Rilke, Baudelaire y Saint-Exupéry declararon —palabras más, palabras menos— que la patria del hombre es la infancia. Durante esa etapa, lidiamos con la existencia gracias al juego: las batallas en el desierto ocurren en un arenero, morimos junto a nuestros soldados de plástico en las llanuras de las sábanas de nuestra cama bajo las estrellas fosforescentes del techo de nuestro cuarto, dios es un oso de peluche amarillo que nos ayuda a dormir, el gato familiar nos acecha como Shere Khan, somos señores de los ejércitos de hormigas, los campeones del caballo de madera, los reyes del lodo y los árboles.
Por Jorge Arellano Olvera
¿Quién soy, al fin, cuando no juego? Fernando Pessoa
Ciudad de México, 20 de enero (SinEmbargo).- Dice Alberto Manguel en “Entre juguetes”, Juguete tradicional II. La vida en miniatura. Artes de México: “Como a Adán en el Paraíso, se nos asigna la tarea de nombrar lo que vemos y, para poner el mundo a nuestro alcance, se nos dan modelos de transición que podemos tomar y conservar: una muñeca, un oso, un conejo, un castillo”. Si en la niñez los juguetes son herramientas para comprender el mundo, para un adulto son artefactos para articular la nostalgia: son portales a la mañana de navidad, al nacimiento de un hermano, al primer esfuerzo de ahorrar, al regreso de un familiar querido, a una tarde con amigos que ya no ves.
Para la civilización, los juguetes son herramientas que posibilitan la actitud lúdica, sin la cual, según Huizinga, ninguna cultura es posible. El juego antecede a la cultura como representación del mundo y es un mecanismo para enfrentar la insondable realidad. Pessoa antepone a esa idea, con muchísima elegancia, la idea de que la niñez es nuestra vida verdadera:
“Todos tenemos dos vidas: la verdadera, que es la que soñamos en la infancia, y que continuamos soñando, adultos, en un sustrato de niebla; la falsa, que es la que vivimos en convivencia con los demás, que es la práctica, la útil, aquélla en la que acaban por meternos en un ataúd”.
Manguel complementa la idea en su ensayo: “La gente grande divide el mundo entre ‘niñerías’ y cosas que se toman en serio, sin reparar en cuán ridículos, lamentables, tontos o locos son realmente la mayoría de sus empeños. Los niños se saben culpables de lo mismo, pero saben también que sus juguetes son instrumentos aptos para aprender sobre el mundo”.
El mundo como juego y representación se vive más lúcidamente en la infancia. Al final, jugar es un proceso alegórico inverso: nos permite pasar al plano físico nuestro imaginario. Los niños son poetas que fingen el mundo para sentirlo de forma segura a través de la poiesis: ensayan la muerte, el desamor, la amistad, el sexo, el desasosiego, la traición, la dicha, la desilusión, la pérdida y el abandono.
Si la vida verdadera es la infancia, el juego es el espacio que nos permite ejercer nuestro verdadero yo: libres de las consecuencias y límites impuestos por la sociedad, en un videojuego, por ejemplo, es posible ser asertivo, valiente, terrible, bondadoso o vil. Lejos de ser un refugio para experimentar lo que nunca haríamos, son una lupa hacia nuestros deseos ocultos.
El juego permite representarnos y representar al mundo: las relaciones de poder, la lucha despiadada por la existencia, la muerte, el triunfo, la fantasía, el honor, el pacto de verosimilitud que vuelve tolerable la realidad. Transforma lo inasible en barro, madera, papel, plástico, metal y polígonos. Es una miniaturización del universo que permite ser contemplado, cabal, en la pequeña mano de un niño: un caldo de cultivo de toda la cultura.
Juguete tradicional I y II. Artes de México están disponibles aquí. Una sección de Artes de México para Sin Embargo.