Nos quejamos y con razón de que una escuela de la domesticación como la que tenemos es inútil, además de inmoral. Niños domesticados no es sinónimo de niños educados, aunque la jerga popular siniestramente tienda a equipararlos. Domesticado quiere decir casi castrado muchas veces, ¿no es verdad?; para que se comporte, para que se adapte, para que calme sus bríos silvestres. Domesticado quiere decir dominado. Y para dominar hace falta aplacar, ¡cómo no!; y para aplacar hace falta reducir los ímpetus, los énfasis, las ganas en general y las pulsiones esenciales. Y así funciona.
¿Crees que estoy exagerando? No lo creo; tal vez esté provocando, que no es lo mismo. El diagnóstico es correcto; cambian las estrategias de exposición, simplemente. Y a esta estrategia de la provocación bien podríamos llamarla también “técnica de la exageración”… Pero volvamos. Ken Robinson se quejó célebremente de que la escuela mata la creatividad y es más o menos lo mismo. Les cortas las alas, cuando no los huevos. Ellos entran bravíos y acaban eunucos; entran sabiendo y salen repitiendo; entran queriendo y acaban simplemente obedeciendo y repitiendo. La dirección tiene esa difundida costumbre de esperarlos en la puerta para garantizarse –institucionalmente- de que serán debidamente vacunados al ingresar. La domesticación falla si no se aplica a tiempo. Si no le acostumbras a mear fuera antes de los 6 meses, luego acabas cada tanto teniendo que tirar el tapete a la basura. Esa necedad de querer ser como se es crece con la edad, si no se la opera a su hora. En los niños lo mismo; y más aun en manada.
Ya hicimos alguna vez la metáfora, pero la sala de aula del primer mes de clase se parece mucho al torero delante del toro bravío y erguido del primer tramo de la corrida. No da para floreos; es la hora del dominio. Hay que reducir a ese animal para que no se confunda y nos acabe llevando por delante, que es lo que le vendría en gana hacer a esas alturas. Hay que reducirlo con arte, que esa es la gracia de todo aquello; pero hay que reducirlo. Reducirlo es calmarlo, cansarlo, ponerlo en caja, hacerle acatar las reglas de ese duelo; reducirlo es quitarle posibilidades a sus bríos, a sus genes tal cual vienen y su libido tal cual es, y hacerlo caer en nuestra dominación. El toro es más grande, más fuerte, más vital y tiene más potencial ahí dentro; sin embargo acaba perdiendo porque la institución lo domina con sus artes, ora más altas ora más bajas, dependiendo de las épocas, los nombres, las geografías y ciertas otras coordenadas sociales. Y cuando pierde, primero lo reducimos, luego le cortamos las orejitas, más tarde lo matamos, luego de un largo sangrado paulatino, y acabamos cortándole los huevos por si se volviera a despertar. Pero la parte que me interesa es la de la corrida misma, que para mi ésa es la escuela. Tal como ella está diseñada, si no hay dominio no hay espectáculo; o peor aún, el espectáculo es el del dominio. La reducción de la parte pulsional al control de la parte racional es el show. ¿No se parece a la escuela? El sometimiento del puro ímpetus al experto manejo de la técnica construye la escena. Yo no quiero escuelas toreras.
Pero demos un paso más. ¿Qué se hace con esos ímpetus si no es dominarlos? Tampoco parece que sea cuestión apenas de dejarlos desplegarse, como si estuviesen en la selva. Las escuelas no son clubes tampoco, hemos oído más de una vez, y es verdad. La escuela debe llevarlos a un paso mayor de desarrollo que no está inscripto en su código genético y no se desarrollará solo; debemos intervenir para hacerlos crecer. Como se ve, no estoy proponiendo una escuela abstinente, que deje al toro correr, pastar y demás a su antojo. También quiero una escuela que dé espectáculo, pero el del toro, no el del torero.
La metáfora que más me gusta en este punto es la del surf. El surfista no reduce las olas ni trata de domesticar al mar; ni se le ocurriría. Y no solo porque parece imposible, sino sobre todo porque él sabe que necesita del mar, de la fuerza vital del agua en movimiento. Así como no hay torero con toro bravo, no hay surf con mar calmo. Son exactamente las antítesis. El surf vive de la capacidad del surfista de navegar la fuerza compleja del mar; y trabaja su relación con el mar, que no es de reducción ni domesticación, sino de respeto y comprensión; y de manejo de los miedos, también. El surfista no corta nada; al contrario, aprovecha todo. Cuantos más bríos mejor, aunque le dén miedo. Respeta y admira al mar. Lo contempla y jamás de los jamases se le pasa por su cabeza llevárselo a casa castrado y de mascota. El surfista alimenta al mar que lo realimenta; enaltece al mar que lo empuja y muchas veces lo somete. El surfista sabe que pierde si juega a la fuerza, por eso se asocia, como el jinete, que no es el torero.
La escuela no sabe jinetear, ni mucho menos surfear las fuerzas vitales de sus alumnos. Manipula la calma de sus mares y después se queja porque nadie surfea allí. Pero sin impulso no hay salto. Rompe la vitalidad de su material y lo encajona en compartimentos estancos que llama a veces aula, otras veces grupo, otras veces libro, materia, turno (y luego profesor por aula, grupo, libro y materia) o tantas otras cosas, hasta a veces incluso hombres y mujeres. La escuela que tenemos no sabe ponerse a merced de ninguna fuerza que la potencie; ni siquiera eso que Sir Robinson llama la creatividad. No lee bien lo social ni lo genético ni lo sexual ni nada.
Cuando un niño entra en la escuela entra con ganas. Puede ser que aquello lo cohíba, lo desconcierte, lo abrume, pero lo que no puede ser es que lo aburra. Lo aburrirá después, cuando la conozca, pero al principio ese colectivo animado, múltiple y desbordante genera deseo. Nosotros deberíamos ser capaces de tratar esas ganas como el surfer trata las buenas olas: con detalle, con respeto y procurando por todas los medios no perdérselas jamás (por eso se amanecen en la playa tan a menudo). Sabe que mientras la ola brame él tendrá chances; y que cuando no, no. La escuela olvidó esa lección. Sin una juventud deseosa y con ganas, ansiosa y lanzada, no habrá manera de conseguir nada que valga la pena. La escuela debe trabajar esas ganas; y para trabajarlas debe entenderlas.
Luego, saber también que el aprendizaje no son las ganas, sino un producto bien mediatizado a partir de esas ganas. El niño que tiene ganas no aprendió aun, pero sin ganas será imposible que aprenda. No es difícil de entender; tal vez sea difícil de practicar, como el surf. El patético de un surfer sin olas es el mismo patético de una escuela desganada y obligatoria. No vale la pena ni intentarlo; mejor dormir un poco más. El surfer lo sabe; la escuela, no. Madruga día tras día sin darse cuenta de que en esa playa ya no hay olas.
Necesitamos a los niños deseosos y desordenados. ¿Que si sería mejor que fueran de otra manera?, no sé, pero así son, como las olas del mar. Nos toca aprender –sí, a nosotros, la escuela- a trabajar con una materia –y un material, también- que se mueve, que se desajusta, que late, respira, brama y se desborda; es nuestro primer aprendizaje. Entender de una vez que a ese ímpetus que pone las cosas en marcha no podemos sustituirlo por ningún otro, y muchísimo menos por mecanismos coercitivos como la obligación y la culpa. Eso no jala. Jala el deseo, por más desobediente e impar que sea. Y cuanto más jale, más oportunidades tendremos como institución de hacerlo algo bueno de verdad.
Es como el “Parkour”, ¿lo viste? No hay manera de trepar aquellos techos si no traes esos enviones masivos que esos arrojados traen. Si lo demoras, si te reduces y te lo piensas, no habrá manera de trepar ni hasta las ventanas.