Author image

Antonio María Calera-Grobet

27/11/2014 - 12:00 am

Tacos de cajuela: antes que los Food Trucks, comida callejera

A nuestras queridas mayoras: que se traen siempre algo entre las manos.   desde muy tempranas horas.  

A nuestras queridas mayoras:

que se traen siempre algo entre las manos.  

desde muy tempranas horas.

 

Podríamos ir a tientas por el horizonte de la comida popular sin perder la noción de dónde queda lo importante. Eso quiere decir que reconocemos bien nuestras querencias y sabemos bien en dónde, cómo y cuándo surtirnos de antojos, y acometerlos según nuestro ánimo, la agenda, las fluctuaciones de nuestra tambaleante economía. Verdaderos magos.

Así las cosas, uno suele despacharse un buen festín de mariscos de preferencia en verano, si se juntan una buena tarde de sol, una azotea y un buen grupo de amigos, aliñando así el ánimo playero con vodka y bronceador,  una guapa alberca inexistente. Las parrillas de cortes por su lado, suelen acomodarse por los fines de semana con el pretexto de una buena fiesta de cumpleaños u otros aniversarios, en traspatios o balcones improvisados como restaurantes argentinos (o bien como bufetes mexicanos con guisos en cazuelas de barro), de preferencia acompañados de un buen partido de futbol, una buena sesión de música proveniente del pasado, un karaoke cutre pero absolutamente catártico. Los fiambres excelsos, es decir, las carnes frías o los embutidos, las latas de ultramarinos, productos exóticos o demasiado finos (con sus consabidos maridajes de blancos o tintos), se reservan para ocasiones excepcionales como conquistas de pareja, cenas románticas o celebraciones más bien fresas.

Ahora bien, si grosso modo ésta es una puesta en escena de apetencias que pudiéramos extender tanto como quisiéramos, habrá que decir que tales revisiones panorámicas propias de nuestra barriga llena y corazón contento, suelen pasar de largo a un tipo de comida a pesar de habernos dado tanto. Me refiero a un tipo de comida sin glamour, sin reconocimientos o distinciones, que ha hecho las veces de surtidor invaluable para el restauro de millones. La comida de trinchera para la infantería combativa, ejércitos atacados por la urgencia del papeo, hundidos en sudor y  hambre colectiva. Una comida a ras de suelo, en situación de calle (de muy diversas maneras y muy amplias acepciones), que nunca nos ha abandonado ni abandonará en la vida: la comida propia de la cotidianidad en chinga. No me refiero a los puestos blancos de tortas monstruosas o tacos para el cadalso, sino incluso a lo menos montado, que se despacha en plena calle, en las esquinas, en espacios arquitectónicos esquemáticos, apenas insinuados. Lo que de paso nos topamos.

Y no quiero decir con ello que se trate de una comida que se ingiera de manera agachada, de trato servil o suficiente, no la tildo de un abasto disfuncional para comensales de mal diente. No. En todo caso se trata, como todo, de una comida y sus circunstancias. Comida sin domicilio fijo (¡Vamos casi sin puesto!), sacada de la manga para los apetitos feroces pero (digámoslo con honores, con todos los respetos), para las carteras de mermado presupuesto.  Se trata pues de una fritanga que pudiera ser menor pero con todas las dignidades (que no requiere de chefs con estrellas Michelin o artificios especiales), despachada en carritos de supermercado, autos viejos, cocinada en anafres destartalados, tapas de tambos para beneplácito de los tragones. A saber: gorditas, tlacoyos, quesadillas, sopes (y otras versiones de los mismos armatostes), que se levantan con base en lo más mínimo y en tal humildad su gran aporte: apenas una superficie para el calentado y  la materia prima: masa de maíz, guisados varios (en ocasiones con base de arroz o frijoles, requesón, quelites o nopales), más una laguna de aceite requemado por generaciones.

Porque pregunto: ¿contra la comida corporativa cara y chafa, contra las salidas a esas cadenas nacionales o extranjeras que salen en una lana y no saben absolutamente a nada, no ganan por mucho unos taquitos de canasta? ¿Topados, así, a la deriva,  in situ en La Alameda, San Ángel o el Bosque de Tlalpan? Pregunto: ¿Existe un olor mejor, para los comedores de toda el alma, que el del maíz frito (doradito, quemadito), volando libre sobre la atmósfera de la cultura mexicana? ¿No es eso, en verdad, parte de nuestra patria?

Por eso habría que hacer aquí un homenaje a un símbolo de los comedores truncos, de los placeres un tanto malogrados, de los santuarios para magiares del desierto, trashumantes varios, esos paraísos que son indestructibles, nostálgicos y por ello tremebundos: los hermosos tacos de cajuela. Vayamos a la parte hambreada de nuestra memoria. ¿No nos han ayudado en dónde sea y a cada rato con su amplísima oferta? ¿Sus lecciones de huevo con ejote, moronga, picadillo? ¿Chile relleno, albóndiga, papa con chorizo? ¿Mole verde, tinga, milanesas de cerdo, res o pollo, longaniza en salsa de morita? Vaya que lo han hecho. Una y otra vez se han salido con la suya: taparnos el hoyo del estómago y saciar nuestra hambre perruna. Y de paso darnos un abrazo, un poco de sazón casero, sacarnos un rato de los consabidos tacos de tripa, longaniza o suadero. Y uno lo debería amar sólo por eso.  Y lo que prometen lo cumplen, en ellos no hay mentira: son de guisados buenos y baratos, aparecen de pronto en cualquier esquina y son más rápidos que una comida corrida.

Porque no todos podemos o queremos (pensemos en cualquier motivo además del tiempo y el dinero), sentarnos a comer en restaurantes a cada rato. Los tacos de cajuela porque son baratos, pero también porque se trata de un espacio para comer al aire libre, a cielo abierto, solo o acompañado, para uno que apenas despierta otro que va tarde al trabajo.  Y porque no son infiltrados: vienen de abajo, nos pertenecen, no se trata de patrimonios importados. Es comida del pueblo para el pueblo, de coraza a coraza, para juntos echarnos la mano: uno como comedor al paso y el otro como incipiente empresario. Defendámoslos entonces de las autoridades, que nunca los dejen fuera de los inventarios culinarios metropolitanos. Echémonos unos tacos de cajuela, saliendo de la chamba o saliendo de la escuela: unámonos y defendámoslos: no los pasemos de largo.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.
en Sinembargo al Aire

Opinión

más leídas

más leídas