Susan Crowley
05/02/2022 - 12:02 am
Los novelistas y los bebés vienen de París
París es considerada por un buen número de escritores el marco ideal para encontrar la historia con la que se verán consagrados.
“París bien vale una misa”, dijo Enrique de Navarra al despedirse del calvinismo y recibir la fe católica con tal de volverse rey de Francia. Como él, muchos espíritus se han rendido a esta ciudad legendaria, una de las primeras metrópolis del mundo cultural y artístico. Pero es cierto que otros la han padecido y se han condenado a soportar en sus calles oscuras desolación, angustia, incluso hambre y desesperación. En la ciudad luz se han tejido miles de historias que, aun teniendo tintes de dolorosa realidad, las han transformado en novelas fascinantes.
París es considerada por un buen número de escritores el marco ideal para encontrar la historia con la que se verán consagrados. No sin cierta pretensión, los connoisseurs de la ciudad buscan en cada rincón el sitio en el que las escenas, tantas veces contadas, reviven para sumergirse en ellas e inspirarse. Los sitios en los que pululaban los personajes de Víctor Hugo en Los Miserables, con la desesperanza de Jean Valjean y la ternura de Cosette. La manera en la que Proust nos hace sentir el dolor de Swann al descubrir la infidelidad de Odette a través de los ventanales de su casa en En busca del tiempo perdido. Los paseos del mismo Proust por los bosques de Boulogne que recrean un cuadro de Renoir. Las escandalosas aventuras amorosas de Colette, que se atrevió a retar a la época y exhibir su bisexualidad. El atroz tránsito hacia la muerte de uno de los más grandes pintores de la primera década del siglo XX, Amedeo Modigliani seguido por el suicidio de su pareja Jeanne Hébuterne con ocho meses de embarazo. O, tiempo después, las noches de juerga seguidas de los desiguales, pero a fin de cuentas asombrosos relatos de Ernst Hemingway. Ya Woody Allen había logrado capturar esas atmósferas llenas de sofisticación y decadencia en su extraordinaria película Midnight in Paris; un ir y venir de genios como Fitzgerald, Stein, Picasso, Dalí, y una lista de asistentes a la vida parisina, estrafalaria, suntuosa y a la vez cargada de un pathos destructor.
París no se acaba nunca toma este ambiente de contradicción. Esta vez la ciudad se encarna en el padecimiento de un joven escritor. Se trata de Enrique Vila-Matas quien se deja arrastrar en su empeño por escribir la gran novela, aquella que cambiará la historia de la literatura. No importa que sea la primera, deberá tener la sustancia necesaria para coronarse en un mundo en el que, justo, lo que no haría falta son más libros sobre París. En aquellos años muy joven, el conocido escritor catalán, nos invita a seguirlo por las noches de desvelo y los días de vacío creativo, en los cafés literarios, los bares decadentes, los parques en los que han deambulado las víctimas del splin francés, como se le nombraba a esta peculiar melancolía de las entreguerras. Vila-Matas también recorre los monumentos emblemáticos a veces tan sobreexpuestos en las postales y ahora en selfies, pero bastiones históricos de esta metrópoli que no deja de asombrar y también aturdir. Si uno se pusiera pedante, como lo hace en muchas páginas el autor, con solo leer el título, podría tratarse de una crónica de viaje de esas que publican los diarios y que luego pueden convertirse coffee table book, que tienen lindas fotos y poca pero eficaz información. Una probable “pincelada” de la cultura parisiense.
Pero cuando se es un genial e irreverente escritor, y ese es el caso de Vila-Matas, uno se puede encontrar muerto de la risa en cada página por los desbarres y sarcásticas apreciaciones que, con una parsimonia absoluta, tiene a bien contarnos. La carga de humor negro y, como dirían los españoles, la “mala leche” con la que va relatando cada una de las anécdotas, hacen de esta lectura una verdadera gozada.
Y es que como el mismo autor lo declara una y otra vez, es necesario recuperar los espacios y saber olfatear y saborear esas cosas que solo París ofrece. Sentirnos desolados en alguna esquina y en ese rincón en el que vendrán a la memoria ciertos momentos de la literatura, en los que reviviremos escenas a condición de saber verlas. Todo como una especie de rebeldía en contra de esos manuales para las masas viajeras que acostumbran a consumir sin piedad, “lo que hay que hacer”, “las cosas que no puedes perderte”, “el top ten”.
El poder del artista es que, ya sea en el rincón de su buhardilla, recorriendo el Boulevard Saint Germain y deteniéndose a tomar un Pastis en el café de Flore, (con las monedas contadas), o padeciendo la juventud universitaria en algún cafetín de la Place Dauphine con los codos del suéter raídos, París es esa ciudad en la que te puedes sentir fastuoso o miserable, de un minuto a otro. Y esa elegancia combinada con la decadencia se ve muy bien, cosa que resultaría urgente, antes de que la tendencia a la conversión en el más grande parque temático del mundo la destruya.
Y eso es lo que nos regala Vila- Matas, la oportunidad de vivir París sin tener que movernos del sillón, con ayuda de la estrafalaria y cínica mirada de quien puede imaginar y recrear las, como él dice, muy español, rocambolescas aventuras narradas con desparpajo, mofándose de sí mismo y de su esnobismo. Pero igual nos hace sufrir con los pasajes de pobreza de aquellos años en los que, por suerte, se podía respirar algo de la asfixiante atmósfera de pobreza y desesperanza tan literaria y necesaria hoy en día.
Lo mejor del libro es la obsesión del autor con el gran escritor de la ciudad; el norteamericano Ernst Hemingway y su libro París es una fiesta, que recrea los años que vivió en situaciones parecidas, pero en el período de entreguerras. Vila-Matas se convierte en una especie de alter ego fallido del premio Nobel, ridiculizandose sin piedad, y obligando al lector, al terminar el libro, a retomar al gran Hemingway olvidado en el librero. Esa astucia deberá de agradecérsele siempre.
El París de hoy, ha cedido al poder del dinero y se ha vendido a consorcios de marcas baratas, a restaurantes pretenciosos o de comida rápida, se ha dejado derrotar y la consecuencia es que ha perdido la pátina del tiempo, para convertirse poco a poco en la ciudad turística anhelada por todo tipo de paquetes baratos, parece gritarnos “París bien vale unos dólares”. Por eso la literatura es una salvación. París no se acaba nunca, tan feliz que ni me enteraba es un diario que nos permite recuperar ese otro tiempo en el que fuimos capaces de jugarnos todo con tal de sentirnos habitantes de esa ciudad literaria, musical y artística. Hoy, que cuesta tanto trabajo encontrar sitios cargados de pasado, dolor, alegría, fealdad y el gozo profundo de la belleza, esta ciudad única e irrepetible se convierte en lectura obligada. La guía irreverente de un espíritu domado por una ciudad que nunca será como ninguna otra.
Twitter @suscrowley
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