Nunca he logrado desprenderme de mi vieja convicción de que viajar nos estrecha la mente. En el mejor de los casos, todo hombre necesita un doble esfuerzo de humildad moral y energía imaginativa para evitar dicho estrechamiento. Ciertamente hay algo conmovedor e incluso trágico en el pensamiento del turista irreflexivo que podría estar en su casa adorando a los lapones, abrazando a los chinos y saludando efusivamente a los patagonios en Hampstead o Surbiton y que, en cambio, a causa de un impulso ciego y suicida, ha ido a ver cómo son.
Ciudad de México, 4 de febrero (SinEmbargo).- Lo que vi en América, originariamente publicado en 1922, es un apasionante relato de sus visiones y reflexiones de los Estados Unidos, tanto por lo que nos cuenta el autor sobre ese país, como por lo que nos cuenta de sí mismo. Desde los primeros párrafos del libro asistimos ya, asombro y maravilla, a la interminable y deslumbrante catarata de sus juegos de ingenio: «El viaje debiera combinar la diversión y la instrucción, pero lo cierto es que la mayoría de los viajeros se divierten tanto que se niegan a instruirse.» «Muchos internacionalistas modernos hablan de los hombres de distintas nacionalidades como si no tuvieran más que reunirse y mezclarse entre sí para comprenderse mutuamente. Pero en realidad ese es el momento del peligro supremo: el momento en que se reúnen. Ya podemos empezar a temblar como ante aquel viejo eufemismo que llamaba encuentros a los duelos.»
Leer a Chesterton tiene mucho que ver con ser un niño y asistir una noche estrellada de verano a un espectáculo de fuegos artificiales. Cada una de sus frases y, lo que es casi lo mismo, de sus paradojas, encierra la misma fogosidad y deslumbramiento que las bengalas que ascienden hacia lo alto y estallan con estruendo en luces de mil colores. Y si son artificiales, lo son sólo en el sentido de ser verdadero arte, es decir vida, nunca en el desmayado sentido de ser meramente artificiosas.
Por cortesía de Almadía publicamos un fragmento del libro de Chesterton.
¿Qué es América? Nunca he logrado desprenderme de mi vieja convicción de que viajar nos estrecha la mente. En el mejor de los casos, todo hombre necesita un doble esfuerzo de humildad moral y energía imaginativa para evitar dicho estrechamiento. Ciertamente hay algo conmovedor e incluso trágico en el pensamiento del turista irreflexivo que podría estar en su casa adorando a los lapones, abrazando a los chinos y saludando efusivamente a los patagonios en Hampstead o Surbiton y que, en cambio, a causa de un impulso ciego y suicida, ha ido a ver cómo son. No se trata de ningún absurdo, ni siquiera del más estúpido de los absurdos, que es el cinismo. Los lazos humanos que ha sentido en su casa no eran ninguna ilusión. Por el contrario, se trataba de una realidad interior y profunda.
Un hombre está dentro de todos los hombres. En sentido estricto, cualquier hombre puede estar dentro todos los hombres. Pero viajar es abandonar el interior y acercarse peligrosamente al exterior. Mientras consideramos a los hombres en abstracto, como desnudas figuras de un friso clásico afanadas en su labor, como criaturas que sencillamente trabajan, aman a sus hijos y mueren un día, estamos pensando en su verdad fundamental. Yendo a contemplar sus usos y costumbres ajenas, en cambio, estamos invitando al hombre a ocultarse tras fantásticos disfraces y máscaras. Muchos internacionalistas modernos hablan de los hombres de distintas nacionalidades como si no tuvieran más que reunirse y mezclarse entre sí para comprenderse mutuamente. Pero en realidad ése es el momento del peligro supremo: el momento en que se reúnen. Ya podemos empezar a temblar como ante aquel viejo eufemismo que llamaba encuentros a los duelos.
El viaje debiera combinar la diversión y la instrucción, pero lo cierto es que la mayoría de los viajeros se divierten tanto que se niegan a instruirse. Y no los censuro por ello, pues es perfectamente natural divertirse con que un holandés sea holandés o con un chino por ser chino. Donde se equivoca el viajero es en tomarse en serio su diversión. Y en ello basa sus serias ideas acerca de la instrucción internacional. Suele decirse que el inglés disfruta de sus placeres con tristeza, pero el placer de despreciar al extranjero es de todos el que con mayor tristeza disfruta. Va a burlarse y no se queda a rezar, sino más bien a excomulgar. De ahí que en sus relaciones internacionales le falte amabilidad y le sobre sarcasmo.
En cambio, yo creo que existe un camino mucho mejor, que sobre todo consiste en la risa: una forma de amistad entre las naciones que verdaderamente se basa en las diferencias.
No es otro el propósito de este libro que tratar de ese camino mejor. Permítaseme empezar a hablar de mis impresiones americanas con dos impresiones que ya poseía antes de visitar América. Una de ellas era un incidente; la otra, una idea. Tomadas ambas en conjunto ilustran perfectamente la actitud a la que me refiero. En primer lugar, nadie debería avergonzarse de que algo extranjero le resulte extraño; en segundo lugar, de lo que cualquiera debería avergonzarse es de creer que algo es malo simplemente por ser extraño. La reacción de los sentidos y los hábitos superficiales de una mente ante algo nuevo, y para ella, por lo tanto, anormal, es una reacción perfectamente sana. Pero la mente que, en cambio, imagina que la simple falta de familiaridad puede ser una prueba válida de la inferioridad de algo, es a todas luces una mente inadecuada. Y es inadecuada incluso al criticar aquello que de veras puede ser inferior a las cosas que se están considerando. Es mucho mejor bromear con el rostro negro de un negro que burlarse de él por la forma de su cráneo. Es proporcionalmente incluso preferible bromear antes que juzgar cuando se trata de gentes con un alto grado de civilización.
Por todo ello, he empezado por sentar esos dos ejemplos de las impresiones que poseía sobre América antes de haberla conocido: la clase de cosas que un hombre tiene derecho a disfrutar como un chiste y la clase de cosas que un hombre tiene el deber de comprender y respetar, pues se trata de la explicación del chiste. Cuando fui al consulado americano para poner en regla mis pasaportes, podía esperar que el consulado americano fuese americano. Consulados y embajadas son tradicionalmente considerados como una especie de islas del territorio al que representan; y no pocas veces he podido comprobar por mí mismo que dicha tradición se corresponde con una realidad. He visto a los inconfundibles funcionarios franceses vivir a base de omelettes y un sorbo de vino y servir sus sagradas abstracciones bajo las últimas hojas de palmera que señalan el borde del desierto. En medio del fragor y el estruendo de la guerra he visto cómo de repente turcos y egipcios, como por efecto del golpe helado de sus baños de agua fría, adoptaban la lánguida afabilidad de los caballeros ingleses.
Los funcionarios con los que me entrevisté eran ciertamente muy americanos, sobre todo en su extraordinaria cortesía; pues cualquiera que haya podido ser el estado de ánimo o la intención de Martin Chuzzlewit, los americanos siempre me han parecido con mucho los hombres más corteses del mundo. Pusieron en mis manos un formulario que debía cumplimentar y, a primera vista, se asemejaba a cualquier otro formulario de los muchos que he cumplimentado en otras oficinas. Sin embargo, en realidad era completamente distinto a todos los anteriores. Cuando menos, se parecía un poco a una forma algo más libre de aquel “juego de las confesiones” que mis amigos y yo inventamos en nuestra juventud y consistía en un cuestionario que contenía preguntas como, por ejemplo, “¿qué harías si vieras un rinoceronte en el jardín?”. Uno de mis amigos respondió una vez: “jurar que no vuelvo a probar el alcohol”. Pero ésa es otra historia que podría hacer entrar en escena a mr. Pies de Plomo Johnson antes de tiempo.
Una de las preguntas de aquel formulario era: “¿Es usted un anarquista?” Cuestión a la que cualquier filósofo imparcial se sentiría naturalmente inclinado a responder: “¿Y eso a usted qué diablos le importa? ¿Es usted un ateo?”. Y ello acompañado de un intento socarrón de examinar al funcionario sobre la constitución de la. 1
A continuación figuraba la pregunta: “¿Está a favor de subvertir el gobierno de Estados Unidos por la fuerza?”. A lo que, por supuesto, yo habría querido decir que preferiría responder a esa pregunta al final de mi viaje, y no al principio. Luego el inquisidor, embargado por una curiosidad morbosa, me había preguntado: “¿Es usted polígamo?”. La respuesta a esta última bien podría haber sido “no tengo esa suerte” o “no soy tan estúpido” en función de nuestra experiencia con el sexo opuesto. Pero quizás una respuesta aún mejor habría sido la ofrecida a W.T. Stead cuando éste puso en circulación aquella interrogación retórica que rezaba: “¿debo asesinar a mi hermano Boer?”, “Jamás me entrometo en asuntos de familia”, le respondieron.
Sin embargo, entre muchas de las cosas que me sorprendieron casi hasta el extremo de tratar el formulario de modo un tanto irrespetuoso, la más asombrosa de todas fue la idea del malhechor sin escrúpulos que se vería obligado a tomárselo en serio. Me gusta pensar en el criminal extranjero que, tratando de introducirse en América con documentación en regla y bajo protección oficial, se sienta a responder el cuestionario con gravedad elegante: “soy un anarquista que os odia profundamente y desea acabar con todos vosotros” o “tengo el propósito de subvertir por la fuerza el gobierno de Estados Unidos lo antes posible, apuñalando con la navaja que llevo en el bolsillo izquierdo del pantalón a mr. Harding a la menor oportunidad” o “sí, en efecto, soy un polígamo, y mis 47 esposas me acompañarán en el viaje disfrazadas de secretarias”.
Parece haber cierta simplicidad mental en esas respuestas; y resulta tranquilizador saber que anarquistas y polígamos son hombres de tal pureza y bondad que la policía puede preguntarles lo que desee sin temor alguno a que mientan.
Éste es el paradigma de una especie de práctica extranjera, fundamentada en problemas extranjeros, ante la cual el primer impulso de cualquiera naturalmente no es otro que echarse a reír. Y tampoco tengo intención de disculparme por haberme reído yo mismo. Un hombre está absolutamente legitimado a reírse de algo si se da la circunstancia de que tal cosa le resulta incomprensible. Lo que no tiene es el derecho a reírse de ese algo como si le resultara incomprensible y criticarlo como si lo comprendiera. El mero hecho de su falta de familiaridad con tal cosa y del misterio que supone para él debería llevarlo a reflexionar sobre las causas más profundas que hacen a otros hombres tan diferentes, y ello sin dar sencillamente por sentado que han de ser inferiores. Se trata de algo ciertamente en apariencia bastante extravagante. Y me sería muy fácil sugerir que en esto América ha introducido cierto espíritu inquisitorial un tanto anómalo: una intromisión en la libertad desconocida para todos los antiguos despotismos y aristocracias. Sobre eso tendremos algo que decir más adelante; pero, aparentemente, es cierto que este grado de burocratización es, en términos comparativos, único.
Durante un viaje que realicé el año anterior tuve oportunidad de que mi documentación fuera revisada por gobiernos que no pocas personas de valía en Occidente habrían vagamente identificado con corsarios y asesinos. Viajé hasta la otra ribera del Jordán, a una tierra gobernada por un rudo jefe árabe, cuya policía se parecía tanto a una banda organizada de criminales que yo me preguntaba qué aspecto tendrían los verdaderos criminales allí. Sin embargo, ellos no me preguntaron si había ido a subvertir su gobierno, ni tampoco mostraron la más mínima curiosidad por conocer mis puntos de vista sobre los fundamentos éticos de la autoridad civil. A aquellos ministros del antiguo despotismo musulmán les tenía sin cuidado si yo era un anarquista y, naturalmente, no les habría importado en absoluto que fuera un polígamo. Probablemente el propio jefe árabe lo fuera. Aquellos esclavos de la autocracia asiática se contentaron, al viejo estilo liberal, con juzgarme por mis actos; no trataron de inmiscuirse en mis ideas. Ejercieron su autoridad restringida a los límites de la práctica, pero no me prohibieron sostener ninguna teoría. Sería muy fácil argumentar, llegados aquí, que la democracia occidental persigue aquello que incluso el despotismo oriental tolera. Sería muy fácil dejarse llevar por la fantasía de que, en comparación con el gobierno de los sultanes de Turquía o Egipto, la constitución americana se asemeja a la Inquisición española. Sólo el viajero que se detiene en este punto está totalmente equivocado; pero muy a menudo el viajero suele detenerse en este punto. Ha encontrado algo que le ha hecho reír y no va a permitir que también le haga pensar. El remedio no es desdecirse de lo dicho, ni siquiera, por decirlo de algún modo, “desreírse” de aquello de lo que se ha reído, ni tampoco negar que exista algo singular y curioso en esta inquisición americana a nuestro juicio en abstracto, sino proseguir el camino del pensamiento y tener en cuenta el admirable consejo de mr. H.G. Wells: “No conviene demasiado pensar en algo si no pensamos en ello muy detenidamente”.
No se trata de negar que la burocracia americana sea un tanto peculiar a este respecto, sino de preguntarnos qué es lo que realmente hace a América peculiar o qué es lo peculiar de América. En suma, se trata de obtener una idea última de lo que es América; y la respuesta a esa pregunta revelará algo mucho más profundo, importante y digno de interés inteligente. Podría parecer poco menos que un elogio comparar la constitución americana con la Inquisición española. Pero, curiosamente, dicha comparación alberga una verdad; y aún más curiosamente tal vez, alberga también un cumplido.
La constitución americana se asemeja a la Inquisición española en que ambas se sustentan en un credo. América es la única nación en el mundo que se ha fundado sobre un credo. Y ese credo aparece expuesto con una dogmática e incluso teológica lucidez en la Declaración de Independencia, tal vez el único ejemplo de política práctica que es al mismo tiempo política teórica y también gran literatura. En ella se enuncia que todos los hombres son iguales ante la justicia; que el gobierno existe para garantizar que esa justicia se imparta y que su autoridad es justa por esa misma razón. Ciertamente condena la anarquía y, por deducción, condena también el ateísmo, pues claramente designa al Creador como autoridad última de la que se derivan esos derechos igualitarios. Nadie espera que un sistema político moderno proceda de manera lógica en la aplicación de tales dogmas y, en cuanto a la cuestión de Dios y el gobierno, son naturalmente los derechos de Dios los que se toman más a la ligera. El hecho fundamental es que ahí tenemos un credo, si no sobre los divinos, al menos sí sobre asuntos humanos. Ahora bien, un credo es al mismo tiempo lo más amplio y estrecho que existe en el mundo. Por naturaleza es tan amplio como su esquema de la fraternidad de todos los hombres. Por naturaleza es tan limitado como su definición de la naturaleza humana. Así fue la Iglesia cristiana, de la que con verdad se ha dicho que no excluyó a los judíos ni a los griegos y, sin embargo, vino definitivamente a sustituir por algo distinto tanto la religión judía como la filosofía griega. También se ha dicho acertadamente que fue una red capaz de capturar lo más diverso, pero una red con una forma muy determinada, la de la red de Pedro el Pescador. Ello es cierto incluso en las más desastrosas distorsiones o degradaciones de ese credo; la Inquisición española entre otras. Puede haber sido limitada en cuanto a la teología; pero no puede acusarse de haber sido limitada en cuanto a la etnia o a la nacionalidad.
La Inquisición española podría ser inquisitorial, pero la Inquisición española no podía ser meramente española. Un español, así, aun siendo más limitado que su propio credo, tenía que ser más amplio que su propio Imperio. Podía quemar a un filósofo por heterodoxo; pero debía aceptar a un bárbaro como ortodoxo. Vemos, incluso en tiempos modernos, que a la misma Iglesia a la que se ha acusado de convertir sabios en herejes también se le ha acusado de convertir salvajes en sacerdotes.
Ahora bien, bajo una forma más sutil y evolucionada, hay algo de esa misma idea que está presente en el fondo del gran experimento americano; el experimento de una democracia de razas diversas que se ha comparado con un crisol. Sin embargo, incluso esa metáfora implica que el recipiente posee una forma determinada y una determinada sustancia: una sustancia bastante sólida.
El crisol no debe fundirse. La forma original se trazó sobre las líneas de la democracia jeffersoniana y esa misma forma será la que mantenga hasta volverse amorfa. América invita a todos los hombres a convertirse en ciudadanos; pero eso implica el dogma de la existencia de algo que es la ciudadanía. Sólo que, en lo que concierne a su ideal fundamental, su exclusividad es religiosa porque no es racial. El misionero puede condenar al caníbal precisamente porque no puede condenar al habitante de las islas Sándwich. Con un espíritu similar puede el americano excluir al polígamo precisamente porque no puede excluir al turco. Ahora bien, para América todo esto no es desde luego vana teoría.
Pudo ser teórico, aunque completamente sincero, cuando el gran caballero de Virginia declaró que aquellos territorios aún poseían algo del carácter de la campiña inglesa. Pero no es meramente teórico ahora. Nada puede impedir que América sea literalmente invadida por turcos como ya lo fue por judíos o búlgaros. En la más exquisitamente intrascendente de las Baladas de Bab, se nos dice a propósito del bajá Bailey Ben: Una mañana a las ocho y media Un gran indio llamó a su puerta. En Turquía, como quizá ya sabéis, Los indios se ven rara vez. Sin embargo, el converso en ningún modo necesita ser sincero. No hay nada en la naturaleza de las cosas que pueda evitar una creciente emigración de turcos que proliferen en aquellas mismas llanuras que habitaron los indios; no hay nada que exija que los turcos sean infrecuentes.
Los indios, ay, sí que suelen ser raros. Y dado que yo prefiero con mucho los indios a los turcos, por no mencionar a los judíos, hablo completamente libre de prejuicios. Pero la cuestión primordial aquí es que América, en parte por la teoría original y en parte por accidente histórico, se halla abierta a mezclas raciales que la mayoría de los países consideraría incongruentes o cómicas. Ésa es la razón por la que las definiciones y leyes americanas sólo deben leerse bajo cierta luz y, hasta cierto punto, desde una posición concreta y única. Jamás debe compararse la posición de aquellos que pueden encontrarse con turcos en cualquier callejón con la de aquellos que jamás se han encontrado con turcos sino en las Baladas de Bab. No se debe comparar sin más a América con Inglaterra en sus regulaciones sobre los turcos. En suma, no se debe hacer lo que casi cualquier inglés con toda probabilidad haría: mirar el cuestionario americano, reírse y contentarse con sentenciar: “en Inglaterra no tenemos nada tan absurdo como esto”. En Inglaterra no tenemos nada tan absurdo como eso porque en Inglaterra nunca hemos intentado tener una filosofía similar. Y, por encima de todo, porque gozamos de la enorme ventaja de sentir como cosa natural ser nacionales, pues no hay otra cosa que ser. Inglaterra, en estos días, no es bien gobernada; Inglaterra no está siendo bien educada; Inglaterra padece la riqueza y la pobreza mal distribuidas.
Sin embargo, Inglaterra es inglesa esto perpetua. Inglaterra es inglesa como Francia es francesa o Irlanda es irlandesa; pues la gran masa de los hombres da por sentadas una serie de tradiciones nacionales. Y esto supone para nosotros una labor totalmente distinta y mucho más fácil. Nosotros no hemos tenido una inquisición porque no hemos tenido un credo. Sin embargo, es discutible que no necesitemos un credo, pues tenemos un carácter. En cualquiera de las viejas naciones la unidad nacional es preservada por el tipo nacional. Y porque tenemos un tipo nacional no creemos necesario un examen.
Tomemos esta inocente pregunta: “¿Es usted un anarquista?”. Es en sí misma tan insolente como preguntar: “¿Es usted un optimista?” o “¿es usted un filántropo?”. No es mi intención discutir aquí si estas cosas son o no adecuadas, sino si la mayoría de nosotros se halla en situación de considerarlas adecuadamente. Es cierto que la mayoría de los ingleses no cree necesario ir por ahí durante todo el día preguntándose unos a otros si son anarquistas. Es cierto que esa pregunta no se adecua a ninguna clase de modales ingleses que haya visto jamás. Pero ello no es sólo porque la mayoría de los ingleses no sean anarquistas, sino más bien porque incluso los anarquistas ingleses son ingleses. Por ejemplo, sería fácil reírse de la fórmula americana haciendo notar que el gorro sentaría bien a todo tipo de calvas cabezas académicas.
Se podría sostener que Herbert Spencer fue un anarquista. Es prácticamente cierto que Auberon Herbert fue un anarquista. Pero Herbert Spencer fue un inglés extraordinariamente típico de la clase media inconformista. Y Auberon Herbert fue un aristócrata inglés extraordinariamente típico de la vieja y genuina aristocracia. Todo el mundo sabía que el aristócrata jamás arrojaría una bomba contra la reina y que el inconformista jamás arrojaría una bomba contra nadie. Todo el mundo sabía que había algo subconsciente en un hombre como Auberon Herbert que sólo habría salido a la superficie arrojando bombas contra los enemigos de Inglaterra, igual que salió a la superficie del generoso e inolvidable hijo suyo que llevaba su mismo nombre y que murió arrojando bombas desde el cielo más allá de las líneas alemanas. Todo el mundo sabe que, por lo general, como último recurso, el noble inglés es patriótico.
Todo el mundo sabe que el inconformista inglés es nacional incluso cuando niega ser patriótico. Nada es más evidente, desde luego, que el hecho de que nadie se halla más marcado por la impronta de su nación que el hombre que afirma que no debieran existir naciones. Alguien llamó a Cobden el Hombre Internacional; pero no podría haber nadie más inglés que Cobden. Todo el mundo reconoce en Tolstoi al iconoclasta de todo patriotismo; pero no podría haber nadie más ruso que Tolstoi.
En los países viejos donde existen estos tipos nacionales, esos tipos pueden estar autorizados a sostener cualquier teoría. Pues incluso cuando sostienen ciertas teorías es poco probable que hagan ciertas cosas. De este modo, el objetor de conciencia, en el sentido inglés, puede ser y es uno de los subproductos peculiares de Inglaterra. Pero probablemente el objetor de conciencia tendrá una objeción de conciencia a arrojar bombas.
No hay nada más lejos de mi intención que tratar de dar a entender que estos exámenes americanos sean buenos exámenes o que no exista peligro alguno de que la tiranía se convierta en la tentación de América. Tendré algo que decir más adelante acerca de esa tendencia o tentación. Y tampoco quiero decir con todo esto que apliquen de modo coherente esta concepción de nación con un espíritu de Iglesia protegida por criterios de selección religiosos y no raciales. De haber aplicado ese principio de modo coherente habrían tenido que excluir a pesimistas y cínicos ricos que niegan el ideal democrático; algo que sería excelente, pero bastante improbable.
Lo que quiero decir es que cuando tomamos conciencia de que este principio existe, vemos toda la situación desde una perspectiva completamente distinta. Decimos que los americanos hacen algo heroico o hacen algo demencial o que lo hacen de una manera imposible o indigna en lugar de preguntarnos sencillamente qué diablos hacen. Cuando advertimos el diseño democrático de una comunidad tan cosmopolita como ésta y lo comparamos con nuestra confianza e instintos insulares, comprendemos inmediatamente por qué algo así no ha de ser sólo democrático, sino también dogmático. Comprendemos entonces por qué en algunos aspectos tiende a ser inquisitorial o intolerante.
Cualquiera puede ver la cuestión práctica con sólo trasladar a la vida privada un problema como el de dos anarquistas académicos a los que casualmente podríamos llamar los dos Herberts. Supongamos que alguien nos dice: “Buffle, mi viejo tutor de Oxford, desea conocerle; me gustaría que le invitara un par de días. Posee las más extrañas opiniones, pero es un hombre extraordinariamente interesante”. No se nos ocurriría pensar que la rareza de las opiniones del catedrático de Oxford podría llevarlo a hacer volar nuestra casa, pues el catedrático de Oxford es un tipo inglés.
Supongamos que alguien nos dice: “Permítame traer a su casa al viejo coronel Robinson a pasar el fin de semana. Es un hombre un poco excéntrico, pero bastante interesante”. No nos imaginaríamos al coronel corriendo fuera de sí con un cuchillo de trinchar en la mano ni ofreciendo sacrificios humanos en el jardín, pues éstos no se cuentan entre los hábitos cotidianos de un viejo coronel inglés y, dado que conocemos sus hábitos, no nos preocuparán sus opiniones. Pero supongamos que alguien nos ofrece traer a pasar un par de semanas en nuestra casa a una persona del interior de Kamchatka añadiendo que profesa una religión fuera de lo común. Sin duda nos mostraríamos un poco más inquisitivos acerca de qué tipo de religión es la suya. Si alguien quisiera añadir a un ainu velloso a la celebración navideña familiar advirtiendo que sus puntos de vista son de lo más particular e interesante, innegablemente querríamos saber algo más sobre él y sus ideas.
Sin duda tendríamos la tentación de preparar un cuestionario tan absurdo como el que se presenta al emigrante que va ir a América. Preguntaríamos qué es un ainu velloso, hasta qué punto es velloso y, por encima de todo, qué tipo de ainu es. ¿Exigiría la etiqueta que le invitásemos a venir acompañado de su esposa? Y, si le invitásemos a traer consigo a su esposa, ¿con cuántas esposas vendría? ¿Tendríamos que preguntarle, como en el formulario americano, si es un polígamo? Como mera cuestión de organización doméstica y alojamiento el asunto no es nada irrelevante. ¿Le basta al velloso ainu con su pelo o viste ropas? Si la policía insiste en que se vista con ropas, ¿reconocerá él la autoridad policial? O, dicho de otro modo, tal como se formula en el cuestionario americano, ¿será un anarquista? Por supuesto que esta generalización sobre América, al igual que otras cuestiones históricas, es objeto de toda clase de opiniones contrarias y excepciones que podrían considerarse en su lugar.
Los negros plantean un problema especial debido a lo que en el pasado los blancos hicieron con ellos. Los japoneses plantean un problema especial debido a lo que en el futuro se teme que puedan hacer con los blancos. Los judíos plantean un problema especial debido a lo que en el pasado, en el presente y en el futuro judíos y gentiles tienen la costumbre de hacerse unos a otros. Pero la cuestión no es que no exista nada en América a excepción de esta idea; la cuestión es que no existe nada como esta idea en ningún otro lugar distinto de América. Y esta idea no es el internacionalismo sino, por el contrario, un nacionalismo evidente.
Los americanos son sumamente patrióticos, por lo que se proponen hacer también americanos patrióticos de sus nuevos ciudadanos. Sin embargo, ello implica la idea de crear literalmente una nueva nación a partir de otra antigua. Y, en suma, lo singular no es América, sino lo que llamamos “americanización”. No habremos comprendido nada hasta comprender esa asombrosa ambición de americanizar por igual al hombre de Kamchatka y al ainu velloso.
Nosotros no nos proponemos britanizar a miles de cocineros franceses o de organilleros italianos. Francia no intenta afrancesar a miles de excursionistas ingleses o de prisioneros de guerra alemanes. América es el único lugar del mundo donde este proceso, saludable o no, posible o imposible, se está desarrollando. Y este proceso, como ya he señalado, no es el de una internacionalización. Sería más exacto decir que se trata de la nacionalización de lo internacionalizado. Es construir un hogar de vagabundos y una nación de exiliados. Y esto es lo que a un tiempo ilumina y suaviza las regulaciones morales que nosotros realmente podemos considerar arbitrarias o fanáticas. Son anormales, pero en cierto sentido este experimento de un hogar para los que carecen de hogar es anormal. Y hace mucho que hemos visto en América una especie de asilo, pero sólo desde la Prohibición ha empezado a parecernos más bien un asilo de lunáticos.
Fue antes de zarpar hacia América, como ya he dicho, cuando tuve aquel cuestionario oficial en mis manos y estos pensamientos en mi cabeza. Y sin abandonar el suelo inglés recorrí las dos fases de la sonrisa y la simpatía; y pude advertir que mi repentino asombro cuando me preguntaron si era un anarquista se debía en parte a que yo no era americano. Lo cierto es que creo que hay algunas cosas que un hombre debería saber sobre América antes de visitarla. Lo que sabemos de antemano acerca de un país puede no afectar a lo que veamos que es, pero sí afectará definitivamente a nuestra valoración del mismo por ser lo que es, pues afectará definitivamente a lo que esperábamos que fuera. Puedo decir con toda sinceridad que nunca he esperado que América fuese lo que nueve de cada diez críticos de la prensa invariablemente presuponen que es. Nunca pensé que fuera una especie de colonia anglosajona, pues sabía que cada vez la llenan mayores multitudes de colonos diferentes.
Durante la guerra tuve la impresión de que la peor propaganda de los Aliados era la propaganda de los anglosajones. Traté de señalar que en cierto sentido América se halla más cerca de Europa que Inglaterra. Y si no está más próxima a Bohemia, está más próxima a los bohemios. El maître del comedor de mi hotel de Nueva York era bohemio; el maître del asador era búlgaro.
Los americanos tienen al final de la calle nacionalidades que para nosotros están en el fin del mundo. Hice lo que pude para convencer a mis compatriotas de no dirigirnos a los americanos como si fueran unos ingleses poco refinados que no hubieran salido del campo en las provincias y no estuvieran al tanto de las últimas noticias de la ciudad. Más adelante hablaré de algunas de esas llamativas realidades que el viajero no espera encontrar y que, en algunos casos, me temo, ni siquiera llega a ver, pues no las esperaba. Trataré de hacer justicia a esa psicología que mr. Belloc ha llamado del “Viajero de los Ojos Abiertos”. Pero hay algunas cosas sobre América que todo el mundo debería ver incluso con los ojos cerrados. Una de ellas es que un Estado que nació únicamente del repudio y la aversión a la Corona británica no es muy susceptible de convertirse en una copia fiel de la constitución británica. Otra, que la principal característica de la Declaración de Independencia es algo que no sólo está ausente de la constitución británica, sino también algo por cuya ausencia todos nuestros constitucionalistas invariablemente han dado gracias a Dios con los mayores alardes de júbilo. Se trata de esa cosa llamada abstracción o lógica académica. Se trata de esa cosa que estos hombres jubilosos llaman teoría y que aquellos que saben llevarla a la práctica llaman pensamiento. Pero precisamente la teoría o el pensamiento son la última cosa a la que los ingleses estamos acostumbrados, tanto por nuestra estructura social como por nuestra educación tradicional.
Es la teoría de la igualdad. Es la pura concepción clásica de que ningún hombre debería aspirar a ser nada más que un ciudadano ni tampoco tolerar ser nada menos que un ciudadano. Y no resulta en absoluto especialmente comprensible para un inglés, que tiende en el mejor de los casos a las virtudes del caballero y, en el peor de ellos, a los vicios del esnob. El idealismo de Inglaterra o, si lo preferimos, el romanticismo de Inglaterra, nunca ha sido en primer término el romanticismo del ciudadano. En cambio, el idealismo de América, podemos decirlo con toda seguridad, aún gira enteramente alrededor del ciudadano y su romanticismo.
Las realidades son una cuestión muy distinta y consideraremos en su lugar la cuestión de si el ideal podrá dar forma a las realidades o quedará sencillamente informe por efecto de los golpes de aquéllas. El ideal se ve asediado por desigualdades demenciales e imponentes en el campo económico e industrial. Y puede acabar devorado por el capitalismo moderno, tal vez la peor fuente de desigualdades que ha existido jamás entre los hombres.
De todo esto también hablaremos más adelante. Pero, aun así, la ciudadanía sigue siendo el ideal americano; y aunque hay todo un ejército de realidades que se oponen a este ideal, no existe ningún otro ideal que se le oponga. La plutocracia americana nunca ha logrado ser respetada como la aristocracia inglesa. La ciudadanía es el ideal americano, y éste nunca ha sido el ideal inglés. Sin embargo, es sin duda un ideal capaz de suscitar cierta generosidad imaginativa y cierto respeto incluso en un inglés siempre que éste condesciende a ser también un hombre.
En esta noción de moldear a un gran número de personas para obtener la imagen visible del ciudadano, el inglés puede ver una aventura espiritual que es capaz de admirar, desde fuera, al menos tanto como el valor de los musulmanes y mucho más que la virtud medieval. Él no necesita afanarse en desarrollar la igualdad como tampoco necesita afanarse en entenderla de forma equivocada. Al menos puede entender lo que quisieron decir Jefferson y Lincoln, y probablemente encuentre gran ayuda para dicha labor en la lectura de aquello que dijeron.
Puede advertir que la igualdad no es un burdo cuento de hadas sobre hombres que son iguales en estatura o iguales en astucia. Nosotros no sólo no podríamos creer en ese cuento de hadas; tampoco en nadie que lo creyera. Se trata de un absoluto moral por el que todos los hombres poseen un valor invariable e indestructible y una dignidad tan intangible como la muerte. Al menos el inglés puede ser un filósofo y comprender que la igualdad es una idea; no simplemente uno de esos memos escépticos que, habiendo llegado muy alto mediante bajos subterfugios, beben mal champaña en salones de hotel de pésimo gusto diciéndose unos a otros 20 veces, con incansable insistencia, que la igualdad es una ilusión.
En realidad la ilusión es la desigualdad. La extrema desproporción entre los hombres que nos parece ver en la vida real es algo de luces cambiantes y sombras que se alargan, un crepúsculo lleno de fantasías y distorsiones. Hallamos a un hombre célebre y no podemos vivir lo suficiente como para asistir a su olvido; vemos una raza dominante y no podemos vivir lo suficiente para contemplar su decadencia. Es la experiencia humana lo que siempre regresa a la igualdad entre los hombres. Es la medianía lo que en última instancia justifica al hombre medio. Es una vez que los hombres han visto y sufrido mucho y han llegado al final de experimentos más complejos cuando logran ver a los hombres bajo una misma luz de muerte y risas cotidianas; y no por muchos son menos misteriosos. No es en vano que estos demócratas del oeste buscaran los símbolos de su bandera en la gran multitud de luces inmortales que permanecen tras los fuegos que vemos y las depositaran en una esquina de la Old Glory, cuyo fondo es como la noche encendida. Pues lo cierto es que en el espíritu tanto como en el símbolo, soles, lunas y meteoritos pasan y llenan nuestros cielos en una fugaz explosión casi teatral; y allá dondequiera que la antigua sombra cae sobre la tierra, regresan las estrellas.