(escrita tras algo más de 12 horas de ayuno)
A lo largo de los primeros 35 años de mi vida, desayuné, o cuando menos fingí hacerlo. Niño, pese a mis súplicas remolonas de trocar alimento por sueño, mi abuela me levantaba de la cama antes de las 7 de la mañana a fin de que, al llegar a la escuela a las 8 y media, lo hiciera “bien desayunado” –confieso que la recurrencia de las formas pasiva y pronominal en la conjugación del verbo desayunar siempre me ha perturbado, al sugerir como lo hacen que es uno quien sirve de desayuno o, peor, que incurre un día a día en prácticas autófagas– y, cuando fracasaba en su empeño, me obligaba a beber de un trago una mixtura sabrosa pero acaso demasiado rica (en casi todo), consistente en un vaso de leche, dos huevos, una cucharada de azúcar y un chorrito de vainilla, todo licuado, sí, pero no tanto como para ahorrar a mi inocente estómago infantil una sensación de pesadez que tardaba horas en remontar.
Como tantos, pasé de la tutela de una mujer –la ya referida abuela en mi caso; mi madre tenía el buen gusto de salir a trabajar a las 6 de la mañana, perseguida ella misma hasta el automóvil por su propia progenitora, vaso de jugo recién exprimido en mano– a la de otra: la mía, es decir la que hizo suyo mi corazón, mis pensamientos y mi cuerpo, sólo que –¡ay!– incluidos también el estómago y los intestinos. Cierto: hubo una pausa entre ambas regencias sobre mis hábitos alimentarios matinales –el año y medio que vivi solo– pero no duró lo suficiente para enseñorearme de mi mismo, por lo que hube de ceder a la presión femenina de nuevo y, antes de salir a trabajar, zamparme de mala gana un tazón de cereal con leche y fruta en un primer tiempo, un plato de queso blanco asado con frijoles y una tortilla en otro.
Quiso la vida, sin embargo, que hace siete años asumiera yo un trabajo que me obliga a salir de casa varias veces a la semana poco después de las 7 de la mañana, y que tuviera yo la habilidad de convencer a mi mujer de que los minutos de sueño que me robaba el desayuno eran valiosísimos, y que desayunaría yo a las 9, terminado mi primer empeño profesional del día. Quiso también la vida que más o menos por las mismas fechas hiciera yo un amigo, que ese amigo deviniera primero una suerte de mentor y después mi socio profesional, lo que nos llevara en una época a reunirnos con frecuencia a primera hora de la mañana, fundamentalmente para chacotear, so pretexto de atender urgentes asuntos laborales. Mientras me obligaba yo a embutirme aquel queso, aquella omelette, aquellos molletes, lo veía yo consumir un menú mucho más frugal y –para alguien que, como yo, apenas comienza a sentirse más o menos humano a eso de las 12 del día– apetecible: café –a veces espresso, las más de las veces capuchino–, jugo de toronja, en ocasiones un panecillo. El referente era claro: su costumbre alimentaria matinal era europea –continental, diría cualquier anglocentrista menú hotelero–, influida por aquellos viajes anuales que realizara durante más de una década a la Italia natal de su primera mujer, tierra donde se desayuna temprano en un bar –que en italiano quiere decir un café, y que lleva ese nombre por la barra de madera o de granito que constituye su principal pieza de mobiliario, a la cual se adosa uno de pie para disfrutar la prima colazione– nada más que caffè e brioche, nombre erróneo que dan los italianos a cualquier pieza de pan dulce de las que los franceses llaman, en reconocimiento a su deuda con la tradición panadera austriaca, viennoiserie. Azorado y envidioso, le pregunté entonces las razones de su elección alimentaria. “Pues es que no soy albañil”. ¿O sea? O sea que, argumentaba mi amigo con más lógica que clasismo, desayunar fuerte –entiéndase por fuerte no sólo mucho sino también muchas proteínas y grasas– estaba muy bien para aquellos que habrían de quemar una gran cantidad de calorías a lo largo de la mañana merced a un trabajo de gran exigencia física pero se antojaba redundante para quienes la dedicaríamos a estar sentados ante un escritorio… o ante la mesa de un café. La exposición me pareció impecable.
Fue también por ese tiempo que, otra vez alentado por mi mujer –y mi agradecimiento al respecto es tanto que compensa la tiranía desayunística a la que me sometiera por años– me vino a la cabeza perder de una vez por todas mis más de 25 kilos de sobrepeso. A este efecto, y desde los 14 años, había probado todo tipo de dietas, alguna de las cuales –el programa de Jenny Craig– había funcionado pero sólo mientras la observé; a los pocos años vino el rebote (si no es que los rebotes a lo Humpty Dumpty, que bien podía dar merced a mi panza). Osado y en plena mid-life crisis, decidí probar a comer cómo verdaderamente me lo pedía el cuerpo, declarando en ese mismo acto mi independencia alimentaria. Nada, o casi nada –un trozo de queso, una fruta– en la noche (a menos de que tuviera yo que asistir a una cena, caso en el que comía de buen grado y con buen apetito lo que los anfitriones o el chef hubieran preparado). Todo, o casi todo –entrada, plato fuerte, postre; aperitivo, vino, digestivo– a la hora de la comida. Y sólo café –espresso siempre– y jugo de toronja en la mañana, con la posibilidad de adicionar a ello un pan dulce cuando me encontraba en un sitio cuyos hornos lo ameritaban.
Así baje 28 kilos en tres años. Y llevo casi dos en ese mismo peso.
Italia no es el único país en el que el desayuno consiste en pan y una bebida caliente: así sucede también en Francia –café au lait et croissant– y en España –verbigracia los churros con chocolate, que el sentido común (y las siluetas estereotípicas de los españoles) nos aconsejará frecuentar menos. En el caso francés, por ejemplo, ese exacto menú es cosa relativamente reciente: si los croissants son tenidos por los franceses por una viennoiserie será porque, en efecto, habrían de llegarles de Viena en 1837, cuando los austriacos August Zang y Ernest Schwarzer inauguraran su Boulangerie Viennoise en París y ofrecieran, entre otros panecillos, ése, que habría de causar furor. La costumbre, sin embargo, resulta mucho más añeja: en la Grecia antigua, el día comenzaba con una comida ligerísima, llamada akratisma, lo que puede traducirse como “un poco de no mezclado”, donde lo no mezclado es el vino –que los griegos solían diluir con agua salvo en este horario, a fin de procurarse la estimulación necesaria para enfrentar la jornada– en que se remojaban unos pocos pedazos de pan; y no bien despertaban los romanos imperiales tomaban el jentaculum, que significa “algo pequeño durante el ayuno”: otra vez pan y vino, lo que, a su juicio, no lo interrumpía–ésa sería la función del prandium, equivalente de nuestro almuerzo– sino que apenas entretenía el hambre.
La griega y la romana son civilizaciones mediterráneas y de ellas son herederas la francesa, la italiana y la española, por lo que no sorprende que conserven la costumbre del desayuno ligero. (El paso del vino al café y el chocolate habría de llegar con el descubrimiento de América… y quiero pensar que con un cierto cultivo de la responsabilidad.) Otra tradición es la germánica, donde a los alimentos acostumbrados por los mediterráneos –incluidas las viennoiseries– se suman quesos y salchichas. Y otra más (y más voraz) es la británica, cuyo desayuno emblemático incluye avena, huevo, varias formas de charcutería, champiñones, tomates, pan, mermelada y té. Hay una explicación para ello, y tiene que ver con el clima: cuanto menor es la temperatura ambiente –y he vivido días londinenses en que anochece a las 4 de la tarde– más necesita el cuerpo combustible para funcionar. Favorecidos por la calidez del clima mediterráneo, franceses, españoles e italianos no necesitan hartarse para funcionar.
Lo mismo, por cierto, puede decirse de los pueblos mesoamericanos, que acostumbraban comenzar el día con atole, tortillas, frijoles y calabacitas. He aquí, sin embargo, que en esta materia los actuales mexicanos seguimos a los ingleses sin saberlo. El full English breakfast viajó a los Estados Unidos, donde conoció mutaciones locales y, de ahí, a México, donde la costumbre de desayunar huevos (rancheros, a la albañil, motuleños) obedece a ese sincretismo, absurdo en vista de un clima que supera incluso en número e intensidad días soleados al mediterráneo.
Queda una duda por despejar: ¿cómo pude bajar de peso omitiendo el desayuno si casi todo mundo afirma que ésta es la comida más importante del día, aquella que da energía para la jornada laboral, ofrece más tiempo para la digestión y ahuyenta el hambre a lo largo del día? Yo mismo me lo preguntaba hasta que cayera en mis manos un libro titulado Breakfast, the Least Important Meal of the Day, firmado por el doctor John Hagan. Inspirado en los hábitos alimenticios de los antiguos esenios y escéptico ante los resultados de estudios nutricionales realizados por encargo de las empresas estadounidenses productoras de cereal, el buen doctor dedica el volumen a derribar varios mitos y a enarbolar dos ideas sencillas: falso es que el cuerpo necesite de combustible en la mañana puesto que en un adulto sano los niveles de glucosa suelen estar en rangos normales al amanecer; y cierto es que, cuando el nivel de azúcares por metabolizar se ha reducido al mínimo –lo que sucede después de las 14 horas de ayuno que solían observar cada día los esenios–, el cuerpo puede ocuparse de quemar las grasas, redundando en pérdida de peso.
Tal es ahora la explicación de marras que ofrezco para justificar mis nuevos hábitos. Lo cierto, sin embargo, es que en las mañanas sencillamente no tengo hambre. Y. más aun, que puedo afirmar, junto con Charles Dickens, que, si “hay quienes apetecen piernas de res y de cordero para el desayuno, yo no. Dénme mi durazno, mi taza de café y mi clarete; con ellos me contento. No los quiero por sí mismos sino porque me recuerdan al sol.”
Él inglés y yo mexicano, sí, pero ambos mediterráneos.