Saludable

16/02/2014 - 12:00 am

He hecho ya en otra entrega el panegírico de los refrescos: no de todos, no (por favor) como agua de uso pero sí en tanto, digamos, eventual pausa que refresca, excepción efervescente –tanto como la champaña o el prosecco, nomás que más barata– a esa regla que debe ser el agua. No debe extrañar mi postura habida cuenta de mi historia personal. Niño, así como jamás recibí prohibición alguna para leer o ver algo –lo que me llevó a descubrir la Cabaret de Bob Fosse a los 10, la Madame Bovary de Flaubert a los 12 y Playboy y Cosmopolitan (díptico chafa pero resultón que constituye el marco teórico de mi (mala) educación sexual) a los 13–, nunca se me advirtió en contra de los peligros de alimento o bebida algunos. Bebí Sangrías Señoriales y Chaparritas El Naranjo (que, en efecto, no tienen comparación), comí Ruffles verdes (lo es su empaque) y donas verdes (por su glaseado) y disfruté no pocas tardes de Pingüinos Marinela y Duvalín (que sigue gustándome aunque no llegaré a decir que no lo cambio por nada, pues siempre existirá la posibilidad de que alguien viaje a Francia y me traiga de regalo un Carambar). Ésas, sin embargo, eran también excepciones. En casa se comía bien. No con lujos asiáticos (ni europeos) sino como en cualquier familia de clase media mexicana con un antepasado venezolano (concederé que no hay muchas). Una sopa: las más de las veces de una o muchas legumbres, en ocasiones de pasta. Una proteína: res, pollo, pescado, huevos, queso, una vez al año chuletas de cerdo (que mi abuela preparaba con primor si bien las sazonaba con un discurso apocalíptico en que cada bocado sería aquel que nos condujera directo y sin escalas a la psicosis por cisticercosis; no estoy convencido de que estuviera en un error). Un carbohidrato: arroz, pasta (no si estaba incluida en la sopa), papas, un tlacoyo o un peneque o, cuando nos daba por recordar que somos hermanos de la espuma, de las grasas, de las rosas y del sol, una arepa o yuca hervida o frita. Una legumbre cocida: calabacitas a la mexicana, coliflor capeada, nabos asados, brócoli al vapor. Una ensalada cruda (ésa no me gustaba, y es que creí detestar la lechuga hasta que descubrí la escarola, la sangría y el mesclun pero eso no habría de llegar sino con mi emancipación gastronómica). Y, sí, un postre: gelatina, natilla, chongos zamoranos, una fruta o, a lo largo de diciembre y enero, un panettone que iba sufriendo mutaciones morfológicas y cubriéndose de salsas y guarniciones variopintas para disimular su edad. Una jarra de agua dispuesta siempre al centro de la mesa. Vino cuando mi padre venía a comer. (Sólo bebía él, y yo después de los 12 años, acompañada nuestra única copa con la cantaleta que mi madre cultiva a la fecha en tales escenas y en cualquier compañía: “¡Ya van a embriagarse!”.) Café o té (no se haga ilusiones el lector: el primero era Internacional y el segundo Lagg’s pero siquiera adquirí el hábito).

Sopa

Aprendí, pues, a comer bien. Fui gordo muchos años de mi vida pero no por malos hábitos alimentarios sino por sedentario (el ejercicio, por desgracia, no fue hábito que me inculcaran: mi padre solía decir que cuando tenía muchas ganas de practicarlo se acostaba hasta que se le pasaban), por comer demasiados quesos (es un pecado en el que incurro a la fecha; por eso ya no los compro) y por haber heredado de mi familia materna el peor metabolismo del mundo, condena reforzada por la costumbre de mi abuela de aderezar cada biberón con una cucharadita de mantequilla, para que nos pusiéramos sanitos y gorditos. (Madres y abuelas, no hagan esto en casa.) Pero lo cierto es que hoy soy un cuarentón razonablemente sano (a no ser por la hipertensión crónica: otro legado familiar, y acaso una metáfora de mi talante) y que, cuando me lo propuse, pude bajar 28 kilos sin demasiada dificultad y, a mis 36 (años) festejar mi (talla) 32 (de pantalón). (Disculpará el lector pero tenía que presumirlo.)

Concedo, sin embargo, que fui un privilegiado y que lo fui por haber nacido en una familia que sabía comer, que estaba familiarizada de manera si no científica sí intuitiva con los principios de la buena nutrición. No es, por desgracia, el caso de la mayoría de los mexicanos. Y nada tiene que ver esto, creo, con el origen de clase –mi abuela nació rica pero a partir de los tres años tuvo que ganarse la vida ayudando a su madre a coser y lavar ajeno; mi abuelo nació pobre y hubieron de transcurrir muchos años antes de que pasara de vender periódicos a ser dueño de un periódico, varias estaciones de radio y un canal de televisión… que luego, por razones de la turbulenta política venezolana, perdió– sino con la buena educación. Que creo, junto con Bruno Bettelheim –en un libro que todo padre de familia debería conocer y que lleva por título Aprender a leer– es cosa que comienza por casa y en que la escuela incide sólo para resolver carencias. Problema será, sin embargo, que las actuales generaciones de padres mexicanos no sean unas que parezcan gozar de una buena educación nutricional y que el sistema educativo poco haya hecho por remediar esto.

Alice Waters
Alice Waters

En otras latitudes, cocineros celebrados se han esforzado por contribuir a la solución de este problema. Sonado es el caso de Alice Waters, restaurantera fundadora del mítico Chez Panisse de la ciudad californiana de Berkeley y promotora temprana de la cultura (y el cultivo) de los ingredientes orgánicos y locales. Preocupada por los hábitos alimentarios de los Estados Unidos, en 1995 concebiría un proyecto al que nombrara The Edible Schoolyard –El Jardín Escolar Comestible–, destinado a familiarizar a los educandos con la agricultura orgánica y a instilar en ellos buenos hábitos nutricionales. Su declaración de principios figura en una carta dirigida por ella al entonces presidente William Clinton y a su vicepresidente Albert Gore, citada en la biografía de Thomas McNamee Alice Waters and Chez Panisse, que puede adquirirse tanto en formato impreso como electrónico en amazon.com (http://www.amazon.com/Alice-Waters-Chez-Panisse-Impractical/dp/1594201153/ref=tmm_hrd_title_0?ie=UTF8&qid=1392397993&sr=8-1):

 

Queridos Señor Presidente y Señor Vicepresidente:

Nuestro proyecto, The Edible Schoolyard, planea crear y mantener un jardín y un paisaje orgánicos que estén completamente integrados al currículum escolar y a su programa de comidas… Ayúdennos a alimentar a nuestros niños al devolverlos a su sitio ante la mesa, donde podamos transmitirles nuestros valores más humanos. Ayúdennos a crear una demanda de agricultura sustentable pues ésta se halla en el núcleo del sostén de todas las vidas. Hablen de eso; promuévanlo como parte del programa escolar; fomenten el desarrollo de mercados de pequeños agricultores; y pongan el ejemplo con jardines orgánicos en la Casa Blanca y la Residencia Vicepresidencial.

 

Con el apoyo de los Clinton, para 1997, 16 mil escuelas estadounidenses contaban con Edible Schoolyards. El jardín orgánico de la Casa Blanca no se haría realidad en la administración de Clinton pero sí en la de Barack Obama. A este programa se ha sumado uno de comidas escolares, bautizado con toda literalidad School Lunches, lanzado como piloto en el distrito escolar de Berkeley, donde los niños consumen vegetales y frutas orgánicas todos los días y se acercan a la alimentación desde una perspectiva histórica, científica y artística. Casi veinte años después, Waters no ha visto su sueño cristalizarse por completo pero ha sembrado las semillas –discúlpeseme lo evidente de la metáfora– de una revolución educativa que ya comienza a rendir frutos en otras zonas de Estados Unidos, en Europa y, ahora, en México.

Edible schoolyards
The Edible Schoolyard

El miércoles pasado, la Secretaría de Educación de la ciudad de México –con la colaboración del Gobierno del que depende, del gobierno federal, de la UNAM y de los chefs del Colectivo Mexicano de Cocina, entre otras instituciones– dio a conocer el programa SaludArte, que contempla la introducción de educación artística, nutricional y para la salud en las 100 escuelas más desfavorecidas de la capital. En lo que toca estrictamente a la comida, las escuelas SaludArte –que irán ampliando su número hasta alcanzar, de acuerdo al compromiso anunciado ese día por la secretaria local Mara Robles y el secretario federal Emilio Chuayffet, la totalidad de las primarias públicas del Distrito Federal para 2017– ofrecerán sin costo a sus alumnos menús diarios nutricionalmente balanceados, diseñados por algunos de los chefs más reconocidos del país –se cuentan entre ellos Enrique Olvera, Mónica Patiño, Alicia Gironella, Daniel Ovadía, Edgar Núñez, Mikel Alonso y Elena Reygadas– no sólo para garantizar que hagan a la semana al menos cinco comidas equilibradas, nutritivas y ricas sino para incidir sobre sus hábitos alimentarios y, a través de ellos, ojalá que sobre los de sus familias.

Las ambiciones de SaludArte son, por lo pronto, modestas. Necesitado de una titánica labor de cabildeo y lastrado por el escaso presupuesto y la indefinición institucional endémica de la autoridad educativa local, hubo de requerir de una titánica labor de cabildeo casi exclusivamente personal de la secretaria Robles para rendir hoy sus frutos discretos pero certeros, amén de una promesa de futuro que se antoja esperanzadora y, ajem, nutricia. SaludArte es pues, saludable. Porque fomenta la salud física y cultural de sus beneficiarios, claro, pero sobre todo porque es digno de saludo, de ponerse de pie y quitarse el sombrero, de cultivar los mejores modales, cosa siempre recomendable ante la mesa como ante el pupitre y, ojalá, como parece evidenciar este caso, ante el escritorio.

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Nicolás Alvarado
en Sinembargo al Aire

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