La confrontación entre el México indígena y el español no terminó con la Independencia ni con los intentos de Lázaro Cárdenas por reivindicar a los grupos indígenas: es una guerra que sigue en pie. Doña Rosita Ascencio. Curandera purépecha (2016) documenta la importancia de la medicina tradicional indígena, pero también expone las pugnas que estos pueblos han entablado con las instituciones para que sus derechos, lengua, tradiciones y conocimientos sean reconocidos.
Por Sara Odalys Méndez
Ciudad de México, 25 de agosto (SinEmbargo).- “Si nosotros guardamos lo que sabemos, ¿cómo lo vamos a conservar?, ¿quién va a saber cómo hacerla? Si nosotros plantamos un árbol y no lo regamos, se seca. Así es la medicina. Lo que hago es para dar”. De esta manera doña Rosita Ascencio termina su relato sobre los centros de desarrollo de la medicina tradicional indígena en Michoacán. Una historia llena de injusticias, discriminación, robos y luchas de egos. Doña Rosita describe cómo los médicos alópatas demeritaban el trabajo de los médicos tradicionales por considerarlos “hechiceros”, pero cómo, a la par, intentaban robarles sus conocimientos.
Esta oposición entre la medicina alópata y la tradicional es un reflejo de la confrontación entre los diferentes mundos que conviven en México. El conocimiento de los pueblos originarios ha intentado ser destruido por no comprenderse y no encajar en modelos religiosos que vinieron con la Conquista. Y no sólo eso: se intenta demeritar y censurar cualquier manifestación indígena que no vaya más allá del entretenimiento turístico y de la exotización local. La biografía de doña Rosita Ascencio es un ejemplo de cómo ha sido negado el conocimiento tradicional.
“¿Quién les dijo que somos hechiceros? Nosotros hacemos el bien, no hechizamos a la gente ni curamos hechizados”. Doña Rosita tiene claro que el rechazo hacia la medicina tradicional es por falta de comprensión y por el desprestigio que los intelectuales intentan hacer mediante la adjudicación de elementos mágicos. Sin embargo, el método científico de doña Rosita y de los demás médicos tradicionales es igual de válido que el de cualquier otro que haya estudiado medicina alópata.
El trabajo que doña Rosita realizó durante toda su vida, desde el aprendizaje hasta la práctica de la medicina tradicional, y que es recuperado por Roberto Campos en el libro, resulta sumamente interesante por el registro de pacientes y tratamientos, por su valor antropológico y didáctico, pero sobre todo, por la demostración de un método que rebate el rechazo de las instituciones médicas.
Doña Rosita aprendió mediante la observación a causa de la necesidad. Tenía que curar a sus hijos, así que necesitaba aprender de las demás curanderas de su pueblo. Aprendió a inyectar con enfermeras, pero prefirió dedicarse a lo tradicional. En el libro se transcribe su libreta de registro donde enlistó a sus pacientes, de dónde venían, su edad y los diferentes métodos para curar ciertas enfermedades, como la caída de mollera, el empacho y los parásitos. Estos tres ejemplos demuestran la gran brecha que separa a la medicina académica de la tradicional y cómo, si se redujera esta distancia, ambas partes enriquecerían la atención a los pacientes.
La caída de mollera, que es una de las afecciones más mencionadas a lo largo del libro, es la pérdida del aura tras un susto. Es decir, la medicina tradicional también se encarga de ayudar a sanar al paciente afectado por cuestiones psíquicas y no tanto físicas. Para curanderas como doña Rosita, cuestionar al paciente sobre sus emociones es igual de importante que preguntarle qué comió el día anterior. Sin embargo, cuando este conocimiento entró en contacto con la medicina alópata se comenzó a cuestionar: “¿Qué cosa es la mollera? ¿Cómo la cura uno? ¿Dónde les mete la mano?”. Los curanderos aprecian que en las enfermedades también radican elementos anímicos, mientras que para la medicina académica es necesario clasificarlo todo y tener síntomas físicos.
En este interés más humano y cercano, que el de la medicina alópata, está la comprensión de la lengua. En un principio se planteó que el libro fuera bilingüe; sin embargo, doña Rosita y su familia pidieron que no fuera así, pues casi nadie comprende su lengua ahora. A pesar de esto, el libro cuenta con un breve capítulo en purépecha:
“¿Quién sabe qué me irá a decir [el médico]?, o ¿cómo le digo que siento esto? Por eso no van con ellos. Ahí es donde el médico tradicional debe trabajar. ¿No entiende español el enfermo, la mamá o el papá? Con nuestro idioma le indicamos. Me gusta hacerlo, y les ayuda uno. ¡Que los doctores aprendan una lengua indígena!”
La falta de empatía y de interés ocasiona el desapego entre los diferentes grupos del país. Mientras los grupos indígenas sigan sintiéndose mal atendidos en centros de salud pública o por doctores que no les interesa comprender su forma de ver el mundo, no hay manera de que los distintos mundos se unan para retroalimentar el conocimiento.
“En la organización, decían que no teníamos que decirle a nadie cómo curar porque nos podían quitar esos conocimientos. Pero ése es el chiste para recuperar la medicina antigua”.
Este libro es un reconocimiento a la tarea de doña Rosita Ascencio como transmisora del conocimiento tradicional y el cumplimiento de su búsqueda para hacer del conocimiento indígena parte de nuestra cotidianidad. Mientras la medicina académica tiene como objetivo la preservación del conocimiento tal y como está, con los mismos métodos, la medicina tradicional busca lo que cualquier otra debería hacer: curar al paciente.