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Antonio María Calera-Grobet

19/03/2022 - 12:04 am

La fuerza de la sangre

La fuerza de la sangre, esa ilustre fregona, ya ni es nuestra.

En los individuos como en las naciones, se clama el derecho al disenso, la diferencia. Foto: Andrea Murcia, Cuartoscuro.

La verdadera raigambre de una cultura es la migración. Las mojoneras, las líneas fronterizas, las aduanas cuando significan supremacismo y actúan desde el prejuicio de que los que llegan lo hacen para pudrir los acervos de los anfitriones, asfixian las potencias de cualquier civilización. Las metáforas fundacionales de los caminos recorridos, el de la movilidad de los cuerpos en el mundo, pero sobre todo de las ideas, continúan significando un aire de rejuvenecimiento y es más, la posibilidad incluso del mismo.

La comprobación de que la fuerza de una sangre radica en este nutrimento, en la posibilidad de dejarse allegar por la alteridad, supondría entonces de la participación de estados de vanguardia, de gobiernos soberanos que, seguros de su soberanía, autoafirmados y protegidos por instituciones menos salvajes y más precisas, y por ende más genuinas y poderosas esto último, por supuesto, no por su capacidad militar, su poder de exterminio de lo que no es igual a sí.

Por el contrario, los pueblos porosos, armados desde el deseo de hacerse como esponja, significan una verdadera querencia, guarecencia para al albergar, más que las armadas, los centros comerciales, el corporativismo salvaje, lo que sobrevive del espíritu humano. Hacen, con ello de abrirse, un nuevo y verdadero humanismo.

Aquí y ahora, en esta tierra, debemos sabernos como burritos andinos, troncos que se echaron a las aguas, seres en la espera de su emancipación, la rotura de sus grilletes, en pos de un reconocimiento filosófico de su independencia, genuinidad, pero también de su poder de alimentar al otro al mismo tiempo que a sí misma en un contubernio cultural. En los individuos como en las naciones, se clama el derecho al disenso, la diferencia. Y la anagnórisis que se convierte en catarsis luego de lograr su cometido, aleja a los cánceres culturales más lamentables: el egocentrismo, la soberbia, que llevan irremediablemente a la desecación de los derechos del hombre.

Hay miedo de perder lo que es nuestro. O lo que pensamos que es. Pareciera que, aún sabiendo que debajo de nuestras máscaras somos apenas niños un tanto huérfanos, enfermos hasta la locura por el poder y el dinero, no nos atrevemos a decirnos, regresa, démonos rostro, acontezcámonos antes de desaparecer hundidos en nuestros terruños. Y nos aniquilamos. La parte disidente y la rebaba la destazamos. Lo que huela a cueva, a culturas y no civilizaciones, queremos cortarlo de raíz. Pero no. Estamos ligados ya, heridos todos de incomprensión, asombro y hartazgo. Especies cada una mutantes de la otra a la que quisieran tajar. Bajo el agua turbia, bajo los manteles de las convenciones internacionales para hermanarnos en el capitalismo, que no hacen sino borrarnos las huellas dactilares, hacernos falsamente iguales, que nos licencian con pasaportes ultramodernos como ciudadanos del mundo, nadando en gelatina sin cuajar o a punto de disolverse, sobrevive el pez inatrapable de la identidad, con sus colas de mil colores, y que deberíamos ya haber aprendido a ver.

Hay malas noticias. Y pasmo. Epitafios y programas de asistencia social que son cada vez menos de asistencia y casi nunca del orden de todos. Eso sí hay cine de superhéroes para salvarnos de seres malos imaginarios, millones de niños afectados por comprar figuras de acción para, justo, no accionar. Pero no hay contrato social, cartilla moral con cual identificarnos. Y a pesar de ello, nada no hay nada más importante que lo que subyace con los ojos abiertos. Eso bien que lo sabemos aunque lo queramos ocultar con educaciones sentimentales trasnacionales. Debajo del cuadro de honor de las Naciones Unidas, estipulado por una maestra de edad avanzada y poco sabedora del orden de las cosas, hay siempre, aunque languideciente, agonizante por hemofilia y el plomo de las casas de moneda, una sangre que se rehúsa a enfriarse, y que grita por el auxilio de Natura y un tipo de hombre nuevo, rescatar algún gen que le sobreviva digno.

Malas noticias también malos augurios por falta de interés por diagnosticarnos y atendernos. Y falta de tiempo. Ni siquiera por respeto a aquellos nuestros muertos, los próceres que nos dieron alguna máscara para ocupar como libertad. Hay en este tercer planeta más muertos debajo de nosotros que vivos felices. Son, para las nuevas generaciones, restos humanos desligados de rostro. Apenas eso. Restos. Anónimos. Aunque debiera ser al revés: que ofrendáramos a ellos nuestra inteligencia, les otorgáramos una ofrenda a su memoria, levantáramos desde su vida nuestro curriculum vitae. Sacar su cara del hoyo, saber que ellos lucharon por el pez de mil colores, ellos mismos eran uno, fueron sinónimo de electrones en movimiento entre continentes, traficantes de ideas y acupunturistas de nuestras sociedades, significaría movernos. Movernos es lo que necesitamos. No mudarnos de ropas sino de casas, de sistemas de relación. Volvernos de nuevo patos migrantes, trashumantes, volar o nadar como peces en el agua entre continentes desecados, animales errantes e imperfectos, plenos de frenesí por seguir, por fluir en el universo.

Hay deudas. No bancarias. Deudas de sentido, problemas de ubicación en el mapa de la realidad. Y no podrá darse ningún regodeo más de nuestra humanidad sin otorgar ese rostro a los antepasados, ponérnoslo sin rechazar su sangre derramada, con todo y sus fugas y goteos. Para lograr una nueva escultura social se necesita de nuevo ser madera. No aluminio, acero inoxidable de superhéroe mentiroso, abandonar nuestro ímpetu imbécil por amar más la elevación de nuestro puesto en una oficina, las láminas de los autos de carreras que nuestra propia genealogía o descendencia. La velocidad idiota, el tiempo de la flecha. Porque alguna vez fuimos eso, madera de árbol sagrado, en la metáfora no fósil sino amorosa de lo arbóreo como alternancia, virtud de lo que soñamos como humanos. Los árboles, los deltas de los ríos, las orografías como las venas y arterías que nos recorren y aglutinan, nos piden atención inmediata. Más hombres de madera y menos poliéster. Más madera con todas sus vetas, patos voladores, árboles frondosos, peces de colas multicolores. ¿Acaso aquellos rostros enterrados de nuestros verdaderos héroes y no los imaginarios, con los ojos abiertos sí, pero enterrados al fin, que claman y reclaman su resurrección, esas maderas viejas de donde provenimos, no fueron muertas a hachazos, calcinados en incendios premeditados, finamente provocados y calculados?

Así esto, sólo algunos morirán en ellos. No los ricos, por supuesto, no los privilegiados. Porque somos más humanidad que con base en un derecho de esos pocos contra los naturales se contrata y se despide a cada rato, que una especie que se digne de serlo. Vivimos y laboramos en edificios gigantes como Babel, rodeados de lagos artificiales y pastos sintéticos, falos perpetradores dispuestos a fungir como tótems, obeliscos de lo verdadero. Y ahí, compramos en la milagrosa vending machine, aceitunas rellenas de llantas viejas. Eso sí, con la ayuda rotunda inigualable de la comunicación digital, que no de manos y dedos sino de feudalismos corporativos. Puras funerarias luego de atiborrarnos de naproxeno.

Así las cosas. La fuerza de la sangre, esa ilustre fregona, ya ni es nuestra. Tampoco necesariamente proviene ya, melancólicamente, de algún polvo de estrellas. Hemos dado al traste con cualquier orden establecido. Provenimos del mundo pero este no nos pertenece. Es de algunos cuantos. Y las grandes metáforas de la cultura, el nomadismo, las migraciones para abrirnos, los caminos que vemos por todas partes como dibujos de luz, se han taponado. ¿Qué será de nuestro cuerpo individual y social, de nuestras cordilleras, de aquellos caminos abiertos y ahora clausurados? ¿Dirá por mucho tiempo la sangre todo aquello que nos gritó a través del arte? Ojalá así sea. Que de nuevo la sangre nos diga déjame correr, atrápame o alcánzame si puedes, que no nos sigamos dando de topes contra los muros, tasajeando nuestro rostro a cañonazos. Que seamos de nuevo peces de colas de colores, patos que viajan hacia aquellos confines que hemos casi aniquilado, árboles bien plantados que nos hagan aflorar, asumiendo lo que de paso no podemos cambiar como nuestro sino, nuestro destino, como ungüento de vida para todos nuestros pueblos.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.
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