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María Rivera

09/02/2022 - 12:03 am

Tristes y nublados tiempos

«Los años pasaron, y ni él ni yo, estamos ya en ese barrio donde solíamos encontrarnos con total familiaridad durante décadas. Quedará un inmenso hueco allí donde fatigó todas sus ideas, sus desvelos, sus amistades y sus excesos: esa puerta abierta para todo aquel que se rebelara ante la cultura oficial, fuera quien fuera».

«Esa presencia fraterna, cotidiana y constante que uno pensaba inalterable en la noche mexicana, como el último en irse de la fiesta». Foto: Twitter @CulturaCiudadMx

Tristes y nublados tiempos, querido lector. Anoche pensaba en cuánto hemos perdido de nuestra antigua normalidad, por la pandemia. Cuántas noches, cenas, comidas, salidas gustosas, hemos perdido estos años aciagos. No me imagino cómo, esa vida pasada, podría hoy regresar. Cómo, si nuestra socialización consistía en reunirse en espacios cerrados a comer, a tomar una copa, o platicar simplemente. Sentados juntos en largas mesas o en mesas pequeñas, en restaurantes, cafés, salones o cantinas. Eso era lo que hacíamos y muy despreocupadamente de virus y bacterias circulando en el ambiente. Nada de mascarillas, ni de lentes pero, sobre todo, nada de temores a los otros, al menos en ese rubro elemental de conversar con los demás.

Uno podía salir y discutir en una mesa, a gritos, y tal vez escupirle al otro, inadvertidamente, por supuesto, sin fatales consecuencias, salvo el mal gusto. Nunca nos preocupó el aire encerrado donde se depositaban los aerosoles, y estar físicamente cerca era casi una regla de etiqueta. Amontonarse en bares, escuchar música, bailar y abrazarse. Besarse al saludarse o despedirse. Ah, esa era prepandémica ¡qué lejos e imposible luce ahora! Nuestra naturalidad perdida se vuelve una punzada hiriente cuando recordamos la manera, muy natural y afortunada, en que vivíamos, respirábamos, cuando decidíamos juntarnos con los otros. La mitad de la cara, ahora tapada, sin muecas, ni gestos, exclamaciones encarnadas en unos labios apretados o una boca abierta. Nos falta la mitad del tablero para leer a los otros, como solíamos leerlos. La boca, esa parte esencial de nuestra anatomía, imaginada tras las oraciones, las frases que parecen salir de cualquier lado, salvo de la boca.

Ahora que sabemos que una amenaza mora en el aire que respiramos, y ante la cual no cabe quitarse el cubrebocas, fingir que nada ocurre, nuestra socialización es rápida e incómoda, y si no lo es, los días posteriores van convirtiéndose en una nube ominosa, si uno desarrolla los más leves síntomas.

En esto pensaba yo cuando me enteré, hace un par de días, de la muerte del periodista, editor, poeta y cabeza de la contracultura en México, Carlos Martínez Rentería. Ubicuo, multipresente por décadas, a Carlos se le podía encontrar en actividades artísticas y culturales que devenían en noches y madrugadas inacabables, de todo el país, o en su longeva revista “Generación”, que contra viento y marea editó durante décadas. No creo, sinceramente, que haya habido alguien dentro del medio artístico que no lo conociera, de cerca o de oídas, que no tenga al menos una anécdota suya, una historia que contar. Carlos era una presencia casi omnisciente en el mundo literario. A mí, me tocó de vecino veinte años, en los que trabajamos en la misma casona de la avenida Álvaro Obregón, donde alguna vez vivió Ramón López Velarde. Él, haciendo su revista, y yo, haciendo trabajo de promoción literaria. Los dos éramos jóvenes en ese entonces, y la revista estaba en sus épocas de esplendor. Algunas veces lo visitaba, para tomarnos una cerveza, otras solo nos saludábamos desde la pequeña ventana de su oficina desde donde me gritaba ¡poeta!, siempre, con tono socarrón.

Hoy que lo sé muerto, pienso que, sin notarlo, nos fuimos haciendo viejos juntos. Nuestra juventud se nos fue por esos lares de la escritura, la vida, los encuentros y los desencuentros y la familiaridad de quien no tiene plena consciencia de que habita un mismo tiempo, irrepetible, hasta que se extingue. Aunque nunca fuimos amigos cercanos, siempre fuimos vecinos del barrio de las letras y no pocas veces nos encontramos en fiestas, cantinas, dentro y fuera de la Ciudad de México, en la misma mesa. Ahora recuerdo sus fotos, que tenía una barbaridad, que documentaban los desenfrenos, reuniones, y cuanta cosa pasara y que solía publicar en su revista. Allí, en su oficinita que estaba en la Casa del Poeta, al lado del café-bar “Las Hormigas” donde yo atendía presentaciones y lecturas, se le podía encontrar, junto con su esposa y amigos.

La vida underground era lo suyo, y algunas de sus iniciativas solían escandalizar a no pocos. Era, en sí mismo, como un barrio completo, un área de la vida cultural que, aunque uno no la visitara con frecuencia, sabía que siempre estaba abierta. Amigo de amigos iconoclastas, pintores, escritores, libreros, borrachos, contraculturales y muchos jóvenes, ahí estaba siempre. Hoy, que ya no está, me doy cuenta de que toda una época de la vida artística y cultural culmina con su muerte. No me imagino una fiesta salvaje, como las que acostumbraba, portando un cubrebocas y guardando sana distancia, una fiesta donde él no apareciera, como una presencia imbatible.

Las últimas veces que lo vi estaba ya enfermo, padecía de diabetes y de los estragos de una vida entregada a los excesos, que él festejaba siempre, pero a los que había sobrevivido. Eso no lo hizo perder su esencia más profunda, y siguió habitando la que hasta hace relativamente poco fue nuestra vida artística y cultural, de la que era protagonista infaltable.

Los años pasaron, y ni él ni yo, estamos ya en ese barrio donde solíamos encontrarnos con total familiaridad durante décadas. Quedará un inmenso hueco allí donde fatigó todas sus ideas, sus desvelos, sus amistades y sus excesos: esa puerta abierta para todo aquel que se rebelara ante la cultura oficial, fuera quien fuera. Esa presencia fraterna, cotidiana y constante que uno pensaba inalterable en la noche mexicana, como el último en irse de la fiesta. Estoy segura que su memoria y espíritu joven, rebelde y gozoso, vivirán en sus familiares y amigos y en la historia de la vida artística y cultural de México.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.
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