Tomás Calvillo Unna
24/09/2014 - 12:00 am
José I. Hernández: el artesano de la vida
En los años 70 del siglo pasado, en la ciudad de San Luis Potosí, como en otras capitales del país, surgió un movimiento cultural contestatario, que ocupó lugares emblemáticos públicos, para llevar a cabo obras de teatro, conciertos, exposiciones. Los hermanos Ignacio y Fernando Betancourt fueron los animadores principales de aquellas tareas artísticas. Fueron ellos, […]
En los años 70 del siglo pasado, en la ciudad de San Luis Potosí, como en otras capitales del país, surgió un movimiento cultural contestatario, que ocupó lugares emblemáticos públicos, para llevar a cabo obras de teatro, conciertos, exposiciones.
Los hermanos Ignacio y Fernando Betancourt fueron los animadores principales de aquellas tareas artísticas. Fueron ellos, Ignacio el brillante escritor y Fernando dedicado desde entonces al teatro y la difusión cultural quienes me presentaron con José I. Hernández, el obrero de la Fundición de Morales ASARCO. Exponían su sorprendente obra plástica en la plaza del Carmen, cuya Iglesia es una joya del barroco mexicano, que en esos años, estudiaba con minuciosidad el historiador Alfonso Martínez Rosales que no tardo en publicar su valioso libro: El gran teatro de un pequeño mundo: El Carmen de San Luis Potosí 1752 1859.
Ahí encontré por primera vez a ese hombre de una vitalidad extraordinaria, líder minero de la sección 5 y pintor autodidacta que me enseño ese MEXICO que han cargado en sus hombros los obreros de las fundiciones y minas, de los ferrocarriles, de las fábricas que se han ido automatizando.
José I. Hernández, al igual que muchos, nunca apareció en alguna lista de los más prominentes mexicanos, y nunca se le incluyó como un emprendedor a pesar de su talento y creatividad, y nadie lo consideró un actor fundamental para la prosperidad del país. Se hubiera reído de ello, un obrero como millones que han sostenido al país y que no se doblaron.
Admirable en su vida y en el recuerdo. Contaba que cuando era niño, vivía solo con su madre que trabajaba limpiando ropa, hasta un día que andaba cerca de la estación de ferrocarriles y unos soldados del ejército federal que iban a combatir a los revolucionarios en el norte del país lo invitaron a subirse al tren: “- No volví a San Luis por un largo tiempo, me fui niño y cuando regresé ya era adulto, eso es lo que hacen las revoluciones con los pueblos y sus habitantes…-“ Su humor era el mejor ejemplo de ese rasgo de sabiduría de nuestro país, veloz ironía que descarga los dolores para hacer más ligera la travesía.
Comenzó a pintar en sus horas libres que no eran muchas para un trabajador de una fundición que llegó a ser una de las mayores productoras de arsénico en América Latina, durante las décadas de los cuarenta y cincuenta.
Admiraba a los muralistas mexicanos, en especial a Diego Rivera, sentía que sus cuadros le hablaban, le contaban cosas, historias, sentimientos, ideas. La misma pintura que es el arte del silencio le narraba todo aquello que vivía como trabajador, como dirigente obrero y ciudadano.
Sin pensarlo mucho pintó cientos de cuadros a lo largo de más de cuatro décadas; eran sus días y sus noches, sus sueños y creencias del mundo que le habitaba. Cubrió todas las paredes de su casa que poco a poco construyó en la colonia Centenario donde vivían las familias obreras.
El arsénico, título de una de sus pinturas, que ganó un premio a principios de los cuarenta, retrataba el cuerpo desnudo del trabajador al despojarse del traje con la mascarilla, resaltando así en grises azulados las razones de las primeras luchas sindicales que organizaron para protegerse frente a la contaminación que los afectaba en sus tareas diarias y les destruía el tabique nasal, “- les nombraban los chatos a los que laboraban en ese departamento-“, afirmaba.
El contrato, el nombre de otro de sus cuadros mostraba, en una larga mesa a los dueños extranjeros de la empresa, a sus administradores mexicanos, a los dirigentes de los obreros y al representante del gobierno, negociando los acuerdos y salarios. La familia, un autorretrato con su esposa e hijos rodeado de macetas y flores en un pequeño patio. Y los cuadros de mayores proporciones: El nacimiento donde la madre da a luz a su hijo en una habitación de su casa, a la vez que la representación de la muerte abre la puerta… “-Ese día murió mi esposa, y pinté ese momento; el del nacimiento y la muerte al mismo tiempo.-“
El de Aurelio Manrique, gobernador de los años veinte a quien admiraba por haber impulsado las organizaciones obreras y por su valentía y honestidad que lo hizo enfrentarse al presidente Calles y verse obligado a exiliarse. Manrique aparece con su larga barba rodeado de esos trabajadores que combinaban sus sombreros de campesinos con sus trajes de obreros de la industria, una clase en transición. Los de mayor dimensión fueron los de la represión del movimiento Navista de los años sesenta, ahí se ven a los soldados enfrentándose a las mujeres y al gobierno impuesto con sus lentes oscuros y en actitud desafiante desde un balcón. Todos estos cuadros no se han ido, permanecen en la memoria, como el de los zapatos de Van Gogh o las sandías de Tamayo.
Don José pintó hasta que la salud se lo permitió, muchos eran de pequeña dimensión, sus ex votos que vendía un amigo ferrocarrilero suyo, en el mercado como si fueran antiguos, estaban cargados de su intensidad y humor. Había realizado también decenas de esculturas de plastilina, caricaturas del mundo de la política y de la farándula, para él inseparables.
La vida se convirtió en sus manos en un taller para la creación plástica.
El árbol afuera de la Fundición de Morales, donde vendían pulque, estaba pintado en un lienzo solo como señal, porque el tarro del pulque cubría con su inmensidad el paisaje y ya no eran las ramas las que daban la sombra si no el pulque que ayudaba a vérselas con el ardiente sol del altiplano al mediodía. El inmenso tarro era el sol mismo, su energía: llamaradas contenidas en el barro de los pinceles y su alquimia. A lo lejos las chimeneas de la fundición que se enorgullecía de haber pintado.
Cada pasaje de las horas tenía su propia obra de teatro, nada le era ajeno. En su habitación tenía tres radios, sintonizados en diferentes estaciones: radio Moscú, radio Habana y la voz de Washington. En su puerta había un mapa de Irán y decía que era para tener presente la “revolución del atolle”; le gustaba jugar interminablemente con las palabras, disfrutarlas con los amigos.
Algunas ocasiones fuimos a la ex hacienda del Espíritu Santo, en la carretera a Zacatecas, a comprar un garrafón de mezcal puro, en ese entonces muy barato. Lo llevábamos a su casa y se le dejaba curar con una receta que aprendió de adolescente con los ferrocarrileros… “-Es el mejor coñac de la región-”, y lo compartía los domingos en la casa de un vecino donde se reunían un grupo de ferrocarrileros retirados y don José, a leer poemas, cantar y hablar de política.
La obra de Don José I. Hernández es un legado valioso que habría que recuperar. En los años ochenta cuando el Dr. Salvador Nava fue presidente municipal de la ciudad de San Luis Potosí, el Frente Cívico Potosino presentó casi toda su obra al público. Junto con Wendy Amoore cuya dedicación y serenidad permitió que después de un arduo trabajo de varias semanas fuera posible realizar ese homenaje en vida que se le hizo.
Su obra está dispersa, alguna parte debe estar en la Casa de La Cultura de San Luis Potosí, otra en el Frente Cívico Potosino, alguna más con su familia y otra con particulares. Don José, no vendía sus cuadros, eran su compañía, la memoria plástica de su gusto por algo muy esencial, saber vivir con fortaleza, humor, creatividad, y un interminable deseo de conocer y compartir. “- Sabe cuál es uno de mis secretos para no deprimirme como le suele a pasar a algunos: como yo nunca subí , nunca caí.-“ Y su risa resuena al paso de los años..
Buscarle un lugar a su obra y reunirla para formar un museo del arte vernáculo, un museo de los trabajadores que encontraron en el arte su lenguaje, y que nunca van a estar dentro de la lista de los prominentes que edifican México, y que como Don José I. Hernández han dejado y dejan su huella en las ciudades del país, haciéndolas más vivibles para todos sin distinción, puede ser un valioso proyecto.
Un poco antes de que falleciera busqué al doctor Carlos Nava, quien fue un excepcional médico y generoso amigo, para que fuera a darle una consulta a su domicilio. Don José acepto la visita del médico que no había solicitado, porque confiaba en él, se conocían y se tenían mutuo aprecio. Al salir de su casa, Carlos Nava comentó:
“-Su vista está muy cansada, ve poco, ya no oye, o no quiere escuchar; se está dejando morir en paz.-“
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