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Sandra Lorenzano

15/11/2020 - 12:02 am

Sin sol posible

Solemos pensar que la poesía nos “salva”, aunque sepamos, en nuestro fuero más íntimo, que no hay salvación posible; sólo hay, a veces, un quiebre en la helada superficie del miedo que permite que intuyamos apenas las turbulencias profundas de las suicidas.

Solemos pensar que la poesía nos “salva”, aunque sepamos, en nuestro fuero más íntimo, que no hay salvación posible. Foto: Tomada de Facebook.

Una loba en el filo de la grieta (1)

Palabras degolladas, 

caídas de mis labios

sin nacer;

estranguladas vírgenes

sin sol posible; 

sesadas de deseos.

henchidas… (2)

Se llama La Perla. Era, en mi infancia, una playa alejada del centro. La recuerdo siempre como una postal de invierno: el cielo gris, las enormes olas rompiendo sobre la arena donde quedaban pegados montones de espuma amarilla que nosotros celebrábamos como una fiesta. El viento impiadoso del Atlántico sur nos hacía sentir a la vez poderosos y frágiles. Ese mundo nos pertenecía aunque nunca pudiera ser nuestro: era de la fuerza oscura del agua y el aire.

Al volver al hotel, apenas del otro lado de la calle, nos esperaba el “abuelo León” con café con leche humeante y las medialunas más ricas del mundo. Don León le decían allí, en su reino, a ese ruso alto, de ojos grises casi transparentes, que adoraba a su nieta, mi madre y, por carácter transitivo, a nosotros. Había llegado a la Argentina en 1910, con la abuela Fanny y una bebé de nueve meses que con el tiempo sería mi abuela. Huían de la violencia antisemita y del fracaso de la revolución de 1905. Un objeto fundamental de la mitología familiar es el kepí atravesado por una bala que se dice que perteneció a un hermano de León, y que hoy está en un museo de Moscú.

Desde la ventana de la habitación se veía el monumento blanco que señala, dicen, el punto exacto en que Alfonsina Storni entró al mar buscando la muerte. ¿Usó mamá la palabra “suicidio” cuando nos contó la historia? ¿Dijo “se suicidó”? No lo creo. Mi hermano y yo éramos muy chicos –tal vez ni siquiera fuéramos a la primaria todavía- la primera vez que preguntamos qué era ese monolito. Además, después lo descubrí, en mi casa “suicidio” era una palabra que no se pronunciaba. Todavía hoy no tengo clara la historia de esa tía de mi madre que se colgó cuando tenía dieciocho años. Mi familia no hablaba demasiado de los muertos y menos aún de esas dos hermanas jóvenes que murieron con poca diferencia de tiempo: una de cáncer, otra enloquecida de tristeza. Las dos marcas de la familia materna, el maldito gen BCRA y la locura.

En mi cabeza de niña, Alfonsina y la tía Sara eran casi la misma persona. Igual de cercanas a nosotros, igual de inquietantes, Y ese pedazo de playa, nuestra playa, guardaba el secreto de ambas.

Cuando Natalia Ginzburg escribió ese delicioso libro que es Léxico familiar sabía que, en todas las familias, tanto como las palabras nos marcan los silencios. Aquello de lo que no se habla, lo que apenas se insinúa en voz baja, crea en la imaginación infantil las historias más fantásticas o las más aterradoras. Algunas logramos intuirlas, otras no quisiéramos descubrirlas jamás.

De Alfonsina Storni recuerdo el poema que venía en el libro de lectura de cuarto grado y puedo recitarlo, más de cincuenta años después, como si lo hubiera aprendido ayer. Creo que todas las argentina de mi generación lo recordamos. Sin saber exactamente de qué hablaba, a los nueve años me parecía un canto doloroso y a la vez libertario. ¿Con qué derecho venía ese “tú” a exigirle nada a mi poeta?

 

Tú me quieres alba,
Me quieres de espumas,
Me quieres de nácar.
Que sea azucena
Sobre todas, casta.
De perfume tenue.
Corola cerrada
(…)

Tú que el esqueleto
Conservas intacto
No sé todavía
Por cuáles milagros,
Me pretendes blanca
(Dios te lo perdone),
Me pretendes casta
(Dios te lo perdone),
¡Me pretendes alba!

Huye hacia los bosques,
Vete a la montaña;
Límpiate la boca;
Vive en las cabañas;
Toca con las manos
La tierra mojada;
Alimenta el cuerpo
Con raíz amarga;
Bebe de las rocas;
Duerme sobre escarcha;
Renueva tejidos
Con salitre y agua;
Habla con los pájaros
Y lévate al alba.
Y cuando las carnes
Te sean tornadas,
Y cuando hayas puesto
En ellas el alma
Que por las alcobas
Se quedó enredada,
Entonces, buen hombre,
Preténdeme blanca,
Preténdeme nívea,
Preténdeme casta.

Alfonsina Storni caminando por la rambla de Mar del Plata. Foto: Archivo General de la Nación Argentina.

¿Cómo contar la historia de Alfonsina niña, sensible al extremo del desequilibrio, hija de un padre alcohólico y de una familia amenazada siempre por la pobreza? ¿Cómo se habla de los amores infelices, de la vergüenza de ser madre soltera a los veinte años, del pánico ante un cáncer que no deja de avanzar a pesar de las operaciones y de los cuidados? Solemos pensar que la poesía nos “salva”, aunque sepamos, en nuestro fuero más íntimo, que no hay salvación posible; sólo hay, a veces, un quiebre en la helada superficie del miedo que permite que intuyamos apenas las turbulencias profundas de las suicidas.

Irónicos, críticos, dolidos hasta la desesperación, los versos de Alfonsina –que hoy  leemos como un manifiesto sobre la condición de la mujer-, han resonado para mí siempre con la voz de Sara, esa tía abuela a la que no conocí, y que se colgó en el hotel de sus padres cuando era apenas una adolescente.

La poeta entró al mar, ahí justo frente a nuestra ventana, el 25 de octubre de 1938. Mi madre había nacido un año antes y le pusieron como segundo nombre el de la tía de la que no se habla. La huella de los nombres, un maldito gen y el precipicio de la locura, venían en el barco con mi abuela bebé: judía, comunista, y amante de la vida. También esa fuerza corre por nuestras venas. A ella intentamos aferrarnos las mujeres de mi familia.

El hijo y después yo y después… ¡lo que sea!
Aquello que me llame más pronto a la pelea.
A veces la ilusión de un capullo de amor
Que yo sé malograr antes que se haga flor. 

Yo soy como la loba,
Quebré con el rebaño
Y me fui a la montaña
Fatigada del llano. (fragmento de “La loba”)

 

 2.

Estar en carne viva, como lo están las verdaderas poetas, es un riesgo. Un riesgo de vida, incompatible, claro, con aquello que desde fuera se considera “celebrable”: actuar acorde a lo establecido, escribir sin incomodar, hablar bajito o mejor callar, sonreír y peinarse para actuar en público; fingir que es un “oficio” más; que el cuerpo permanece impávido ante aquello que nos circunda, sea el amor o el dolor, el deseo o los duelos. Estar en carne vida no responde a escuelas, tendencias, mercados ni lectores. Escribir poesía es otra cosa. Los poetas lo saben. Y especialmente las poetas lo saben. Desde Safo hasta hoy, la muerte las ronda, las corteja, las seduce, porque estar en carne viva desacomoda, duele y vulnera.

La búsqueda poética es siempre tropiezo, balbuceo, jamás certeza. Recuerdo ahora esta frase del bellísimo libro Poema y diálogo en el que, al referirse a Hölderlin, Gadamer escribe:

Hablar es buscar la palabra. Encontrarla es siempre una limitación. El que de verdad quiere hablar a alguien lo hace buscando la palabra, porque cree en la infinitud de aquello que no consigue decir y que, precisamente porque no se consigue, empieza a resonar en el otro. Algo de esta sabiduría del balbucir y enmudecer sea tal vez la herencia que nuestra cultura espiritual deba transmitir a las próximas generaciones (3).

Sí, aún defiendo la posibilidad de hablar de una cultura espiritual, como Gadamer; de hablar de lo sagrado, de la fuerza de los silencios, cuando pienso en poesía. Desde el desgarramiento de quien no cree más que en la búsqueda, porque el encuentro “es siempre una limitación”, porque las certezas se vuelven cajas en las que hay, obligadamente, que acomodar lo inefable. ¿Hay mayor contrasentido que esa obligación?

La búsqueda poética es dolorosa. ¿Lo saben acaso quienes nunca se han sumergido en las aguas turbulentas que acogieron a Alfonsina? ¿O en el desagarro inacabable de Alejandra Pizarnik, de Marina Svetáieva, de Amelia Roselli, de Sylvia Plath, de Virginia Woolf, de Ana Cristina Cesar, de Florbela Espanca? Escribir es siempre habitar en el filo de las grietas, en un equilibrio inestable y atemorizante. O en el filo del encuentro y la epifanía.

No sé mucho sobre géneros –contesta Anne Carson cuando le preguntan por su desafío constante a los límites-. Eso es lo más cercano que entiendo a la poesía. Para mí es un espacio, una pausa entre género y género, entre palabra e imagen, entre pensamiento y movimiento… Es como ese ciervo que no estás segura de haber visto al atardecer. Solo ha estado ahí un segundo y simplemente se fue (4).

Un ciervo apenas entrevisto en el filo de la grieta.

***

1) Este texto es un fragmento del artículo que se publicará en el libro coordinado por Arnoldo Kraus, Suicidio: un enfoque multidisciplinario, México, Penguin Random House (en prensa).

2) Alfonsina Storni, “Palabras degolladas”, en Mundo de siete pozos, Buenos Aires, Sociedad Editora Latino Americana, 1934.

3) Hans-Georg Gadamer, Poema y diálogo, Gedisa, Barcelona, 1999, p. 12.

4) Anne Carson, “La poesía es el espacio que hay entre dos realidades”, entrevista de Andrés Seoane en El Cultural, 24 de junio de 2020. https://bit.ly/2Ix9KBQ

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).
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