal vez nunca los conociste, pero sientes que se muere un amigo, un confidente, un Diógenes con lámpara en mano. Anoche, que me disponía a avanzar en un proyecto literario que lleva el título tentativo de Pedacería, me di de bruces con la noticia de la muerte de Philip Roth. No, pues, ya no pude ni retocar el capítulo 1.
Ciudad de México, 26 de mayo (SinEmbargo).- Hace unos meses, nada más, reportaba lo de Sergio Pitol y a finales de enero la muerte de Nicanor Parra y el año pasado el terrible accidente cerebral de Jorge González y estas colaboraciones ya empiezan a parecer una necrológica. Decir «estoy bien, pero bien triste» nunca dará toda la medida de la tristeza, es lógico: el molino impío del lenguaje tritura toda pureza emocional. Pero si algo aprendimos de los libros de Philip Roth fue a ser marcados por sensaciones y emociones que no parecían transportadas por palabras, sino directamente por las manos del mismo escritor. A veces, nos acariciaban la cara. Las más, nos excitaban. Otras, nos daban bofetadas de tal intensidad que nos cortaban las mejillas. Y es que Philip Roth era un estimulador más que un escritor de novelas.
Aún recuerdo el pasmo que me produjo el inicio de El teatro de Sabbath. Empecé a leerlo en una sobremesa, durante unas vacaciones de semana santa, con tíos y abuelos y sobrinitos alrededor y los devaneos entre Mickey y Drenka, su amante por décadas, hicieron que me levantara con pudor de la mesa y me encerrara toda la tarde a imaginarme a mí mismo, de viejo y con esa libido que nunca decaía. Aunque, para ser justos, a Philip Roth lo conocí muchísimos años antes, quizás en 2001 o 2002, en un curso de literatura europea que me dio Jaime Collyer en la universidad. Antes de analizar El libro de los amores ridículos, de Milan Kundera, Collyer nos dejó a leer una entrevista que le hiciera Roth a su maestro checo. Yo estudiaba periodismo (con eso quizás lo diga todo o no diga nada) y era la primera vez que veía en un diálogo que la inteligencia del entrevistador estaba a la altura de la del entrevistado. Ni en Platón, ni en las charlas entre Claire Parnet y Deleuze, ni cuando Oriana Fallaci entrevistó a Alexandros Panagoulis había visto algo así. Incisivamente, cuando Roth le preguntaba a Kundera: «El novelista revela vida íntima constantemente y sin pedir permiso a nadie. La vida íntima es su negocio. ¿Acaso no eres tú una especie de fotógrafo de intimidades?», yo imaginaba a Kundera bufando por la nariz, cambiando la pierna de arriba por la de abajo en el sillón y respondiendo, algo incómodo: «Tienes razón. Toda la historia de la novela europea es una revelación gradual de secretos: cómo se comporta el ser humano y por qué, qué cosas piensa y siente en privado… Ese es el motivo por el que las grandes novelas siempre han resultado chocantes».
Claro, pensé. Lo han pillado, pensé: al viejito no le queda otra que responder así. Pero las novelas de Kundera no son siempre chocantes, en cambio, las de Roth, pfff. Todas. Todas.
Quizás me estoy pasando de lanza, pero esa entrevista, incluida en El oficio. Un escritor, sus colegas y sus obras, es, antes que Lecturas de mí mismo o Patrimonio: Una historia verdadera, una reflexión sobre su propio arte novelesco, una forma de, cuestionando a Kundera, cuestionarse a sí mismo. Creo que cometen un error quienes hurgan las raíces literarias de Roth en Saul Bellow y aún en John Updike. Sin duda –y como lo confirma esa nouvelle llamada La visita al maestro, incluida en el estupendo volumen Zuckerman encadenado–, el punto de partida para su proyecto literario mayúsculo es el Kundera más desenfadado (el de «Symposium» más que el de La insoportable levedad del ser), pero sus fases intermedias y finales las arma solito, sin ayuda de nadie y revelan otro orden de cosas: la sensación de extrañeza, de radical unhomely al crecer en Newark, un barrio que le da sentido de pertenencia, pero que lo escupe por partes iguales (Pastoral americana, Némesis); el sexo, el brutal y desesperado sexo, que sus personajes consumen, como drogadictos, para intentar sincronizar con cierto bienestar anímico, aunque sea por un segundo (Elegía, El teatro de Sabbath); el juego con la historia, pero de modo ucrónico y no realista (lo que lo emparienta más con Philip Dick que con Bellow: qué es La conjura contra América sino un delicioso guiño a El hombre del castillo); la hipocresía puritana gringa (La mancha humana); el terrible deterioro de la masculinidad, tema tabú antes, durante y después del huracán feminista (Sale el espectro, Indignación); el entorno académico, donde la transacción erótica siempre está en estado latente (El animal moribundo, El profesor del deseo); la identidad judía-americana, pero desdeñando toda búsqueda antropológica desde el cinismo (Operación Shylock). Y por último, El lamento de Portnoy, una especie de Conciencia de Zeno, de Ítalo Svevo, si Woody Allen y Georges Bataille se hubieran juntado para reescribirla. El lamento de Portnoy es un eje temático en sí mismo: no se trata del libro donde todos los demás salen, no. Quizás tampoco sea la mejor de sus novelas (Me casé con un comunista y Némesis tal vez alcancen esa perfección literaria que a los académicos les encanta), pero es su libro más vivo. Ese libro es una batería con los niveles a todo lo que da y quien se acerca, se convulsiona.
A los 85 años, Philip Roth cerró el portón por dentro. Pero nos dejó un espectro, que, como Sabbath cuando muere Drenka, saldrá de vez en cuando a los cementerios a derramar de nuevo su semilla en la tierra (ajá, como Onán, literalmente).
No ganó el Nobel, decían desde anoche los medios obtusos. Yo digo: mejor. Después de todo lo visto (una trama como la Jean-Claude Arnault, que casi pudo haber sido uno de sus personajes), hubiese mancillado un legado que se sostiene solito.