Las memorias de Justin Trudeau, hombre que ha convertido a Canadá en el espejo de medio mundo. Repleto de anécdotas, reflexiones personales y fotografías de su colección privada, estas memorias son imprescindibles para conocer mejor y de primera mano a uno de los políticos más influyentes del momento.
ADEMÁS
Ciudad de México, 25 de febrero (SinEmbargo).– Joven, guapo y carismático, Justin Trudeau irradia magnetismo, sobre todo entre la juventud, y se ha convertido en el político que más portadas de revistas y diarios ha protagonizado desde la retirada de Barack Obama.
Licenciado en literatura inglesa, instructor de snowboard, profesor de francés y de matemáticas y boxeador amateur, Trudeau no deja de sorprendernos tanto en su vida personal como en su trayectoria política.
En estas páginas nos relata de su puño y letra algunos de los episodios más trascendentes de su vida, como la muerte de su hermano pequeño Michel en una avalancha de nieve mientras esquiaba y la de su padre pocos años después. Explica también cómo afrontó ser hijo del Primer Ministro y cómo vivió el turbulento matrimonio de sus padres y los continuos escándalos de su madre, famosísima en la época. Asimismo, nos relata cómo conoció en 2003 a su mujer Sophie Grégoire, profesora de yoga, con la que se casó en 2005 y con la que ha tenido dos hijos.
Trudeau comparte también con los lectores sus ideales políticos, en los que combina con maestría la importancia de lo económico y de lo social, y su convicción de que Canadá es un país fortalecido por su diversidad, no a pesar de ella. Y es que uno de sus lemas es que «nuestro mayor potencial como seres humanos y como parte de la sociedad reside en encontrar lo que nos une, en construir un sentido de propósito compartido, de esperanzas y sueños comunes». Sin duda alguna, un ejemplo a seguir en los tiempos actuales.
Repleto de anécdotas, reflexiones personales y fotografías de su colección privada, estas memorias son imprescindibles para conocer mejor y de primera mano a uno de los políticos más influyentes del momento y alguien llamado a ser uno de los grandes líderes mundiales de los próximos años.
Fragmento del libro Todo aquello que nos une, de Justin Trudeau, publicado en el sello Planeta ©2018. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
CRECER EN MONTREAL
Pasé mi infancia en Ottawa pero me hice adulto en Montreal. Mi padre, mis hermanos y yo dejamos la capital en 1984. Fue un año de cambios. Mi padre dio un largo paseo por la nieve y decidió retirarse de la política en cuanto se eligiera un nuevo líder del Partido Liberal. Dejé la seguridad de mis amigos y un entorno familiar por una nueva ciudad. Mi madre, que seguiría viviendo en Ottawa, estaba esperando otro bebé. Mi hermano Kyle nacería en noviembre.
Fue también un período de intensa actividad por parte de les souverainistes en Quebec, un estira y afloja entre la determinación y la desesperación. Unos años antes el referéndum que el Parti Québécois (PQ) había impulsado en busca de un estatus para iniciar la negociación de la independencia había sido rotundamente rechazado. En su discurso de derrota, el líder del PQ René Lévesque hizo un llamamiento a los soberanistas a que perseveraran à la prochaine fois! (hasta la próxima vez), desvelando que la cuestión seguía entre nosotros. Al año siguiente, el PQ ganó un mandato para gobernar Quebec con un mayor porcentaje del voto popular, confirmando de nuevo que el debate sobre la soberanía estaba muy vivo. Y en 1982, cuando mi padre logró repatriar la Constitución canadiense, el señor Lévesque se refirió a la consecución como «la noche de los cuchillos largos», negándose a respaldarla y declarando que las otras provincias, y por supuesto mi padre, habían traicionado al Quebec. En realidad, nadie traicionó al señor Lévesque, simplemente le ganaron la partida, pero esa no es historia para este libro. Mientras tanto, los anglófonos siguieron abandonando Quebec en tropel y los derechos lingüísticos siguieron siendo un tema delicado para los partidarios de ambos bandos.
En Ottawa estábamos versados en estas cuestiones, influidos por los valores de mi padre y por sus firmes convicciones. Ahora nos íbamos a vivir a Montreal, la ciudad de mi padre, impresionados con el lugar. Llevaba toda mi vida hablando indistintamente ambos idiomas con mi familia, y con mi padre prácticamente solo francés. Me sentía muy a gusto con la fluidez de mi doble identidad francesa e inglesa en Ottawa. Con esta base, comencé mis estudios en el Collège Jean-de-Brébeuf. Había sido el colegio de mi padre, famoso por su alto rendimiento académico, y aterricé en él en medio de los conflictos políticos. En su conjunto, las repentinas nuevas exigencias a mis habilidades académicas y el fuerte trasfondo lingüístico y cultural entre los estudiantes y el profesorado me proporcionaron una súbita nueva perspectiva sobre las cosas.
A mi padre le encantaba explicar la historia de cómo fue el anfitrión de su trigésima reunión de clase en Ottawa poco después de haber sido elegido primer ministro de Canadá. El país estaba en plena «trudeaumanía», y a medida que los antiguos estudiantes y docentes iban llegando, su orgullo de recibirlos en la puerta del 24 Sussex iba en aumento, sintiéndose sin duda como el último caso de éxito. Sonriendo a todos sus viejos amigos y maestros que entraban, divisó a su antiguo profesor de ciencia, que para entonces era un viejo jesuita arrugado en el ocaso de su carrera docente. Este se acercó a mi padre, lo miró de arriba abajo y dijo con total naturalidad: «¿Sabes, Trudeau?, sigo pensando que habrías tenido más éxito como físico».
Así eran las cosas en el Brébeuf. Lo teórico, en primer lugar; la política y todo lo demás, después. En la década de 1930, la única evaluación de un estudiante en el cours classique era qué puesto ocupaba uno en clase. ¿Eras el primero? ¿El décimo? ¿El decimotercero? Tenías que estar arriba si querías tener alguna posibilidad de alcanzar el éxito en esta vida. Tal vez, cuando a los trece años ingresé en la escuela, la cultura fuese menos severa, pero el Brébeuf seguía siendo un lugar al que los padres enviaban a sus hijos (no se permitían chicas hasta los grados superiores) para que adquirieran una rigurosa educación clásica. Antes incluso de entrar en el edifico principal, uno sabía que allí se trabajaba en serio. Con sus desorbitadas columnas jónicas y su arquitectura clásica en piedra, el Brébeuf parecía más un palacio de justicia que un colegio. Un enorme crucifijo de piedra sobre la entrada principal indicaba su origen jesuita, aunque el Brébeuf pasó a ser no confesional dos años después de mi llegada.
Me fue muy bien en los exámenes de admisión. Tan bien, de hecho, que algunos profesores del colegio predijeron que tal vez igualara el legendario récord de mi padre como el permanente mejor estudiante de la clase. Por desgracia, esta predicción resultó errónea. El único interrogante era si entraría en el Brébeuf en 1re secondaire o en 2e secondaire, que eran el equivalente a los grados 7 y 8. Dada mi fecha de nacimiento y las incongruencias entre los sistemas escolares de Ontario y de Quebec, no estaba claro cuál sería la elección más adecuada.
A pesar de la preocupación de mi padre de que pudiera aburrirme con el currículum de 1re secondaire, insistí en empezar en ese nivel por dos razones. La primera: inscribirme en esa clase me permitía acceder a la rama de latín, lo que hubiera sido imposible si hubiera comenzado en un nivel superior. Puede que a la mayoría de la gente el latín no le parezca una gran atracción, pero para mí era la lengua de la historia y de la aventura. Debido a su educación en el Brébeuf, mi padre había hablado latín de manera fluida desde la adolescencia y utilizó su fluidez para navegar por lejanos rincones del mundo en su épica expedición de mochilero en la década de 1940. En Oriente Medio y en el sureste asiático, la mejor estrategia de mi padre para obtener información sobre dónde comer o dormir era encontrar la iglesia católica de la localidad y hablar —en latín— con el sacerdote.
La segunda, y más importante, razón para empezar en el Brébeuf en el grado de los más jóvenes era que sería parte de un entorno social nuevo. En el segundo año, ya habría amistades establecidas y grupos consolidados, y no me emocionaba precisamente iniciar mi experiencia en semejante entorno escolar tan intimidante como el nuevo, sobre todo con mi apellido. Así que comencé en 1re secondaire, lo que explica por qué mi hermano Sacha y yo solo íbamos un curso separados a pesar de llevarnos dos años.
Los estudiantes que conocí durante las primeras semanas en el Brébeuf me hicieron un montón de preguntas que me desconcertaron. Muchas de ellas me revelaron lo poco que conocía la jerga quebequense, al haberme criado en la inmersión francesa en Ontario y con el francés tan formal que se hablaba en casa. Una de las primeras cosas que me preguntaron fue: «¿Eres un bollé?». La palabra se traduce más o menos como «cerebrito». Y algunos, al oír que hablaba inglés sin acento, me acusaron de ser un bloke, que en inglés significa «tipo», a lo que respondí simplemente encogiéndome de hombros, sin darme cuenta de que se trataba de un insulto. Después de varios días de mofas, sospecho que decidieron que era inmune a las ofensas o que yo también me estaba burlando de ellos al no reaccionar a sus burlas. Sin embargo, lo cierto es que apenas entendía ni sus insultos ni sus palabrotas y sencillamente no tenía ni la más mínima idea de qué responderles.
Al final entendí que, aunque Ottawa estaba a menos de dos horas en coche de Montreal, la brecha que separaba culturalmente a ambas ciudades se acercaba a un año luz.
Las cuestiones que exacerbaban a muchos de los estudiantes eran las mismas que había seguido con mi familia en Ottawa. Pero esta era la primera vez que estaba rodeado de gente que había estado viviendo a diario con el peso de estos asuntos, y me llevó un tiempo apreciar en su totalidad las actitudes que generaban.
A veces, en el colegio, las cosas adquirían un matiz personal. Algunos estudiantes intentaron molestarme y provocarme sacando trapos sucios sobre la separación de mis padres, algo que hacía ya tiempo era objeto de la prensa amarilla. De algún modo, me había mantenido aislado de todo ello en Ottawa, tanto porque estaba rodeado de un fantástico grupo de amigos que me conocían desde la guardería, como porque los niños de la escuela primaria no suelen ser tan crueles y vulgares como los mayores. En el mundo hobbesiano de la secundaria, algunos chicos creen que cualquier cosa y cualquier persona puede ser su coto privado. En una ocasión, uno de los mayores se me acercó y me colocó en las manos una célebre fotografía de mi madre que había aparecido en una revista para adultos.
Por difícil que pueda parecer, nunca había visto aquella imagen; ni siquiera sabía de su existencia. Y obviamente aluciné. Supe que aquel era un momento crítico. Si actuaba con asombro o herido, se abriría la veda para meterse conmigo durante toda la secundaria. Todos sabrían que podían provocarme solo con restregarme por la cara el último chisme. De modo que simplemente hice un ademán de despedida con la mano y me largué, dejando al abusón insatisfecho, lo que hizo que se buscara un blanco más fácil.
En el Brébeuf aprendí a no proporcionar a la gente la respuesta emocional que busca cuando te ataca personalmente. Está de más decir que semejante habilidad me ha servido de mucho durante todos estos años.
Cuando la mayoría de padres canadienses piensan en escuelas privadas, tienden a imaginarse aulas pequeñas e íntimas supervisadas por profesores muy atentos versados en las últimas técnicas pedagógicas. El Brébeuf no era así. Estudiábamos en clases de treinta y seis alumnos, donde las mesas se amontonaban en cuadrículas de seis por seis, y el método de instrucción dominante se podría describir como «sabio en el escenario», esto es, el profesor explicaba y nosotros escribíamos lo que decía.
Mis años de secundaria son anteriores al movimiento de «autoestima» que ha sacudido a la profesión educativa en años recientes, en el que se dedica gran esfuerzo a ayudar a los alumnos a sentirse bien consigo mismos. De nuevo, eso no sucedía en el Brébeuf. De hecho, algunos de los profesores parecían estar decididos a echar por tierra nuestra autoestima y bajarnos los humos. En 4e secondaire, o grado 10, nuestro maestro de francés, el señor Daigneault, se quejaba de que en aquel momento los estudiantes carecían de cultura, añadiendo que esta era como la mermelada: cuanta menos tienes, más debes repartirla para untarla.
El curso del señor Daigneault rebasó el currículo estándar e incorporó el estudio de trece obras que alcanzaban el alto nivel de calidad que él exigía a la literatura clásica, entre las que se incluían David Copperfield, la Ilíada, la Odisea, Los miserables y Don Quijote. En nuestra primera semana de clase, nos preguntó a gritos: «¿Quiénes eran las Termópilas? Vamos, ¿quién puede decírmelo? ¡No saben nada! ¿Quién puede decirme quiénes eran las Termópilas? ¡Atrévanse!». Con cautela, eché una mirada a la clase. Todo el mundo miraba con incomodidad su pupitre, el suelo, cualquier cosa que no fuera él. Suspiré. Yo iba a ser ese chico. Despacio, levanté la mano.
«Termópilas no es una persona —respondí—. Termópilas es una cosa. Es el desfiladero donde el rey Leónidas y sus trescientos espartanos mantuvieron a raya a todo el ejército persa». El señor Daigneault asintió con la cabeza, frunció los labios y siguió con su bronca. Aquel día me las arreglé para que me felicitara a regañadientes, pero yo contaba con injusta ventaja por lo que se refería a esa clase de conocimientos, ya que mi padre había conseguido que nos interesáramos por los clásicos desde una edad muy temprana.
Años después, siendo profesor en la Columbia Británica, regresé al Brébeuf para hacer una visita a algunos de mis antiguos maestros, incluido el señor Daigneault. Mantuvimos una conversación fascinante sobre una conversión que había sufrido al final de su carrera: lejos de una pedagogía rígida, intelectual y dirigida por el profesor en la que él había sobresalido y que nos había impuesto, el viejo maestro había derivado hacia algo más parecido al moderno enfoque centrado en el estudiante en el que yo me había capacitado en la Costa Oeste. Por extraño que parezca, me vi asegurándole que el rigor y la excelencia que nos había exigido e impuesto habían hecho de él uno de los mejores profesores que he tenido nunca, y que su exigente método era una de las cosas que me esforzaba por inyectar en mi —un tanto diferente— entorno educativo.
Sin embargo, a pesar de la base que tenía desde pequeño en los clásicos, casi reprobé el examen final del señor Daigneault. Cada alumno tenía que escoger una tarjeta al azar que determinaría sobre qué libro se le haría la prueba. Me tocó Robinson Crusoe. Recuerdo haber pensado que aquello sería pan comido. Había leído la obra de Defoe años atrás, como la mayoría de los libros del listado y pensé que lo conocía lo suficientemente bien como para no tener que leerlo para el curso. Así que no lo leí, y, efectivamente, mi pereza juvenil se vio desenmascarada por el incisivo interrogatorio del profesor. Lo aprobé por los pelos.
Con los años, íbamos eligiendo materias que nos conducían a las ramas de letras o ciencias. Aunque siempre había imaginado que iría directamente a la facultad de Derecho después del CEGEP —el curso preuniversitario exclusivo del sistema educativo de Quebec—, quería dejar abiertas mis opciones, de modo que estudié por igual historia y física, lo cual era una combinación poco habitual. La física, en especial, me fascinaba —todavía me fascina—, la idea de una comprensión fundamental, primaria, de la energía y la materia, y cómo ambas interactúan, me atraía sobremanera.
Algunas de las tareas que realizábamos en el Brébeuf se adecuaban considerablemente a la política del momento. Un semestre celebramos un debate sobre el futuro de Quebec. La resolución recogía soberanía contra federalismo, y el profesor pensó que sería graciosísimo que el joven Trudeau defendiera el separatismo. Del mismo modo, Christian, el más inteligente independentista de la clase, defendería la causa federalista. Improvisé una posición basándome en argumentos que había oído a otros a lo largo del tiempo, pero sabía que sería difícil argumentar contra mis propias convicciones. Hice lo que pude, pero, al final, advertí que el ejercicio había sido un éxito solo por el hecho de haber ilustrado para mí una verdad sobre mí mismo: no puedo argumentar convincentemente a favor de algo si mi corazón no está en ello. Y mi corazón siempre ha estado con Canadá.
En el debate de la clase, los soberanistas sostuvieron que la independencia era necesaria para que Quebec alcanzara su potencial y lograra la posición y la dignidad a la que tenía derecho. Teniendo en cuenta que el hijo de un orgulloso quebequés francófono había sido primer ministro de Canadá durante más de quince años, y que otro quebequés, Brian Mulroney, era nuestro actual primer ministro, me desconcertó ver cómo la provincia estaba siendo engañada. No veía conflicto alguno entre ser un orgulloso canadiense y un orgulloso quebequés. De hecho, lo único que podía percibir eran las cosas a las que tendría que renunciar Quebec si actuaba por su cuenta, desde las Montañas Rocosas al Sendero de Cabot. Por no hablar de que se despediría de los más del millón de francófonos que viven en New Brunswick, el norte de Ontario, el sur de Manitoba, y cientos de comunidades en otros lugares de Canadá. Los convincentes argumentos económicos en contra de fracturar Canadá en un momento en que el mundo se estaba moviendo hacia un comercio más libre y una creciente permeabilidad de las fronteras cerraba el tema para mí. ¿Dónde estaban los beneficios? ¿Cuáles serían las ventajas? Como no veía ninguna, todos los argumentos esgrimidos a favor de la soberanía me parecían débiles en extremo.
Y sobre todo, incluso desde la perspectiva de proteger el idioma y la cultura franceses, siempre creí que, en vez de construir muros para mantener todo fuera de ellos, era mucho mejor abrirse, compartir e irradiar hacia fuera para reforzar nuestra identidad.
La lógica, sin embargo, no se aplicaba. Estábamos en la década de 1980, después de todo, y entre los jóvenes quebequenses estaba de moda posar como militantes separatistas, aunque esas simpatías no se limitaban a los estudiantes. Los indépendantistes representaban probablemente la mayoría del cuerpo docente en el Brébeuf. En su haber hay que decir que estos profesores evitaban utilizar su posición para adoctrinarnos en alguna ideología en concreto, a excepción de un profesor de historia llamado André Champagne, que hizo todo lo que pudo para convencernos de que era comunista. Incluso tenía un busto de Lenin en un rincón del aula y ensalzaba las virtudes de la URSS. No obstante, cuanto más sondeabas sus creencias, más claro quedaba que era una mera pose. El señor Champagne no era un soñador salido de la década de 1930 que abogara por un paraíso para los trabajadores. Más bien era un inconformista, alguien al que le gustaba desafiar las nociones más arraigadas sostenidas por los estudiantes burgueses que pasaban por su clase. Su objetivo era estimularnos, hacer que examináramos y justificáramos lo que dábamos por sentado en nuestro mundo capitalista.
Al igual que el resto del profesorado del Brébeuf, el señor Champagne prestaba generalmente más atención al estilo de enseñanza formal que defendía el colegio, pero había ocasiones en las que le divertía enzarzarse en un apasionado duelo verbal con sus alumnos. También tenía la costumbre de lanzarnos borradores de manera amistosa si veía que nos estábamos quedando dormidos, un truco que tomaría prestado cuando años más tarde también yo me convertí en profesor. André Champagne nunca me convenció para que me hiciera socialista, pero consiguió que abriera mi mente a estrategias eficaces para desafiar a mis propios estudiantes sobre lo que pensaban que creían.
Durante mis años en el Brébeuf empecé a pensar en el lenguaje de manera distinta. Para los soberanistas, el idioma era una importante cuestión política, así como un medio de comunicación. Eras anglófono o francófono, y cada etiqueta te alineaba con distintos valores culturales y puede que con diferentes objetivos para Quebec. Hasta entonces no había pensado en mí mismo como francófono o anglófono; simplemente, en mi entorno bilingüe en Ottawa no me había parecido necesario definirme de un modo u otro.
En el Brébeuf, y en Quebec en general, el contexto ambiental me obligó a estar atento al idioma en que elegía hablar, dependiendo de con quién estuviera hablando y de cuál fuera el tema. Con esta nueva toma de conciencia empecé a vigilar las palabras que aparecían en mis pensamientos y en mis sueños, dudando a veces de mí mismo mientras hablaba. ¿Eran en francés las palabras? ¿Debería haberlas dicho en inglés? Decisiones que una vez había tomado sin pensar estaban empezando a ser conscientes de forma deliberada.
Me ubicaron en los primeros puestos de nuestras clases diarias de inglés, junto con casi todos los demás estudiantes que procedían de una familia en la que alguno de los padres era hablante nativo de inglés. A ojos de algunos, esto nos convertía en «anglos». No importaba que fuéramos igual de fluidos lingüísticamente en francés o que procediéramos de una familia en parte francófona: si hablabas inglés bien y sin acento, muchos chicos del Brébeuf te consideraban un «anglo».
Tenía una afinidad natural con los estudiantes bilingües, así que no es ninguna coincidencia que muchos de mis mejores amigos estuvieran entre los de este grupo. Para ellos, el prestigio de mi apellido desapareció en seguida. Pronto no fui más que Justin, un colega de clase. Décadas después, estos mismos amigos son los que me dicen las verdades directamente y sin adornos. Son las personas con las que puedo contar al cien por ciento de que me avisarán cuando estoy haciendo el idiota. Todos necesitamos colegas así.
Cuando rondaba los diecisiete años, salimos juntos a cenar una de nuestras primeras elegantes comidas en un restaurante de lujo en el centro de Montreal. Como la mayoría de cosas que hacen los chicos de diecisiete años, esta salida se organizó para impresionar a las chicas. Pedí canard au vinaigre de framboise y di un espectáculo al inhalar profundamente a la vez que profería las palabras al mesero. Hasta la fecha, aquellos amigos todavía hablan de que «hay que sacarle el pato a patadas a Justin» si parece que voy a dejar que las cosas se me suban a la cabeza. Es un excelente baño de realidad. En los años que siguieron, tanto si era estudiante o profesor, consejero de campamento o líder del partido, estos buenos amigos siempre me han tratado del mismo modo. Para ellos soy, y siempre seré, «simplemente Justin».
Siempre he amado ambos idiomas, pero llegué a darme cuenta de lo diferentes que son, no solo en la forma en la que permiten a una persona expresar sus pensamientos, sino también en la manera de orientar la elaboración de estos. Por ejemplo, la gramática francesa exige que sepas cómo va a terminar tu frase antes de empezar a hablar o escribir, lo que impone cierto rigor en tu expresión. Si tu oración empieza así, debe terminar así. Este es el motivo por el que tantos intelectuales franceses parecen canalizar su Proust interior incluso cuando se están dirigiendo de forma distendida a un gran público en televisión. Por el contrario, siempre he considerado que la…