Cuando el poema revienta el cascarón reduccionista de la literatura algo nuevo acontece, afirma nuestro colaborador habitual Enrique G.Gallegos en esta nota que celebra los 40 años de la edición de El pobrecito señor X, de Ricardo Castillo
Por Enrique G. Gallegos
A Ricardo Yáñez Ciudad de México, 9 de abril (SinEmbargo).- En algún momento la poesía logra salir de los estrechos pasillos de la literatura e ingresa en el mundo social. Pocos libros de poesía pueden realizar semejante paso: lo dan porque les es impuesto por una fuerza ajena; lo dan porque llevan la cifra de acontecimientos sociales que son reconocidos por los lectores; o porque el autor vislumbra huellas que serán en algún momento descifradas. Que sea una fuerza externa, un hecho social o la voluntad poética, termina por ser irrelevante. Cuando el poema revienta el cascarón reduccionista de la literatura algo nuevo acontece.
Y eso que acontece debe ser ponderado. Por un lado, aparecerá el lamento del purismo literario: la antipolítica que hace del poema zona incontaminada, juego de formas y tradiciones. Es la gestión decimonónica de la poesía; la infancia del poeta que se niega a crecer y teme que el mundo le arrebate sus juguetes.
El poeta, a fuerza de seguir esa fe decimonónica en lo inmaculado del poema, quizá ni se ha enterado que vivimos en el siglo XXI. Y cuando el poema choque con la realidad social, sólo se lamentará o lo descalificará porque no entiende su época, porque si su cuerpo vive en el siglo XXI, su alma sigue enajenada en el XIX.
Buscara la poesía en el poema y en el poema la poesía, como esos enajenados de los malls que persiguen el alma en la mercancía y la mercancía en el alma. Pero también está el poeta que desliza otro lamento. El lamento de la falta de compromiso, de la insuficiencia y la carencia en la militancia política. Se afirmará: grande el poeta por su compromiso moral, por su lucha ante las injusticias, por sus oscuros días en la mazmorra. El poema nunca hablara por sí; será el maniquí de fuerzas y la gestualidad de materialidades comprometidas. Lo que no descansa en la evidencia partidista —por no estar en las filas de los “bienintencionados” de la historia—, terminará en la frivolidad y la desconfianza.
Un alegato estetizante frente al alegato moralizante.
El poema como aire o el poema como cadena.
Se dirá que esquematizo: ahí está la riqueza y variedad de la poesía en el siglo XX; pero la vigencia de esta tensión la corrobora la presencia de dos paradigmas de poetas: el antiintelectual que puede hablar bien de ciertas tradiciones poéticas, pero no tiene empacho en ser ignorante en cualquier otro tema; en el otro extremo, el freelancero, el poeta ignorante de las tradiciones y que reduce la poesía al compromiso social o a las derivas híbridas, presentándolas como una eterna novedad.
Antiitelectualismo y freelance, en la cima de la autoexposición propiciada por las redes sociales, exhiben sus complementarias ignorancias como trofeos de nueva barbarie.
EL POBRECITO SEÑOR X, DE RICARDO CASTILLO
En las líneas que siguen quiero sugerir que lo significativo de El pobrecito señor X —libro de poemas de Ricardo Castillo que este 2016 cumple 40 años de haberse publicado— consiste en inscribirse en coordenadas allende la pobreza del esteticismo y los exabruptos de la militancia partidista y en crear una zona de tensión entre el poema y lo social, entre la voluntad para poetizar la subjetividad singular del autor y la narración de experiencias más amplias, articulándolas con ciertos estados de ánimo y ciertas disposiciones morales.
En una nota aparecida en La Jornada, otro Ricardo, Yáñez —poeta de fino oído en tiempos que privilegian el ruido—, comentaba que él fue el editor de El pobrecito señor X y que lo diseñó Enrique Martínez dentro de la colección “El Ciervo Herido”, del Centro para el Estudio del Folklore Latinoamericano en Guadalajara.
El libro lleva fecha de edición del 15 de julio de 1976 y se tiraron, al menos eso se afirma en el colofón, mil ejemplares.
Varias cosas se podrían afirmar de El pobrecito señor X, pero por el momento sólo me quiero detener en ciertas palabras ordinarias, usadas comúnmente para ofender o para mostrar la exaltación del ánimo; palabras altisonantes, que son consideradas vulgares, bajas y ofensivas.
Palabras que —se decía— eran propias de los canallas. Hay un poema, “«El que no es cabrón no es hombre»” en el que aparecen nueve palabras de ese tipo (chingar, cabrón, pendejo, puto, pinche, etc.). Se puede argumentar que en las palabras árbol, jazmín, aire y hojarasca anidan las posibilidades de algo poético. ¿Por qué en las palabras puto y pendejo no?
Y no habría que despacharlas sin más como meras incorrecciones o groserías. El uso que Castillo hace del lenguaje no es desde la “bella expresión”, sino desde la ironía y el humor. Repitamos por enésima vez el conjunto de contraseñas que singularizan esa poesía (y que Evodio Escalante registró en una conocida antología de 1988): “como alguien me lo dijo una vez: Valgo Madre”; “la realidad es una broma que ya me está poniendo nervioso”; “yo sólo quiero ser el meón más grande de la existencia”, etc. Es desde este filón antioxidante que las “malas palabras” entregan una experiencia y una visión del mundo.
Es una visión particular que no se constituye en una cosmovisión a la manera de los poemas homéricos, pues en la modernidad la capacidad de la poesía para hacerse de esas Weltanschauung se ha adelgazado al punto de tornarse espiritismo de Coca-Cola. La poesía como paideia está liquidada y forma parte de la historia de la humanidad.
Pero, con todo, El pobrecito señor X registra en lenguaje poético los estados de ánimos, las coordenadas políticas y ciertas preocupaciones culturales de los jóvenes de finales de los ’70, pero sobre todo de los ’80. Es el mundo de la generación inmediata posterior a las revueltas estudiantiles de los ’60.
Una generación de jóvenes radicalmente urbana, incrédula, escéptica del poder y escéptica de la revolución, que gastaba sus tardes en las tocadas de rock o en las esquinas de las colonias clasemedieras, que fumaba marihuana no para demostrar que la revolución era posible, sino “nomás por nomás”, para constatar que el “valemadrismo” también es poético.
Un año después de la edición del libro, Monsiváis describió de manera sobria parte del programa de esa generación: una poesía en la que “irrumpa (molesto y divertido, vulgar y efímero) lo cotidiano.” Una generación para la que las crisis económicas terminaron por volverse un lenguaje normalizador y para la que aquella tragicómica expresión del presidente López Portillo (“defender el peso como perro”) no hizo sino registrar, además de la miseria del poder y el desencanto revolucionario, la caída de la poesía solemne y grandilocuente.
Es de ese contexto del que El pobrecito señor X abreva sus poemas recargados de ironía y humor juvenil. Por supuesto, no es la primera vez que algo así se hace en poesía (ahí están Efraín Huerta, los estridentistas y Jaime Sabines).
Así como con López Portillo asistimos a una brutal caída del valor de la política (incubada cuando menos desde Díaz Ordaz y sus políticas represoras), con sus prácticas de orgulloso nepotismo y sórdida grandilocuencia; con El pobrecito señor X presenciamos un proceso inverso: el izamiento del “lenguaje vulgar” al estatuto de lo poetizable. Este doble movimiento: vulgarización de la política y ennoblecimiento de la grosería, es parte de desplazamientos históricos más amplios, que hoy, cuarenta años después de la publicación de El pobrecito señor X, lo sabemos con mediana certeza: eran advertencias de que algo se gestaba y forma parte del nacimiento de una nueva época, que percibimos pero comprendemos de manera todavía oscura.
La disputa de que sea esa época y la polémica por su justa denominación —sociedad post-industrial (Bell), posmodernidad (Lyotard), postradicional (Habermas), sociedad del riesgo/líquida (Beck/Bauman)— sólo demuestran lo endeble de su estatuto histórico.
Con todo, Ricardo Castillo fue el primer aviso de que hace cuarenta años algo se gestaba. La vigencia de ese aviso poético lo demuestran los jóvenes que todavía se identifican con la ética de El pobrecito señor X. Su huella social es esa x; la x que los jóvenes amorosos escriben en el tronco del árbol; la x que el lascivo dibuja en el baño público o el tosco grafiti en los muros de las esquinas del barrio. Son, como el mismo Castillo sugiere en una entrevista, las crónicas de cualquiera. Con tal de que ese cualquiera sea joven.
Quizá hasta se pueda sugerir que El pobrecito señor X contribuyó a la formación de una nueva modalidad de poesía. Así como existen poemas de la ciudad, del amor, del eros o sobre la naturaleza, tendríamos una poesía de juventud. Sólo que no se trataría de una edad, sino de una poesía que captura ciertos estados de ánimo. Si la poesía de la ciudad despuntó con la poesía de Baudelaire y la base material del París como “capital del capitalismo”; la poesía de juventud podría significar el auge de una época que rechaza lo viejo y se obsesiona con la actualidad del presente.