Las familias son como los individuos, parecidos pero diferentes e incluso diametralmente opuestos. Mucho depende de dónde y cómo vivieron y trabajaron; cómo y qué estudiaron, qué comieron, bajo qué techo crecieron y cuántas recamarás tenía. Cuáles eran las adicciones de sus padres y vecinos; cuál es su herencia genética y quiénes sus ancestros. Quién fue el primer profesionista de la familia y, sobre todo, cuánto dinero gana el jefe de la casa.
En el artículo de la semana pasada, argumenté contra las pretensiones del senador José María Martínez Martínez de establecer un concepto jurídico único de familia. Dejé mucha tinta en el tintero digital que debo vaciar para ir de la crítica a la propuesta y la reflexión.
Tengo para mí que no sólo hay muchos modelos de familia, sino que una sola familia pasa por muchos modelos según sus circunstancias de vida, pero es difícil hablar y pontificar sobre vidas ajenas sin parecer senador de la república, así que cuento la historia pública de mi familia y la comparo con la historia de otra que conocí durante mis 42 años de abogado. Agrego algunas conclusiones y ustedes hacen lo propio.
Mis padres, Emma y Arnulfo, se conocieron en El Paso Texas en 1923, cuando eran refugiados de la Revolución Mexicana. Se casaron y regresaron lo más pronto posible a México para rescatar el patrimonio familiar de mi madre, en Sierra Mojada Coahuila. La familia de mi padre se extinguió en la guerra y no quedó nada en Aguascalientes, su lugar de origen.
Ya en casa, ambos sobrevivían del empleo que consiguió Arnulfo en una mina de plomo y, a partir de 1925, la familia empezó a crecer (aunque primero llegaron las mujeres).
¿Cuál era su modelo de familia? Tradicional, con el hombre trabajando en el día y regresando a la casa por la tarde, exigiendo comida, limpieza, ropa planchada, niños bañados y tranquilos, y una mujer dispuesta a buscar el chamaco (porque primero llegaron cinco niñas y no el niño).
Mi madre siempre recordó nostálgica los primeros ocho años de casados: tenían casa, comida, ropa y estaban los abuelos cerca, lo que hacía tolerables los defectos de Arnulfo (tomador, pendenciero, violento, gallero en fin de semana y agresor de vez en cuando) además le quedaban vivas tres hijas y había nacido el primer hombrecito.
Entre los excelentes ingresos del líder familiar y del abuelo materno, dueño de algunas minas menores y que presumía su apellido Hickerson, sostenían aquella comunidad idílica.
Pero, en 1931, la Gran Depresión en Estados Unidos y la caída de los precios del metal empezó a comerse los bienes patrimoniales y, para 1933, se había vendido todo lo comercializable. Se cerraron las minas y mis padres, que pronto tuvieron el segundo varón, se encontraron apenas con ingresos de supervivencia.
Entonces cambió el modelo de familia a uno de pobreza. La violencia de mi padre se agudizó, se cancelaron los planes de mejoría y la familia prefirió vivir en La Laguna, entre Torreón y Gómez Palacio.
Los siguientes cuatro años fueron terribles. El abuelo aumentó sus visitas al bar pero, en una de ellas, cayó de su caballo y quedó en una terrible agonía que duró un año. Mientras tanto los hermanos de mi madre migraron a Estados Unidos, donde las cosas no estaban mejor.
De aquella familia, formada en valores y con valores, quedaba una familia cuya característica fundamental era la supervivencia. Para entonces había nacido el tercer varón y ya eran seis menores y una mujer que mantener sin un trabajo estable. Ahí se acabaron los planes de que las niñas se fueran a estudiar a Norteamérica y se conformaron con que no cayeran en malas manos; por otro lado, los niños sólo tenían un futuro: trabajar en cuanto terminarán la primaria para ayudar a sostener la casa (que había crecido a 8 hijos y sus padres que entraban en la cuarta década de vida).
Con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, mejoró la economía. Mi padre consiguió un buen empleo en lo que hoy es la CFE, la Comarca Lagunera alcanzó la bonanza económica y otra vez cambió el modelo de familia.
De nuevo había techo, comida, ropa, escuela y aunque mi padre seguía siendo violento, el futuro ya era otro. Él terminó sus estudios de ingeniería eléctrica en escuela por correspondencia y sus ingresos mejoraron; se decidió a trabajar por su cuenta y abrió su taller. Entonces nací yo, el noveno vivo (más tres muertos) que había engendrado mi madre.
Sin embargo, en los cincuentas se desplomaron los precios del algodón, se registró una cruel sequía en La Laguna y mi padre sufrió tres accidentes graves de trabajo. Días después de la muerte de Pedro Infante dejamos Francisco I. Madero para ya vivir en Ciudad Juárez. Mis hermanas habían estudiado contabilidad y todos mis hermanos eran mecánico electricistas de oficio. Habían crecido sin la solvencia económica para estudiar la universidad. Apenas terminaron la primaria y empezaron a trabajar.
Éramos tres hermanos menores y tres sobrinos sin padre. ¿Vivir juntos en la misma casa? Éste era otro México, otra realidad y otra vida, las mujeres tenían que trabajar y los niños de ellas se quedaban con mi madre. Incluso cuando migramos a la Sierra de Chihuahua, a Cuauhtémoc, se fueron con nosotros. A ellos se agregaron dos más y vivimos una crisis de valores. Todas mis hermanas eran madres solteras y mi padre no se lo podía explicar, ¿qué había pasado, si las había educado mi madre y él las quería y protegía? No había divorcios en los troncos familiares ni madres solteras, todas las mujeres de la casa habían aguantado al esposo y no se entregaron al amor carnal sino hasta casarse.
¿Qué había pasado? Simplemente, el país cambió. En el cerebro de mi madre no cabía el pensamiento de dejar a mi padre pero en el de mis hermanas no cabía el pensamiento de repetir la historia de su adorable y solidaria progenitora, soportando a hombres parecidos a mi padre, que además no aportaban suficiente dinero a la economía doméstica.
Llegó la mejor época para los que quedamos en casa, mi padre consiguió un empleo como jefe superior de una gran empresa, Celulosa de Chihuahua. Una fábrica construida con base en el sueño mexicano: establecer industrias nacionales que cumplieran y mejoraran los derechos de los trabajadores.
La empresa construyó un pueblo completo para sus obreros a dos kilómetros de la ciudad. Eran casas modernas con agua y luz gratis, vigilancia, escuela, parques, albercas, áreas deportivas y todo lo necesario para una vida dedicada al trabajo. Además, el sueldo era excelente, unos 40 mil pesos de hoy que sólo se gastaban en comida y otros bienes necesarios. En estas condiciones superamos las crisis de valores y los primeros seis niños que llegamos a Anáhuac fuimos profesionistas (a excepción de Eulogio, que vive con Síndrome de Down).
Mi madre preparaba exquisitos platillos, dejaba la casa limpia como espejo y tenía incluso una ayudante. A las 6 de la tarde todos estábamos en nuestras recámaras esperando la llamada a cenar; a las 6:30 nos sentábamos en torno al jefe de familia, que ya no era tan violento pero aún enérgico. Cenábamos, lo escuchábamos y nos interrogaba sobre nuestro día. Era imposible mentirle y nadie se podía robar un peso. Era inconcebible que no hubiéramos hecho la tarea, estábamos limpios y bañados, habíamos leído para poder platicar con él y después jugábamos un rato y escuchábamos en familia la radio, la XEW, hasta las noticias y nos retirábamos a dormir.
A mediados de los sesentas salí a estudiar a Ciudad Juárez y vi nacer las empresas maquiladoras, en nada similares a la empresa de Anáhuac.
¡Ahora las fábricas pagaban el mínimo y los empleados comían en la calle! El negocio delos empresarios era construir jacalones para empresas extranjera y no les importaba dónde ni cómo vivieran sus obreros.
Aquí inició la historia de otra familia, los Rodríguez, que llegaron a Juárez de Durango en busca de trabajo industrial para sus hijos varones y cambiar del campo a un futuro moderno y prometedor. Eran dos hombres y dos mujeres.
Las fábricas sólo emplearon a las mujeres, dejando a los varones para que crecieran haciendo trabajos aquí y haya. Uno de ellos conoció a los sicarios de “El Greñas” y se incorporó a la banda. El otro se volvió alcohólico y finalmente puso un negocio de venta de discos piratas, trabajando para el patrón de su hermano. Las mujeres se embarazaron de sus supervisores y tienen tres hijos cada una, se volvieron a juntar con otros hombres y uno de ellos violó a la hija mayor.
Han pasado treinta años desde que llegaron de Santa María del Oro Durango. Los viejos murieron y las mamás perdieron el empleo (a los 35 años una y a los 40 la otra). Sus seis descendientes, la tercera generación, que se emparejaron por un extraño amor que nace de la necesidad de vivir y reproducirse, sólo pueden sostener la casa si trabajan como empleados de maquilla y dejan solos a sus hijos a las seis de la mañana, para que las abuelas los despachen a la primaria (algunos a secundaria), aunque toda la tarde vagan libremente por la colonia hasta que se enfría la casa, al filo de las diez de la noche, y pueden volver a entrar, ya sólo para dormir.
He contado la historia de dos familias que vienen sumadas desde 1923, y para mi sucede que cada familia sobrevive lo mejor que puede. Todos los padres queremos a nuestros hijos entrañablemente, pero no podemos expresarles materialmente nuestro amor porque esto último depende de muchos factores, los más de ellos ajenos a nuestra voluntad.
Por eso digo que las familias no son comunidades perfectas, simplemente están y logran estarlo como pueden y como sopla el viento. Es muy difícil que una familia como la de los Rodríguez tenga cercanía a la comunidad perfecta del senador José María Martínez, si cada uno de ellos tiene treinta años ganando un dólar la hora trabajada.