Activistas, luchadoras sociales, transgresoras, feministas, ejemplo de acción y compromiso por la patria: Matilde Montoya, Juana B. Gutiérrez, María Arias Bernal, Hermila Galindo, María del Pilar Moreno Díaz, Mimí Derba, Palma Guillén, Clementina Batalla, Tina Modotti, Adelaida Argüelles, Eulalia Guzmán, Concepción Mendizábal.
Ciudad de México, 27 de mayo (SinEmbargo).-Muy poco valorado ha sido el papel de la mujer en la historia de México, sólo un puñado integran el bando femenino de protagonistas y heroínas. Limitadas al cuidado de los hijos y las tareas domésticas, a la postura machista del contexto familiar, laboral y político; para las mujeres, expresar sus opiniones, alzar la voz ante las injusticias, ha tenido un costo muy alto.
Pero no todo ha sido opresión femenina, Ángel Gilberto Adame entrega un documento invaluable para la apreciación histórica de la mujer durante los años de la Revolución Mexicana. Ofrece espléndidas semblanzas -rigurosamente documentadas- de doce mujeres que desde diversas trincheras apostaron por expresarse conscientes de que serían humilladas, rebatidas o no tomadas en cuenta.
De armas tomar es un libro de feministas activas, apasionadas, cuando esta postura ideológica era muy poco conocida en nuestro país. Estas mujeres enfrentaron el desprecio de la sociedad, fueron encarceladas por decir su verdad y tomar la justicia por propia mano ante la indiferencia de las autoridades; editaron sus periódicos para cuestionar las injusticias del gobierno, lideraron grupos estudiantiles o dedicaron a la academia, al ejercicio diplomático y la investigación científicas largas noches. Un rasgo profundo las define: lucharon incansablemente por la igualdad y dignificación de la mujer.
Prólogo de Mariana Pedroza
«La ignorancia de su misma historia de luchas y logros ha sido una de las principales formas de mantener a las mujeres subordinadas.» Gerda Lerner, La construcción del patriarcado, 1986.
Muchos son los nombres que se les han dado a las mujeres que, inconformes con la injusticia sistémica cometida contra su género, han manifestado su disgusto a lo largo de la historia. Las han llamado putas, brujas, histéricas, malcogidas, poseídas, incasables, amargadas, locas. Se les ha desacreditado, marginado y castigado de diversas maneras, pues el contexto sociopolítico heteropatriarcal, caracterizado por privilegiar al hombre, se sostiene a expensas del silencio y de la sumisión de las mujeres y, en consecuencia, su subversión supone una amenaza.
La coacción que ejerce el sistema para disuadir la emancipación femenina tiene, además, dos frentes: no sólo existe una persecución real, política, en la que miles de mujeres han sido encarceladas o asesinadas por rebelarse; por ejercer su libertad sexual, negarse al matrimonio o a las labores del hogar, alzar la voz, practicar un aborto o desarrollarse profesionalmente, el sistema también ha intentado mermar de armas tomar la lucha desde adentro al poner en tela de juicio las facultades de estas mujeres, dando por supuesto que toda inconformidad no es sino un desvarío resultado de la debilidad psíquica o el desbordamiento emocional que históricamente se le ha atribuido al género femenino.
Esta segunda forma de desacreditación es tan letal como la primera, pues no sólo trunca la posibilidad de la protesta cotidiana y encierra a las mujeres en una falsa dicotomía (obediente o loca), además amordaza la diferencia, como si la única vía para hacerse escuchar fuera hacerlo en los términos y en las modalidades acreditados por el hombre, bajo sus instituciones, sus elecciones de ejecución del poder y hasta su lenguaje. Es decir, para ser tomada en cuenta como mujer, hace falta simular ser un hombre.
Esta táctica de invalidación se asemeja en su desproporción a la ridícula pseudoenfermedad que el médico Samuel A. Cartwright nombró en el siglo XIX, a propósito de los intentos de huida de los esclavos negros. Para él, dichos esclavos padecían drapetomanía, supuesto mal mental que consistía en unas ansias de libertad anormales para los de su clase, como si el hombre blanco privilegiado no concibiera la posibilidad de que otro en condición de esclavitud pudiera, por propia voluntad, escapar de una vida de abusos y vejaciones; más aún, como si no concibiera que los esclavos también eran hombres y que, por añadidura, tenían las mismas necesidades que ellos.
Siglos después, distancia histórica mediante, la anécdota produce entre vergüenza y risa, pues al cambiar de paradigma político y racial, somos capaces de ver la patente disonancia ideológica que actuaba, de manera invisible, en la idiosincrasia blanca decimonónica.
Se trate de los esclavos, de las mujeres o de cualquier otro tema, el mecanismo es el mismo: los legisladores y propietarios del discurso hegemónico (casi siempre hombres cisgénero, heterosexuales, blancos) suponen su sistema de verdad como el único existente, sin reparar que se trata de un constructo histórico atravesado por intereses políticos y, una vez obviado su propio sesgo, le imponen al resto sus categorías en nombre de la ciencia —aparato productor de verdad— o de la ley —aparato productor de orden.
Por ello, no basta con denunciar ante la autoridad vigente los abusos que se cometen contra las mujeres, sino que es menester desmantelar los dispositivos de poder que el mismo sistema reproduce y que, entre otras cosas, legitiman la marginación o su sometimiento. De la misma forma que existió la drapetomanía en el imaginario del siglo XIX, a lo largo de la historia surgieron innumerables estudios pseudiocientíficos que buscan desacreditar las expresiones de libertad de la mujer, «fundamentando» su rol menor en la sociedad y «comprobando» su incapacidad para ejercer en puestos públicos, soportar la presión de la vida laboral o pensar objetivamente.
El hombre ha monopolizado la verdad y con ello ha garantizado que los discursos que lo refutan pierdan fuerza de entrada, pues carecen de una estructura sociocultural (como puede ser «la ciencia», pero también «las buenas costumbres») que los avale. En vista de lo anterior, es menester agudizar la crítica y la atención para darle lugar a todas las otras voces que denuncian las perversiones del heteropatriacado actual.
Escuchar la diferencia es volver a pensarlo todo desde el principio y concebir que tal vez, por más incómodo que nos resulte, las bases de nuestras dinámicas sociales en cuestión de género están mal planteadas. Ejemplo de ello es la distribución del trabajo, que si bien originalmente tenía una finalidad práctica (sociedades de hombres cazadores y mujeres recolectoras), al pasar del tiempo ocurrieron dos fenómenos que desequilibraron el acuerdo de inicio horizontal: primero, se desprestigiaron las tareas que realizaban las mujeres, obviando lo fundamentales que eran para el desarrollo de la cultura; y segundo, se consideró norma, condenando moralmente a cualquiera que quisiera ejercer un rol distinto al designado para su género.
En años recientes, el feminismo ha tomado un nuevo aliento y cada vez desequilibra más el statu quo, haciéndonos cuestionar hasta las más mínimas expresiones de sexismo arraigadas en nuestras conductas más cotidianas. Sin embargo, no somos ni remotamente la primera generación en darse cuenta de esta violencia estructural y, más aún, no somos todavía un sector representativo en la sociedad, pues en la mayoría de ella aún se reproducen estos mecanismos irreflexivamente.
Las luchas del feminismo actual son diversas y abordan desde el tema de los feminicidios y la violencia intrafamiliar, hasta los derechos reproductivos y laborales de las mujeres, pasando por una crítica a los cánones de belleza y a las expectativas impuestas. El gran cambio paradigmático es que ahora la conciencia social y la agenda pública comienzan a abrir espacios para que las mujeres puedan poner límites y tomar elecciones de vida sin ser necesariamente silenciadas y marginadas por ello. La conquista de derechos, no obstante, avanza a mucho menor velocidad de lo requerido y aún toma miles de vidas al año. Apenas estamos en el inicio de la lucha.
En ese tenor, me conmueve sobremanera imaginar el esfuerzo que supuso para mujeres de otra época abrirse paso por el camino de la historia y hacerse escuchar en una sociedad que sistemáticamente les cerraba las puertas. Me conmueve imaginar su coraje para sobreponerse a las negativas, incluso exponer su vida; su lucidez para notar la anomalía en un mundo diseñado para ignorarla; su fe y su perseverancia, pues si aún en la actualidad la lucha social por la equidad de género requiere de todos estos atributos, hace cien años los requería mucho más.
Así pues, esta compilación biográfica de doce mujeres revolucionarias que se abrieron paso en distintos campos de experiencia, resulta más que pertinente en un momento histórico como el nuestro en el que estamos reponderando el lugar de la mujer, no sólo en la sociedad actual, sino en el desarrollo mismo de la historia. Todas las protagonistas mencionadas en este libro tuvieron que enfrentarse a algún tipo de desamparo, pues para continuar con su misión, tenían que nadar contracorriente y superar continuamente el desprestigio, la desvalorización y el rechazo.
El acopio de valentía y de visión que requirieron es extraordinario, y leer sus historias no sólo sirve para inspirar las nuevas luchas y dejar registro de la resistencia, sino también para adquirir conciencia del protagonismo que ha tenido la mujer en los distintos eventos sociales, aunque los libros de historia insistan en darle un papel secundario.
Ya fuera como periodistas, escritoras, enfermeras, profesoras, conspiradoras o facilitadores de bienes materiales, la participación de las mujeres fue crucial para el movimiento revolucionario, así como el movimiento revolucionario fue crucial para que las mujeres pudieran irrumpir en la escena pública. La tensión social de la época fue un caldo de cultivo idóneo para que toda la inconformidad acumulada a lo largo de los siglos emergiera para exigir un cambio. Una vez sembrada la semilla de la posibilidad, toda la indignación contenida fungió como un motor para salir del letargo de la resignación.
El ícono femenino por antonomasia durante el periodo de la Revolución Mexicana es el de las soldaderas, mujeres que luchaban o trabajaban como cocineras, enfermeras, madres, y esposas que, con sus cuidados, hacían posible que la lucha armada continuara, pues, como bien menciona Katya Maldonado Tavillo «…sin ellas los soldados no hubieran comido ni dormido ni peleado».
De nuevo, el sesgo machista sobre la interpretación de los hechos sale a la vista, pues a menudo la historia le otorga prominencia a quienes sostuvieron las armas, hombres en su mayoría. Obvian, sin embargo, que estas mujeres eligieron este rol no porque no pudieran pelear, sino por una comprensión intuitiva de que, para que la pelea pudiera ser sostenible, ellas debían ejercer un papel menos protagónico pero igual de fundamental.
De la misma forma, varias de las mujeres de este libro como Juana B. Gutiérrez, María Arias Bernal —también conocida como María Pistolas—, Eulalia Guzmán o Palma Guillén, se dedicaron a la educación, alfabetizaron niños y dieron clases en diferentes niveles. Había un contexto que lo incentivaba, pues ser normalista era una de las pocas elecciones vocacionales que la sociedad permitía a las mujeres.
No obstante, creo que habla también de la idiosincrasia femenina: si bien no faltaron mujeres que estuvieron en la lucha activa oponiéndose al gobierno en turno, como Adelaida Argüelles, primera mujer en erigirse líder y portavoz del estudiantado; Juana B. Gutiérrez, directora de Vésper, consagrado a defender a los trabajadores y a combatir la dictadura, además de emprender una denuncia en contra de los excesos de los Flores Magón; o María Arias Bernal, que apoyó la impresión y distribución de diversos panfletos opositores al régimen —por mencionar algunas—, muchas otras trabajaron tras bambalinas, en sus comunidades y desde el aula, para reconstruir el tejido social o fomentar la justicia trabajando directamente con poblaciones poco favorecidas.
Las soldaderas, las maestras y las madres tienen eso en común: eligen un rol que no les otorga gloria personal pero que contribuye de manera esencial a la reconstrucción de la comunidad y a la lucha por el cambio. Si se busca en los registros, no es fácil encontrar hombres que, en un momento álgido de la historia, se abocaran a dichas profesiones por un honesto compromiso político y como una alternativa igual de digna que la vía de las armas.
Es momento de desinvisibilizar estos caminos y dejar de asumir que la única forma de hacer historia es hacerla a la manera en la que los hombres, atravesados por la lógica de la conquista y la fama, lo han hecho. Las mujeres han sido un motor importantísimo, y si no han ocupado los reflectores ha sido en gran medida por el machismo inherente en nuestra sociedad pero también por elección, pues sus intereses se han enfocado mayormente en el cuidado y el desarrollo de su comunidad.
Un ejemplo destacable es Palma Guillén, que si bien llegó a ser la primera diplomática mexicana cuando fue nombrada embajadora de Colombia, tuvo desde siempre puestas las esperanzas en el poder transformador y pacificador de la enseñanza.
Esto, por supuesto, no es excluyente de los otros esfuerzos por participar directamente en la lucha bélica o, cuando menos, estar preparadas para hacerle frente. Pienso, por ejemplo, en Eulalia Guzmán, que aun siendo una científica eminente, se volvió presidenta del Servicio Civil Femenino, un movimiento, paralelo al servicio militar varonil, que tenía como propósito preparar a las mexicanas ante un posible escenario bélico.
La invisibilización de la labor femenina tiene también otra razón, observable en este último caso expuesto: mientras que el varón promedio podía impulsarse con ayuda de las plataformas e instituciones creadas para ellos, las mujeres tenían que empezar desde mucho más atrás: tenían que crear sus propias bases.
Para que el voto de la mujer tuviera lugar, por ejemplo, se requirió que mujeres como Juana B. Gutierrez fueran perseguidas y encarceladas por expresar sus ideas, también fue decisivo el trabajo de mujeres como Hermila Galindo, quien envió un documento al Congreso Constituyente para proponer el derecho al voto de la mujer, no como una concesión sino como un acto de estricta justicia.
Dicho de otra forma, la lucha por la equidad ha necesitado que cientos de mujeres dediquen su vida completa a ella, lo que, por supuesto, ha retrasado el proceso para que estas mismas tengan el lugar social requerido para influir en otros menesteres de la forma en la que los hombres, sólo por el género al que pertenecen, han podido hacerlo desde el principio.
Cabe destacar que en las vidas de estas valerosas mujeres se encuentra casi siempre un hombre que decidió apoyarlas. Palma Guillén intercambiaba correspondencia con Alfonso Reyes y eso de cierta forma le dio un lugar privilegiado en la sociedad; Hermila Galindo contaba con el apoyo de Carranza; y aunque Matilde Montoya fue presionada por distintas autoridades varones para que desistiera en su empeño por convertirse en la primera mujer médica cirujana, el apoyo de Porfirio Díaz sin duda facilitó el proceso.
A dichos hombres se les puede agradecer por haber creído que estas mujeres tenían algo que aportar, pero, más allá de eso, es importante notar cómo la emancipación femenina ha ocurrido, en la mayoría de los casos, gracias al permiso de algún hombre. El siguiente paso es prescindir de este protocolo de pleitesías y empezar a ponderar las propuestas femeninas, sin que se tengan que mediar por el apoyo o falta de apoyo masculino.
Por último, no deja de ser alarmante la autoridad con la que los hombres sienten que pueden opinar y normar la vida íntima de las mujeres. Esto le preocupaba activamente a Hermila Galindo, quien manifestó su disconformidad con el hecho de que el matrimonio se considerara una vocación para la mujer que, de no cumplirse, la condenaría a la marginación. Hermila abogó, en La mujer moderna, contra el agrado del público, por una educación que permitiera la exploración de la sexualidad femenina libre de tabúes.
Tina Modotti, fotógrafa activista, también padeció este mandato machista que exigía casarse y entregarse a la vida familiar, sobre todo tras decidir tener una relación extramarital con el fotógrafo Weston y, tras la muerte de su esposo, vincularse con el pintor Xavier Guerrero y, más adelante, tener un romance con Julio Antonio Mella, líder estudiantil cubano de las izquierdas internacionales. En este contexto, cuando Mella fue asesinado, todas las sospechas recayeron sobre Tina, quien sufrió un descrédito moral público, como si gozar de su libertad sexual la convirtiera automáticamente en homicida.
La vida de estas doce valientes tuvo lugar en un momento histórico distinto al nuestro. Algunas vivieron ya hace más de un siglo. Sin embargo, antes que considerarlo asunto pasado, sus biografías sirven para dignificar su labor y reflejarnos en ellas, en su brío pero también en su dolor, en su sed de justicia y en las luchas que emprendieron para que las mujeres fueran consideradas en la esfera pública. Leerlas sirve para recordar por qué tiene sentido continuar en la lucha por la equidad de género y valorar las plataformas sociales que estas incansables luchadoras en la sociedad construyeron para que hoy la lucha pueda llegar más lejos.
PREFACIO
A mediados del siglo XIX, la vida de la mujer mexicana se mantenía subordinada, según el orden social, jurídico y eclesiástico, a las disposiciones del género masculino, el cual, abusando de su aparente hegemonía, limitó sus libertades y la relegó a las labores domésticas y de crianza. Confinada al hogar y a la iglesia, la participación femenil en la vida pública era prácticamente nula.
Si bien la promulgación de la Constitución de 1857 y de las Leyes de Reforma significó un hito que modificó las relaciones jurídicas y familiares buscando la reivindicación de los derechos humanos, el gran pendiente que puede reprochárseles fue su indiferencia ante el abuso de que las mujeres eran víctima, vicio que continuó durante la era porfiriana.
Hubo, sin embargo, signos de inconformidad entre ciertos grupos de mexicanas que, desde distintos frentes, buscaron alcanzar cierta igualdad de derechos y obligaciones postuladas por el liberalismo. Las brechas de género fueron el principal impedimento para que lograran su objetivo, por lo que debieron adherirse a luchas adyacentes que tuvieron como denominador común el combate a injusticias diversas. Carlos Monsiváis refirió al respecto:
En la Ciudad de México, en el siglo XIX […], surgen grupos que alegan apasionadamente los derechos de la mujer, (en singular, se defiende a la especie y no a sus integrantes), asisten a las reuniones gremiales, intervienen en las huelgas […]. Fuera de este ámbito, su presencia resulta inconcebible. El celo patriarcal y su transmutación en código de los reflejos condicionados de las familias, santifican el atraso de las mujeres. (“Mujer que sabe latín, no tiene buen fin” o, quizás, “mujer que se independiza no asiste a misa”.)
Hacia 1890, acrecentadas las dificultades que debían sortearse para cubrir las necesidades básicas de alimentación y sustento, aunadas a la escasez de recursos y al desempleo, la mujer comenzó a interrogarse por su lugar en la sociedad y decidió participar activamente en la manutención del hogar y en la transformación de la realidad nacional. Fue entonces que muchas jóvenes buscaron inscribirse a las Escuelas Normales, que constituían su única alternativa para formarse profesionalmente, aunque en la mayoría de los casos su ejercicio estaba condicionado a instruir únicamente a otras mujeres.
No es de extrañar que en el Censo General de la República Mexicana de 1900, en su vertiente de instrucción básica, el porcentaje de hombres y mujeres que sabían leer y escribir fuera prácticamente el mismo, en tanto que, en el rubro dirigido únicamente a la lectura, la cifra de mujeres fuera mayor.
El acceso a la educación fue un catalizador que permitió a las pocas activistas difundir, a través de pequeñas publicaciones, noticias sobre el desenvolvimiento de la mujer en los ámbitos académico, laboral y militar, que hasta entonces eran exclusivos para varones. Fue por medio de esa narrativa rudimentaria que las conquistas femeninas hallaron cierto eco entre las distintas clases sociales.
El ímpetu con que surgieron los movimientos antireeleccionistas, parteaguas de la Revolución, significó para las mujeres la oportunidad de influir en el destino político y de sumar su causa a los reclamos de los diferentes sectores que encabezaron la lucha armada. Su integración constituyó un signo de modernidad indiscutible, cuya importancia se asimiló lentamente debido a las convulsiones por las que atravesaba el país. Frederick Turner consideró que “la participación en la Revolución violentó el patrón de la fidelidad familiar, la sujeción femenina y el aislamiento de los asuntos nacionales, que por mucho tiempo impidieron que la mujer mexicana adquiriera el sentido de lo que significa ser miembro de la comunidad nacional”.
Es innegable que la guerra fue un punto de inflexión para que la mujer irrumpiera en la escena pública subvirtiendo los valores de una sociedad eminentemente patriarcal. Sin embargo, como apunta Mary Kay Vaughan, todavía existen reticencias para reconocer la valía de las aportaciones femeninas: “Los escépticos han desdeñado la historia de las mujeres mexicanas como un empecinamiento romántico […]: la búsqueda de pequeños grupos de actores insignificantes en lugares oscuros.”
Si bien es cierto que todo inventario de nombres es insuficiente y hasta accidentado, también lo es que debemos romper los prejuicios que demeritan la relevancia de la mujer durante y después de la Revolución. Para ello, es necesario perfilar cómo, a través de la conjunción de las circunstancias históricas y de su voluntad, muchas de ellas se erigieron en…
¿Quién es Ángel Gilberto Adame? Nació en Ciudad de México. Estudió la licenciatura en derecho. Es articulista de la revista El mundo del Abogado, colaborador en Letras Libres y columnista de El Universal. Es autor de, entre otros títulos, Antología de Académicos de la Facultad de Derecho, El séptimo sabio: vida y derrota de Jesús Moreno Baca y Octavio Paz. El misterio de la vocación.